¿CON QUÉ AUTORIDAD HACES ESTO?
Esta pregunta: “¿Con qué autoridad haces esto? y ¿quién te dio esta autoridad?” fue el arma de ataque conque los religiosos, que dominaban el sistema religioso, enfrentaron a Jesús. Es una pregunta que pone de manifiesto la presunción conque los guías religiosos se comportaban. Ellos pensaban que si no tenía la aprobación de ellos, nadie tendría autoridad de moverse dentro de la autoridad de Dios. Ellos habían llegado a constituirse a sí mismos en algo que en realidad no eran; habían usurpado una posición que solo a Dios compete. Se trata del asunto de la delegación de autoridad.
Ellos pensaban que solamente a través de ellos tendría que hacerse la obra de Dios; de manera que se gloriaban de algo que en realidad no estaba en sus manos, pero que ellos pretendían controlar. Esa es una actitud común cuando los hombres erigen sus programas religiosos al margen de la voluntad, el poder y la gloria de Dios; y usurpan el nombre de Dios para encubrir sus intereses particulares, erigiéndose atrevidamente en directores espirituales, cuando en realidad Dios se está moviendo soberana y libremente con Su Espíritu donde a Él le place, y en aquello que a Él compete, y no necesariamente encuadrándose a las pretensiones y programas de factura humana.
El asunto de la delegación de autoridad es de suma importancia, porque es algo que atañe a la conciencia, y por lo tanto, tiene el poder de regular nuestra conducta. Existe ciertamente la autoridad, y solo Dios es su fuente legítima. Todo aquel que reina desconociendo la autoridad de Dios, está cercenando el fundamento de su propio trono, y está alimentando a las fuerzas anárquicas de la rebelión que le derrocarán.
Solo Dios posee la autoridad inherente e irrevocable, y solo de Él puede provenir directamente la delegación de autoridad. Ni el hombre, ni la mayoría, ni el estado, tienen autoridad inherente e irrevocable; y el poder de la fuerza y de las armas no es el poder más excelente, ni su reino llega hasta lo profundo de los corazones. El poder del Espíritu de Dios es el único que puede, con verdadera efectividad, gobernar, dirigir, reconciliar, establecer. De allí que debemos atender, en el asunto de la autoridad, a la perfecta voluntad de Dios.
Satanás ha entretejido un sistema organizado de rebelión a la autoridad de Dios, y con él pretende usurpar el trono que solo a Dios corresponde. Tal sistema ha embarullado y confundido a los hombres de tal manera, que muchos han sido arrastrados engañosamente a desconocer a Dios y a rebelarse contra Él, aún mientras piensan que están haciendo Su voluntad; y es en el ámbito religioso donde principalmente suele acontecer así.
La Palabra de Dios, y Su mandamiento, es invalidada por una serie de tradiciones y mandamientos humanos, inducidos indudablemente, de la manera más sutil y engañosa, por el diablo y sus huestes de demonios inspiradores e instigadores. Basta que un rinconcito del corazón humano quede sin rendirse con absoluta fidelidad a Dios, para que allí se anide un duendecito que se aprovechará de nuestra complicidad. Entonces, a partir de ese pequeño bastión, se comenzará a trabajar en pro de la potestad de las tinieblas, extendiéndose la esfera del reino injusto de Satanás, y el imperio de la muerte, con sus heraldos precursores de la corrupción y la decadencia, el dolor y la enfermedad.
La respuesta de Jesús a aquellos guías religiosos, fue sumamente sabia. A aquellos que se pretendían con autoridad, se les enfrentó a la pregunta acerca de la verdadera fuente de la autoridad. De manera que si pretendían exigir acato de su autoridad, deberían ellos primero acatar a la fuente verdadera de toda autoridad. Y es aquella fuente, el Señor nuestro Dios, el único que pone en orden todas las cosas. ¿Eran ellos sacerdotes? Pues el Señor les envió sacerdotes que eran además profetas, como Jeremías, Ezequiel, Juan el bautista. Dios no necesita pedir consejo a nadie para poner o deponer, para constituir o enviar, sustituir o destituir. Él no necesita de la aprobación de nadie; sino que le basta Su propio beneplácito. Y lo que Él hace, ¿quién puede invalidarlo? De manera que es simplemente lógico que todos acatemos Su autoridad, y averigüemos de Él directamente Su voluntad perfecta. Él dará testimonio de Sí. Lo ha venido haciendo evidentemente a lo largo de toda la historia. No importa lo que fragüe el hombre; Dios da el reino a quien Él quiere, y destruye las maquinacionees de los adversarios.
En la Iglesia, que es el cuerpo de Cristo, Su reino de sacerdotes, es obviamente Dios, y solo Él, y en la Iglesia con la mayor excelencia, que el Señor, como cabeza, constituye, equipa y envía, en Su nombre, de Su parte, y con Su autoridad, la de la verdad. Dios unge, y Dios mismo confirma a Sus ungidos delante de aquellos a quienes los envía. De modo que, tarde o temprano, esa red diabólica, ese ingenioso sistema organizado de enajenación y rebelión contra Dios, manifestará su insensatez, y será relegado a la vergüenza y a la confusión.
En la misión de la Iglesia, pues es ésta el objeto principal del ataque diabólico, pues es ella principalmente el instrumento de Dios para manifestar la autoridad de Dios y la derrota de Satanás, en la misión de la Iglesia, decía, el Señor se ha reservado exclusivamente, como cabeza viva que no nos ha dejado huérfanos, y que está con nosotros todos los días, el derecho divino de constituir y enviar a Sus servidores, por medio de los cuales busca el fruto para Sus propósitos. No importa cuantos sistemas de usurpación y pretensión se erijan atrevida y osadamente para manipular al rebaño ajeno, que solo pertenece a Dios; solamente Él respaldará lo que ha nacido de Él, y que lleva a cabo, en Él, Su voluntad perfecta. A todo lo demás le espera el fuego. Toda planta que no fue plantada por el Padre celestial, será desarraigada.
En esta misión, la Iglesia deriva su autoridad directamente del que es en Sí mismo autoridad: el Verbo de Dios encarnado: Jesucristo. La autoridad de la misión de la Iglesia en el mundo, no está supeditada a otra autoridad menor; pues, por el contrario, toda otra autoridad debe someterse a la autoridad de Dios que se manifiesta en la Iglesia, de la manera que se manifestó en Cristo. “Como el Padre me envió, así yo os envío a vosotros”. “Toda potestad me es dada en el cielo y en la tierra; por tanto, id y haced discípulos a todas las naciones, bautizándoles en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, y enseñándoles que guarden todas las cosas que yo os he mandado; y he aquí yo estoy con vosotros todos los días hasta el fín del mundo”. He allí la garantía de la Iglesia: “Yo estoy con vosotros...”; es decir, el poder inherente de la autoridad que puede someter por sí mismo y a sí mismo todas las cosas.
Ahora bien, ¿quién es esta Iglesia? Porque muchos sistemas han usurpado atrevidamente tal nombre; y muchos sistemas organizados de enajenación y rebelión satánica, se han presentado en ese nombre. La Iglesia es, pues, el cuerpo de Cristo, la plenitud de Aquel que todo lo llena en todo, el canal de Su misma vida, y ésto evidente de por sí; es decir, manifiesto directamente a la conciencia de los hombres, sin engaño, sin extorción, por la mera manifestación de la verdad y la vida, y por la demostración del Espíritu de poder, amor, dominio propio, santidad, gracia, justicia, verdad y gloria. Por el cumplimiento de las Sagradas Escrituras.
En ésta Iglesia, Él mismo da directamente apóstoles, profetas, evangelistas, pastores y maestros; y Él mismo los confirma delante de los ojos del pueblo, por su fruto de vida y de verdad, a Él ligados por el Espiritu y la Palabra en las Escrituras. Igualmente, Dios mismo se encarga, en razón de Su honor, de desenmascarar a la generación de falsos; de manera que todos temamos con santo temor de Dios, lo cual es el principio de la sabiduría y la sabiduría misma. La mano de Dios se hace evidente en la aprobación y en la reprobación, por el Espíritu de la verdad, de Las Sagradas Escrituras. San Pablo no necesitó ir inicialmente a Jerusalem, ni a Roma, para ser constituído apóstol de Jesucristo; pues lo fue no de hombres, ni por hombres, sino por la voluntad de Dios. Sus cartas credenciales eran manifiestas en sus frutos. Ciertamente Dios lo guió también a obtener la diestra de comunión de aquellos enviados anteriormente por Dios, pero después de haber servido ya como Su apóstol. Pero cuantos, que se ufanan y glorían en sus diplomas y credenciales de papel, son hechos viles y bajos a los ojos del pueblo de Dios, y con justicia, por causa de la acritud de sus malos y perversos frutos. Su pretendida autoridad no es, pues, en la realidad tal. La constitución de Dios es diferente a la del hombre, y se reconoce por los frutos de la gracia divina.
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Gino Iafrancesco V., mayo de 1981, Ciudad Stroessner [hoy Ciudad del Este], Paraguay.