"Echa tu pan sobre las aguas; porque después de muchos días lo hallarás. Reparte a siete, y aun a ocho; porque no sabes el mal que vendrá sobre la tierra".

(Salomón Jedidías ben David, Qohelet 11:1, 2).

viernes, 1 de julio de 2011

F U N D A M E N T O S / prefacio e índice

FUNDAMENTOS


FUNDAMENTOS
G1NO IAFRANCESCO V., 1983
© Los derechos son del autor. Se permite la reproducción total de este documento, con la
única condición de citar la fuente, a fin de que pueda comprobarse y preservarse la autenticidad
del texto.
FUNDAMENTOS
Esquema
De enseñanzas
Cristianas básicas
1983

GINO IAFRANCESCO V.
AGRADECIMIENTOS
Agradezco al Señor por la existencia, la vida, la salvación, el llamamiento y la
oportunidad de escribir este libro y ponerlo a disposición del público.
Gino Iafrancesco V.

Dedico esta obra
a toda persona
que con corazón honesto
se avoque a su lectura.


PREFACIO

El presente esquema de enseñanzas cristianas básicas no pretende agotar el tema; se trata
simplemente de una diagramación panorámica de lo que nos muestra el Nuevo Testamento
acerca de la didáctica primaria que escogió usar el Señor Jesús, y tras Él, sus apóstoles y la
iglesia primitiva.
Se ha hecho abundante uso de citas de las Sagradas Escrituras, generalmente según la
difundida versión de Casiodoro de Reina y Cipriano de Valera, revisión del año 1960; sin
embargo, donde lo hemos creído conveniente en aras de una mayor claridad, se ha usado una
aproximación castellana al texto griego de Wescott y Hort.
Aconsejamos que para un mayor aprovechamiento del presente estudio escritural, el lector
acuda a las Escrituras mismas para cerciorarse de las citas aducidas y observar su contexto. En
el caso muy probable de que el lector sea cristiano, entonces le damos el consejo adicional de
invocar al Señor cuando vaya a leer y orar en el espíritu mientras lee; de tal manera dependerá
del Señor mismo para un mejor aprovechamiento.
Este trabajo constituye un estudio escrito por el autor en el año 1983, en la República del
Paraguay.
El autor asume la responsabilidad gramatical del uso de mayúsculas en las palabras comunes
que se refieren a la Persona y Obra del Señor.

Gino Iafrancesco V.

CONTENIDO

PARTE I
I. Identificando prioridades
II. El Fundamento puesto
III. La Persona
IV. La Obra
V. La Doctrina

PARTE II
VI. Las fiestas solemnes
VII. Pascua: Cristo Crucificado
VIII. Ázimos: Cristo Comulgado
IX. Primicias: Cristo Resucitado
X. Pentecostés: Cristo Glorificado
XI. Trompetas: Cristo Anunciado
XII. Expiación: Cristo Abogado
XIII. Tabernáculos: Cristo Esperado

PARTE III
XIV. Los Primeros Rudimentos
XV. Arrepentimiento
XVI. Fe en Dios
XVII. Doctrina de bautismos
XVIII. Imposición de manos
XIX. Resurrección de muertos
XX. Juicio Eterno


PARTE IV
XXI. El Reino de los Cielos se ha acercado
XXII. La Regla
XXIII. Sobre esta Roca
XXIV. El Sello del firme fundamento de Dios

PARTE V
XXV. La Unidad del Espíritu
XXVI. Un Cuerpo
XXVII. Un Espíritu
XXVIII. Una misma esperanza
XXIX. Un Señor
XXX. Una Fe
XXXI. Un Bautismo
XXXII. Un Dios y Padre

PARTE VI
XXXIII. El Fundamento de los apóstoles y profetas
XXXIV. Las Iglesias de los santos
XXXV. La Doctrina de los Apóstoles
XXXVI. La comunión unos con otros
XXXVII. El Partimiento del Pan
XXXVIII. Las Oraciones

PARTE VII
XXXIX. El Propósito de Dios

I: EL FUNDAMENTO PUESTO


PARTE I
Nadie puede poner otro fundamento
que el que está puesto,
el cual es Jesucristo

1 Corintios 3:11


I
IDENTIFICANDO PRIORIDADES

En todas las cosas existe un orden de prioridades, descuidando el cual, corremos el riesgo de
perdemos por las ramas y alienar el propósito de las cosas. Las cosas verdaderamente
importantes no han sido dejadas a nuestro capricho; decimos con esto que las consecuencias
de nuestras elecciones a las que nos avocamos, pesarán sobre nuestra cabeza y la de aquellos
bajo nuestro radio de influencia, con un peso ineludible. Por todo esto es urgentísimo asumir las
responsabilidades que se nos han concedido, siendo entendidos en el discernimiento de las
prioridades, es decir, de aquellas cosas fundamentales que afectan nuestro ser y destino. Que
nadie sea tan insensato como para suponer o esperar que escapará a las ineludibles
consecuencias de sus elecciones. Es urgente que elijamos lo mejor, identifiquemos lo prioritario,
y comencemos por lo verdaderamente importante y necesario, lo fundamental.
Todos los aspectos de la vida tienen sus puntos básicos, y entre aspectos y aspectos, existe
gradación en los valores. No sin razón reprendía Jesús a los fariseos por colar severamente al
mosquito a la par que tragaban los camellos (Mt. 23:23-26); y a Martha respondía que mientras
ella se afanaba con muchas cosas, María su hermana había escogido la mejor parte, la única
realmente necesaria, la cual no le sería quitada (Lc. 10:38-42). Y entonces a todos nosotros
enseña a buscar primeramente el Reino de Dios y su justicia (Mt. 6:25-34), avocado a lo cual, el
apóstol Pablo, como perito arquitecto, coloca el fundamento indispensable (1 Co. 3:10-13)
comenzando por aquello que provoca la salvación del hombre para la gloria de Dios, y nos
señala al Hijo de Dios, Señor y Salvador, muerto por nuestros pecados y resucitado (Rm. 1:2-4;
10:8-13; 1 Co. 15:1-8; 2 Co. 4:5; 1 Tes. 1:9,10; 1 Ti. l:15; 3:16).
Todas las disciplinas son ramificaciones graduadas del gran tronco de la realidad, y ésta
encuentra su sustento y significado solamente en Dios; por Él fue creado todo y para Él; por lo
tanto, atender a Su Revelación es lo más sabio que podríamos hacer. Dios se ha revelado
mediante Jesucristo.
Lo que hoy gozamos con inmensa gratitud, o lo que sufrimos como pesada carga, es resultado
de lo que ayer apenas parecía una simple idea, una mera actitud. Y la historia ha rodado desde
allí con todas sus cumbres y sus profundos valles, como resultado del espíritu de las ideas y de
las acciones del pasado. La mediocridad de la indiferencia, la cobardía ante el compromiso, la
ceguera del egoísmo cómodo y pasajero, son culpables del sufrimiento y la miseria de muchos;
cosas que por la Santa Justicia de Dios, recaerán tarde o temprano sobre las hediondas fauces
de los responsables; a cada uno su porción. ¡Ningún hombre escapará de sí mismo! Pero
también, los errores de los atarantados y los delirios de los falsos mesías han hundido a la
humanidad más y más en el dolor, la corrupción y la muerte. Necesitamos por lo tanto volvernos
a la Revelación; ¡es prioritario! ¡Sí, debemos volver a Dios por Jesucristo! Debemos ir
directamente al grano y comenzar por el núcleo. Remendar las apariencias no hará sino
engañarnos más. El hombre esta caído y es perverso; necesita regeneración, necesita a Cristo,
necesita el vigor auténtico del auténtico Evangelio, necesita vivir por el Espíritu de Cristo y
conocer a Dios; entonces amará, y amando se realizará. Pero para amar se necesita más que
leyes y constituciones, más que buenas intenciones, pues el querer el bien está en el hombre,
pero no el hacerlo; por eso se frustran sus más nobles propósitos y se corrompen sus
conquistas. El hombre necesita una resurrección, ayuda Divina y sobrenatural, necesita a Cristo,
el Hijo de Dios, resucitado en la historia, vivo hoy, y vivificante. ¡He allí, pues, el Fundamento! Y
hay que cavar profundo, pues por haber sido meramente nominales y superficiales las
conversiones, no se ha aprovechado el sumo del Evangelio. ¡Cuánto lo necesitamos! ¡pero, qué
máscara deforme hemos presentado!

II

EL FUNDAMENTO PUESTO

"Porque nadie puede poner otro fundamento que el que está puesto, el cual es Jesucristo” (1
Co. 3:11). Esto escribía Pablo. Ahora bien, ¿qué es un fundamento? Es algo sobre lo cual se
puede descansar y edificar con seguridad; algo que resiste el peso y que sostiene; algo sin lo
cual las cosas se corrompen desde abajo. Bonito nombre y exacto, dado, pues, por Pablo a
Jesucristo: ¡Fundamento! Fundamento es el principio indispensable, y para nosotros los
hombres, no puede ser menos que Dios, ni menos que hombre. Dios, para sostenerlo y
significarlo todo; y Hombre, para asimilarlo y realizarnos. Debemos, pues, considerar a
Jesucristo, la Luz de los hombres, el Camino, la Verdad y la Vida, la Resurrección.
Al considerar a Jesucristo como nuestro Fundamento, contemplamos en Él: Su Persona, Su
obra, Su doctrina; todo, claro está, indisolublemente ligado. Aprovecharía menos la
consideración de su mera doctrina, si no la consideramos respaldada por Su obra; y de igual
manera, perderíamos lo substancial de Su obra si no la consideramos en el perfecto marco de la
identidad de Su Persona auténtica e histórica, Teo-antrópica. Así que consideramos la
Revelación Divina Fundamental en la Persona, obra y doctrina de Jesucristo.
Sí, porque entre los hombres, ¿quién ha habido como Él? No se levantará filósofo, ni
visionario, ni héroe, ni moralista, ni político, ni mariscal, que pueda compararse con Él en cuanto
a excelencia y en cuanto a frutos beneficiosos para la humanidad. Y si algo bueno tenemos de
los hombres en la Tierra, podríamos rastrear sus raíces y encontrarlo en Jesucristo, trátese de
amor, justicia, libertad, belleza, dignidad, verdad. Conocerle verdaderamente es, pues, la
indagación prioritaria; conocerle personalmente y cómo encaró Su obra, y en qué
fundamentalmente ha consistido ésta; quién es, qué hizo y qué hace. Aprendamos también de
Él, ¿cómo podríamos colaborar eficazmente en Su tarea. "Eficazmente" es palabra clave aquí,
pues cuánta basura hemos servido falsamente en Su Nombre, sin Su Espíritu. Oh, que podamos
con Su ayuda comprender Su obra y colaborar con ella. ¿Cuál es Su obra fundamental? ¿Cuál
también la doctrina y enseñanza de Su sublime persona? ¿Cómo podríamos empezar a recoger
las primeras migajas de Sus rudimentos y hallar su correcta aplicación en Él para todo? A estas
alturas, cuántos descubrimos desengañados lo desdibujado de nuestro cristianismo, que aún no
hemos bebido lo mejor de las aguas vivas, que hemos estado por mucho tiempo adormecidos, y
como embriagados; porque, ¿quién participa realmente de Su intención y de Su método? En Su
luz nos descubrimos como una multitud de traidores.

III

LA PERSONA

Conocer Quién sea la Persona de Jesucristo es absolutamente fundamental, pues si no era
Dios verdadero, ¿cómo entonces iba a revelarlo? y ¿cómo entonces sería justo su sacrificio por
las ofensas a Dios? pues ya que fue el Señor el ofendido y Suyo el perdón, entonces el precio
del perdón, el sacrificio, corresponde al que perdona; he allí Su amor; no corresponde
justamente el sacrificio del perdón a un tercero no injuriado ni injuriador; mas corresponde, cual
amor, a la abnegación del Injuriado, el cual es Dios. Fue Dios quien cargó con los "platos rotos"
y la deuda; fue Él quien por amor y en Su gran paciencia, para ser justo, tuvo que tomar sobre Sí
mismo el castigo de Su justa ira, lo cual fue la expiación. Perdonar sin sacrificio, es decir, sin la
satisfacción por el pecado, sería injusto y libraría el universo a la anarquía. La Justicia debía ser
mantenida y la satisfacción hecha; lo cual tan sólo podía hacerse de dos maneras: una, con el
justo castigo del culpable; otra, con el sacrificio del Inocente injuriado, no de un tercero, pues
sería injusticia contra ese tercero. En el conflicto entre Dios y el hombre no puede mediar un
tercero. O por pecar el hombre, entonces el hombre debe morir, lo cual es perfectamente justo; o
si no, Dios debe hacerse hombre, ser tentado, resultar victorioso e inocente, y entonces, con el
sacrificio de Sí mismo, satisfacer las exigencias de la Justicia, muriendo como legítimo sustituto
del hombre pecador.
Lo más noble fue que Dios mismo, el Injuriado, aceptó ser sustituto y se humilló por amor; mas
tomó el sacrificio como carga propia en honor a Su dignidad. Su sacrificio mantuvo Su dignidad
y Su autoridad. Desechar el hombre tal sacrificio significa la más horrenda injuria, pues afrenta
directamente lo más sacro del corazón Divino, Su Espíritu de Gracia. Así, pues, que la Persona
del sacrificio perfecto no podía ser menos que Dios mismo. Jesús mismo declaró la importancia
de reconocer correctamente Su Persona. Perdonar sin sacrificio hubiera sido hollar Su propia
dignidad y el honor de Su naturaleza inmutable; además hubiera sido abdicar del gobierno de su
creación; hubiera sido casi como dejar de ser Dios, la Suprema Autoridad; pero que Dios es la
suprema autoridad es una realidad inmutable, inconmovible e ineludible; es la realidad misma;
otra cosa no sería realidad.
Jesús, pues, para llevar a cabo Su obra de reconciliación de todas las cosas, y Su obra de
realizar en su plenitud a todas ellas, debe, pues, revelamos a la Deidad y requerir que sea
reconocida la identidad auténtica de Su Persona. Sin tal reconocimiento no puede el hombre
colocarse en el fundamento de salvación, pues fuera de éste quedará librado a su propia locura,
al delirio de su caída y a la acción de la muerte destructora y denigrante. Urge, pues, conocer
espiritualmente a Jesús, y así identificarlo. Él mismo, cuando preguntó a sus discípulos acerca
de quién decían los hombres que era Él, y cuando escuchó de Pedro la confesión: "Tú eres el
Cristo, el Hijo del Dios Viviente",1 entonces añadió que sobre esa Roca edificaría a Su Iglesia.
Pedro fue hecho una piedra para ser edificado sobre Cristo cuando gracias a una revelación del
Padre, conoció y confesó a Jesús como el Cristo y como el Hijo del Dios viviente (Mt. 16:13-18).
Nadie podrá ser edificado sin esta misma confesión revelada que salió de los labios de Pedro
respecto de Jesús; a saber, que Jesús es el Cristo, el Hijo del Dios viviente.
---1Mateo 16:16---

¿Quién es, pues, el Cristo? ¿Quién es el Hijo del Dios viviente? ¿Qué naturalezas hay en Él?
Cuando pregunto ahora "qué" es porque se pregunta por Su naturaleza divina y por Su
naturaleza humana. Sus naturalezas, la divina y la humana, son los dos irreductibles "qué" de
Su único "Quién", la Persona. La categoría de "naturaleza" difiere de la categoría de "persona".
La naturaleza es un "qué"; la persona es un "quién". La naturaleza (o las) de la persona, es (o
son) el "qué del quién". En el único caso del "Quién" de Jesucristo, un Quién único, este es el
Verbo de Dios hecho carne; en cuanto Verbo Divino participa de la naturaleza divina; es la
Palabra y la sabiduría divina, la imagen del Dios invisible, es decir, del Padre; el Verbo es el
resplandor de la gloria divina, y como tal participa de Su substancia esencial, siendo la imagen
subsistente y de esencia divina de la subsistencia o hipóstasis de Dios el Padre (Jn. 1:2; Col,
1:15; 2 Co. 4:4; He. l:1-3). De manera que el Verbo es Igual al Padre (Fil. 2:6).
Cuando Dios, el Padre, se conoce a Sí mismo, se conoce con un Conocimiento que es igual a
Sí mismo, por el cual se expresa tan perfectamente como Él es; por lo tanto, Su Verbo es la
Palabra que le contiene en la plenitud de Su atributo, con la que Se conoce y por la que se
revela, siendo tal Imagen y Expresión de Sí igual y consubstancial a Él, Dios con Él, idéntico en
esencia, mas distinto en Persona, pues una persona es el Padre que conoce, y al conocer
eternamente engendra inmanentemente desde la eternidad a Su Conocimiento sin principio;
otra Persona es, pues, el Conocimiento del Padre que es de Este Invisible, la imagen,
subsistente cual perfecta reproducción personal, Persona igual en la misma esencia divina;
Conocimiento perfectísimo de Dios que subsistiendo en la esencia divina como tal es el Verbo
que acompaña desde la eternidad al Padre que con Él se conoce y por Él se expresa. Sí, este
Conocimiento que Dios tiene de la plenitud de Sí y de todas las cosas, es la Persona del Verbo
que le está próxima, sí, delante de Sí como en la pantalla de Su mente, a Quien el Padre
participa el todo de Su naturaleza substancial y esencialmente divina. Este Verbo es, pues, el
Hijo del Dios viviente con Quien el Padre participa en un amor común que es tan divinamente grande y pleno que al expirarse es tan pleno como Sí mismo, tan pleno como el Padre y el Hijo
que se conocen y aman dándose mutuamente y totalmente, de manera que ese Divino Amor
que procede del Padre y es correspondido por el Hijo, es idéntico en naturaleza a la Divinidad,
pues subsiste cual el amor mismo de esta Divinidad en cuanto expirado, y expirado a plenitud de
Dios y cual Dios mismo que se da, y es por lo tanto la Persona subsistente del Espíritu Santo,
co-partícipe con el Padre y el Hijo de la única esencia divina así constituida desde la eternidad
sin principio, siendo, pues, Dios uno solo: el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo.
Ahora bien, aquel Verbo de Dios, el unigénito del Padre, el Hijo, se hizo carne, semejante a los
hombres (Jn. 1:14; Fil. 2:7), idéntico también a nosotros en naturaleza, y tentado en todo
conforme a nuestra semejanza, pero sin pecado (He. 4:15), pues, al contrario de nosotros,
venció al pecado en la carne y lo condenó (Ro. 8:3) sin permitir que el príncipe de este mundo, el
maligno, tuviese nada en Él, y así entonces lo juzgó (Jn. 14:30; 16:11; 12:31); y entonces, como
Hijo del Hombre, y por el hecho de serlo, recibió la facultad de juzgar al mundo (Jn. 5:19-27). Así,
pues, Jesucristo, el Hijo del Dios viviente, es decir, la imagen del Dios invisible, el Hijo único, el
Verbo, el unigénito Dios (Jn. 1:18, según el original griego), es, en cuanto Verbo: Dios; y en
cuanto Verbo encarnado desde el vientre de la virgen María: Hombre verdadero, sí, con
espíritu, alma y cuerpo absolutamente humanos; Hombre además lleno del Espíritu Santo (Hch.
10:38); por lo tanto: Salvador y Redentor, Maestro y Revelación, Abogado y Juez, Señor y Rey.
Esta es la Persona: Jesucristo el Señor.

IV
LA OBRA

Siendo pues nada menos que ésta la Persona, el Verbo de Dios encarnado, entendemos que
viniendo desde la eternidad y según un plan y propósito eternos, Su obra comenzó con la
Encarnación; es decir, haciéndose Hombre, para lo cual tuvo que despojarse a Sí mismo,
anonadarse. Su despojamiento consistió, pues, en no aferrarse a la exclusividad de Sus
condiciones y prerrogativas divinas, sino que se sometió a condiciones de inferioridad. De ser
igual a Dios en cuanto Verbo, llegó a ser menor que el Padre en cuanto hombre; e incluso, antes
de glorificar Su humanidad, fue hecho inferior a los ángeles (He. 2:9), aunque luego, como
hombre, heredó más excelente Nombre que ellos (He. 1:3-4). Con tal despojamiento (Fil. 2:5-8;
Jn. 14:28) que manifestó la naturaleza de Su amor al Padre y a los hombres, contrarrestó
totalmente la rebelión satánica, que consistió en todo lo contrario a un despojamiento; porque la
rebelión satánica consistió en una usurpación, en una pretensión, en una autoexaltación. Con
Su despojamiento, el Hijo enfrentó, contrastó y juzgó la rebelión angélica y humana. Con Su
encarnación se sometió a las pruebas humanas, pero fue obediente al Padre hasta la muerte,
con lo cual venció en humanidad y para la humanidad que le asimile, al pecado en la carne. Con
Su Muerte expiatoria y sacrificial asimiló nuestro castigo, despojando así a los principados
demoníacos del derecho de acusación que poseían en el acta de decretos contra nosotros por
nuestros pecados y por nuestra naturaleza vendida al pecado (Col. 2:14,15).
He aquí, pues, la obra de la cruz: por Su parte, el Padre no escatima al Hijo, sino que lo
entrega por todos nosotros (Ro. 8:32); el Hijo se ofrece mediante el Espíritu eterno (He. 9:14) y
sin usurpar el ser igual a Dios como cosa a que aferrarse, se humilla haciéndose semejante a los
hombres, el Verbo hecho carne (Fil. 2:5-8; Jn. 1:14); nace, pues, de la virgen María y toma forma
de siervo, menor que el Padre, y aprende la obediencia (He. 5:8); es tentado en todo, mas no
peca; entonces, cual Hijo del Hombre sufre la muerte expiatoria cual postrer Adam, hecho
pecado por todos nosotros (2 Co. 5:21; 1 Co. 15:45), y con su muerte destruye a la muerte (Is.
25:8; Os. 13:14; 1 Co. 15:55,56) y al que tenía el imperio de la muerte, es decir, al diablo (He.
2:14); crucifica también al viejo hombre (Ro. 6:6), a la carne con sus pasiones y deseos (Gá.
5:24), al mundo y sus rudimentos (Gá. 6:14; Col. 2:20), al acta de decretos que nos era contraria
(Col. 2:14); en Su cruz llega a abolir las enemistades de la carne y la ley de los mandamientos
expresados en ordenanzas, haciendo así la paz y reconciliándonos entre nosotros y con Dios
(Ef. 2:13-16); crucificó también la maldición de la ley, la incircuncisión y las cosas viejas (Gá.
3:13; Col. 2:11-13; 2 Co. 5:17); juzga al príncipe de este mundo, exibe y despoja a los
principados y potestades (Col. 2:16; Jn. 16.:11).
Por Su resurrección corporal en humanidad (Jn. 2:19-22; Lc. 24:36-46) dio comienzo cual
segundo Hombre (1 Co.15:47) a una nueva creación (2 Co. 5:17), siendo así la Cabeza federal
de una nueva raza, la de los hijos de Dios (Jn. 1:12), regenerados en su identificación con el
Cristo muerto y resucitado, que perdona y libra, y además restaura, regenera y santifica; imputa
la justicia, pero además la produce, por gracia, recibiéndola nosotros de Él y a Su Espíritu, por la
fe; y manifiesta esta fe y justificación gratuita, en buenas obras preparadas de antemano por
Dios, y hechas en Él como señal fructífera de salvación (Ef. 2:8,10; Tito 2:14).
Nunca olvidemos, pues, que la obra del Señor Jesucristo ha consistido después de Su
encarnación virginal, y su vida sin pecado revelándonos al Padre, en Su muerte por nosotros
debido a nuestros pecados; y después de sepultado, resucitar corporalmente en incorrupción, y
ascender de nuevo a Su gloria, para glorificar en Él a la humanidad, haciéndola nueva y
heredera del Reino; para comunicar lo cual envió Su Espíritu Santo para convencer al mundo de
pecado, justicia y juicio,2 de modo que le reciban los llamados a salir del mundo, los que le
aman. El Espíritu Santo nos participa lo del Padre y Cristo, de modo que lo podamos asimilar y
llenarnos y revestirnos de Él en identificación completa, con miras a la redención total que será
---2Referencia a Juan 16:8--- manifestada al fin de los tiempos.

Hecha, pues, esta obra para Dios y los hombres en Jesucristo, Dios y Hombre, entonces se
anuncia el Evangelio, se proclama y se enseña como ministerio espiritual. Es así que la doctrina
se asienta en la obra de la Persona Teo-antrópica de Jesucristo.

V
LA DOCTRINA

Al considerar la Doctrina de Jesucristo, no debemos divorciarla de la realidad del Espíritu y Su
Persona, sino que se tratará de Jesucristo mismo obrando espiritualmente a través de Su
doctrina. No se tratará, pues, de mera ética o moral, sino de la comunicación hablada y actuada
del Espíritu de Cristo, y por el Espíritu, de la obra del Cristo que se nos da por vida para
reunirnos en Dios. Trátase del mismo Cristo repartido entre nosotros para nutrimos de Sí, lo cual
hoy lleva a efecto mediante Su ministerio espiritual que se prolonga en Su Cuerpo místico que
es la Iglesia, suma de todos los hijos de Dios. La ministración de Su Espíritu mediante el ejemplo
y sus palabras que son espíritu y vida, vivificará a los que percibiendo y oyendo, crean; y
creyendo reciban; entonces recibiendo, obedezcan; y obedeciendo, cumplan en sí mismos, por
la gracia de Cristo, la voluntad del Padre, que es para con nosotros redención total,
configuración a la imagen de Su Hijo Jesucristo, glorificados en Él, y con Él coherederos del
Reino eterno.
El Espíritu de vida utiliza, pues, el ejemplo de Jesús y sus apóstoles, y utiliza sus palabras. Tal
ejemplo y tales palabras, la suma de ellos y su explicación y la de los hechos de Cristo y sus
apóstoles bajo el Espíritu Santo, constituyen la doctrina. El Espíritu, el ejemplo y las palabras de
Cristo, se perpetúan en Su Cuerpo místico, además de haber quedado patentemente
registrados en las Sagradas Escrituras. El Espíritu de Cristo comenzó a manifestarse desde el
Antiguo Testamento, pero llegó a su dispensación perfecta con el Nuevo Pacto, que es ya
anticipo de la definitiva herencia. Tenemos, pues, entonces el Nuevo Testamento, el ejemplo y
las palabras, la esencia del Evangelio, la doctrina de salvación, de lo cual toma la Iglesia cual
depositaria y reparte. Debe la Iglesia repartir perpetuando mediante el Espíritu, el ejemplo y las
palabras de Cristo, aplicándolo a las necesidades de los hombres.
Al repartir, la Iglesia debe también tener discernimiento en el espíritu para edificar eficazmente
atendiendo a las prioridades, y comenzando, también en la enseñanza de la doctrina de Cristo,
por los fundamentos y rudimentos básicos de ella, sin los cuales nada se puede construir. Jesús
comenzó Su enseñanza pública con el anuncio de: "Arrepentíos, porque el reino de los cielos se
ha acercado"; "el tiempo se ha cumplido, y el reino de Dios se ha acercado; arrepentíos, y creed
en el evangelio" (Mt. 4:17; Mr. 1:15). Esto mismo fue lo que ordenó a sus apóstoles predicar:
"46Así está escrito, y así fue necesario que el Cristo padeciese, y resucitase de los muertos al
tercer día; 47y que se predicase en su nombre el arrepentimiento y el perdón de pecados en
todas las naciones, comenzando desde Jerusalem" (Lc. 24:46-47). Debían ser, pues, testigos de
Su Persona y obra, y portadores de Su Espíritu, reproductores en Él de Su ejemplo, y
predicadores de Su doctrina.
Pablo comenzó también con aquello de la muerte y resurrección de Cristo (1 Co. 15:3,4). En la
carta neo-testamentaria a los Hebreos se nos enumera aquello que constituía los rudimentos de
la doctrina de Cristo; sí, los primeros rudimentos de las palabras de Dios, el fundamento, lo cual
es: arrepentimiento de obras muertas, fe en Dios, doctrina de bautismos, imposición de manos,
resurrección de muertos y juicio eterno, a lo cual volveremos Dios mediante más detenidamente,
no sin antes reconsiderar los puntos sobresalientes de la gesta de Cristo, como quedan
señalados típicamente en las fiestas solemnes de Israel, sombra de Cristo.

II: LAS FIESTAS SOLEMNES

PARTE II

"16... días de fiesta..., 17todo lo cual es sombra
de lo que ha de venir,
pero el cuerpo es de Cristo"

Colosenses 2:16b,17.

VI

LAS FIESTAS SOLEMNES

Una fiesta se realiza con un motivo especial; un día de fiesta no es un día común; es un día
especial en el cual se quiere hacer sobresalir algo. Los hechos importantes y trascendentes de
la historia de los pueblos y de la vida de las personas son recordados por un día especial de
fiesta, en el cual se señala la importancia de aquello que es motivo de la fiesta. Dios, que nos
hizo y nos conoce, también obró así con los hombres, y en especial con Su pueblo Israel, al cual
señaló como primicia, y para que nos sirva de sombra, figura y tipo. Yahweh Elohim señaló a
Israel ciertas fiestas solemnes, con lo cual quería resaltar siete aspectos fundamentales de la
gesta de Cristo.

Por el Espíritu Santo sabemos mediante el apóstol Pablo, en su carta a los colosenses (2:16),
que las fiestas solemnes de Israel, junto con otras cosas, eran sombra de Cristo. Sí, las fiestas
solemnes de Israel fueron sombra de Cristo, y fueron siete diferentes para señalar la importancia
de siete aspectos fundamentales de Su obra. (Roland Buck testifica que el ángel Gabriel le
apareció y le hizo notorias estas cosas).3
Aquellas fiestas importantes fueron: la Pascua, los Azimos, las Primicias, Pentecostés, las
Trompetas, la Expiación, y los Tabernáculos (ó cabañas), en lo cual vemos a: Cristo crucificado,
Cristo repartido y asimilado, Cristo resucitado, Cristo enviando al Espíritu Santo, Cristo
anunciado, Cristo intercediendo, y Cristo regresando. Examinemos cada aspecto.
---3El testimonio de Roland Buck puede leerse en el Libro: "Angeles en Misiones Especiales". Ed. Fe y Espíritu---.

VII

PASCUA: CRISTO CRUCIFICADO

Pascua, Azimos y Primicias eran tres fiestas que estaban juntas en una, así como la muerte de
Cristo por nosotros y Su resurrección para nosotros y la gloria del Padre, constituyen el centro
del evangelio y de la historia humana. Por esa razón, en las prioridades del evangelio, escribía
Pablo a los corintios:
"1Además os declaro, hermanos, el evangelio que os he predicado, el cual también
recibisteis, en el cual también perseveráis; 2por el cual asimismo, si retenéis la palabra que
os he predicado, sois salvos si no creísteis en vano. 3Porque primeramente os he enseñado
lo que asimismo recibí: Que Cristo murió por nuestros pecados, conforme a las Escrituras; 4y
que fue sepultado, y que resucitó al tercer día, conforme a las Escrituras; 5y que apareció a
Cefas, y después a los doce. 6Después apareció a más de quinientos hermanos a la vez, de
los cuales muchos viven aún, y otros ya duermen. 7Después apareció a Jacobo; después a
todos los apóstoles; 8y al último de todos, como a un abortivo, me apareció a mí" (1 Co.
15:1-8).
En esto vemos, pues, la importante declaración apostólica de lo que constituye primeramente
el Evangelio, reteniendo el cual podemos ser salvos.
La muerte y la resurrección de Cristo constituyen, pues, el núcleo del evangelio y el centro de
la historia. La fiesta de la pascua tiene el propósito precisamente de resaltar ese primer aspecto
de la obra de Cristo: Su muerte, por cuya sangre aseguramos el perdón de los pecados, interés
de Dios para que podamos acercanos sin impedimento a Él. La sangre del Cordero en el póstigo
de la casa del pueblo del Señor, era señal para Dios quien hacía que el juicio no cayera sobre la
familia, de manera que estuvieran preparados para la liberación de la esclavitud, rumbo al
reposo provisto por Dios. El apóstol Pablo sostiene que "nuestra Pascua, que es Cristo, ya fue
sacrificada por nosotros" (1 Co. 5:7). De manera que aquella solemne fiesta israelita que
recordaba la liberación de Egipto bajo la sangre del cordero, era una sombra que señalaba a la
realidad del Cordero perfecto, la verdadera pascua, el Cristo sacrificado por nosotros.
Así que la primera prioridad en el evangelio, en la obra del Señor, es valorar el significado y el
¡gran precio de la sangre de Cristo! Sangre preciosa del Verbo encarnado que habla por sí
misma de la muerte del Cordero inocente de Dios como nuestro sustituto por nuestros pecados.
He allí lo primero que debemos comprender, valorar, señalar y anunciar. Sin la sangre de Cristo
no hay salvación para el hombre ni reconciliación con Dios. Sin aquella preciosa sangre todo
está perdido; ella es el precio necesario de salvación. Por esa causa, el Señor Jesucristo
estableció el memorial de Su muerte por nosotros en el partimiento del pan y la bendición de la
copa del Nuevo Pacto: "Cuantas veces hiciereis esto, la muerte del Señor anunciáis hata que él
venga'' (1 Co. 11:26).
Él estaba interesado en que nunca desapareciera de nuestra memoria el hecho de Su muerte
por nosotros. Sólo por medio de ella participamos con Dios. Nuestra vida depende de participar
con Él, de apropiarnos el beneficio de Su sacrificio que nos libra del juicio y del pecado, del
mundo y de la carne, del diablo, principados y potestades, de la misma muerte, es decir, de la
muerte segunda o definitiva.

El pan que partimos es la comunión del cuerpo de Cristo, y la copa de bendición que
bendecimos es la comunión de Su sangre (1 Co. 10:16). Comiendo Su carne y bebiendo Su
sangre, palabras que en Él son Espíritu y vida, tenemos vida eterna y nos preparamos para la
resurrección del día postrero (Jn. 6:48-63).
Consideremos, pues, a Su Persona y a Su obra comenzando por el valor de Su sangre.

VIII
ÁZIMOS: CRISTO COMULGADO

Íntimamente relacionada con la fiesta de la pascua, estaba la fiesta de los ázimos, o sea, de
los panes sin levadura. Una vez sacrificado el cordero pascual, entonces durante siete días se
celebraba la fiesta de los ázimos, comiendo panes sin levadura. Relacionado a esto escribía
Pablo a los corintios:
7Limpiaos, pues, de la vieja levadura, para que seáis nueva masa, sin levadura como
sois; porque nuestra pascua, que es Cristo, ya fue sacrificada por nosotros. 8Así que
celebremos la fiesta, no con la vieja levadura, ni con la levadura de malicia y de maldad, sino
con panes sin levadura, de sinceridad y de verdad" (1 Co. 5:7-8).
Cristo dijo también a sus discípulos que se guardasen de la levadura farisaica de la hipocresía
(Mt, 16:6-12). Fue aquel tipo de pan sin levadura el que tomó el Señor la noche de la última
cena, y habiendo dado gracias, lo partió y dijo: "Tomad y comed todos de él; esto es mi cuerpo
que por vosotros es partido". Cristo, al señalarse a Sí mismo con este pan ázimo, sin levadura,
se nos repartió para que le asimilemos y vivamos por Él, alimentándonos del pan o maná
celestial que es Él mismo, quien asimilado nos nutre de Sí mismo para la resurrección espiritual
y corporal.
El propósito de Su sacrificio pascual es señalado a continuación en los ázimos, y es: La
Comunión.
"21Para que todos sean uno; como tú, oh Padre, en mí, y yo en ti, que también ellos sean
uno en nosotros; para que el mundo crea que tú me enviaste. 22La gloria que me diste, yo les
he dado, para que sean uno, así como nosotros somos uno. 23Yo en ellos, y tú en mí, para
que sean perfectos en unidad, para que el mundo conozca que tú me enviaste, y que los has
amado a ellos como también a mí me has amado" (Jn. 17:21-23).
Así que lo que sigue al sacrificio de Cristo es la reconciliación, la comunión restaurada. Dios
quiere nuestra comunión con Él y entre nosotros; es por eso que toda la Ley se resume en estas
palabras: Amarás al Señor tu Dios sobre todas las cosas, y con todo nuestro ser; y al prójimo
como a ti mismo.4 La vieja masa leudada de nuestra humanidad caída y estigmatizada con
maldad, malicia e hipocresía, debe ser desechada a la par que participamos con Cristo de la
---4Cfr. Mateo 22:37-39--- cruz, crucificados con Él al viejo hombre, y reconciliados mediante la crucifixión de las
enemistades en Su cruz, a la cual somos incorporados en el poder de Cristo de manera a
posibilitar por ella nuestra liberación del pecado. La Pascua señala, pues, la sangre que nos
limpia de los pecados o transgresiones, y los Azimos señalan a la cruz que, compartida, nos libra
del pecado, es decir, del poder de la naturaleza caída y cautiva. Dios no sólo perdona, sino que
también justifica y libera. Dios nos libera del poder del pecado por medio del poder de la cruz de
Cristo, la cual compartimos haciéndonos también participantes de sus padecimientos, pues
como dice Pedro apóstol: "Quien ha padecido en la carne, terminó con el pecado" (1 Pe. 4:1b).
La Victoria de Cristo al condenar el pecado en la carne nos es impartida a nosotros por la fe,
en nuestra identificación con Él en Su muerte y resurrección, lo cual señalamos con el bautismo.
Y como escribía Pablo: "9Ser hallado en él, no teniendo mi propia justicia, que es por la ley, sino
la que es por la fe de Cristo, la justicia que es de Dios por la fe; 10a fin de conocerle, y el poder de
su resurrección, y la participación de sus padecimientos, llegando a ser semejante a él en su
muerte, 11si en alguna manera llegase a la resurrección de entre los muertos" (Fil. 3:9-11). Y en
Romanos 6:5: "Porque si fuimos plantados con él en la semejanza de su muerte, así también lo
seremos en la de su resurrección”.
La realidad de la comunión con Dios y entre los redimidos se hace posible una vez que
perdonados y limpiados con la sangre de Cristo, nos hacemos partícipes incorporados de Su
cruz, en la cual hallamos además de perdón, también liberación. Esta comunión, este amor, esta
unidad, son, pues, ahora gracias a la cruz, la prioridad, el propósito de la obra redentora para
manifestar a Cristo. Dios quiere nuestra comunión para lo cual nos reconcilió repartiendo a
Cristo entre nosotros, para que una vez asimilado, en perfecta comunión, seamos uno, para lo
cual es también ingrediente importantísimo la resurrección.

IX
PRIMICIAS: CRISTO RESUCITADO

La fiesta de las primicias seguía íntimamente ligada a la de los ázimos, que seguía a la
pascua. Las Primicias representan a Cristo Resucitado: "20Mas ahora Cristo ha resucitado de los
muertos; primicias de los que durmieron es hecho... 23Pero uno en su debido orden: Cristo, las
primicias" (1 Co. 15:20,23b). ¡He allí, pues, lo relacionadamente prioritario! ¡Cristo ha resucitado
corporalmente de los muertos y está vivo! ¡Y porque Él vive, nosotros también vivimos! "Porque
yo vivo, vosotros también viviréis" (Jn. 14:19b). Pascua: por Cristo perdonados; Ázimos: Por
Cristo reconciliados y liberados; Primicias; por Cristo resucitados y regenerados. Vemos, pues,
que estas tres fiestas iban juntas como en una gran fiesta, pues señalaban esos íntimamente
relacionados aspectos de la obra redentora de Cristo: perdón, reconciliación y regeneración;
liberación, justificación y santificación. Dios no quiere tan sólo perdonarnos; quiere también
liberarnos, regenerarnos y entonces también resucitarnos plenamente, para lo cual resucitó
corporalmente a Jesucristo, para que al participar nosotros de Él, seamos con Él glorificados.
Dios apunta, pues, a nuestra resurrección y gloria junto a Él en Su Reino. Por todo lo cual era
necesario también que el Hijo del Hombre, aquel en quien se resume nuestra humanidad, fuese
resucitado plenamente, es decir, no tan sólo en espíritu, sino incluido también el cuerpo. Tal
resurrección, el milagro sumo dentro de la historia y el tiempo, de Jesús de Nazareth, el Cristo,
es la respuesta exacta al problema del hombre: la muerte.
He allí el problema del hombre: ¡la muerte! Su caída es desintegración mortal; depravación,
degeneración, degradación, enfermedad, locura, caos, descomposición, dolor, corrupción, y
¡muerte! Separación eterna de la fuente de la vida eterna, que es Dios. Es la muerte en todas
sus etapas la maldición que encontramos por doquier, y que hace vanas todas las ansias
humanas. Pecar es separarse de Dios; y separarse de Dios es morir. El relato del Génesis nos
describe la caída del hombre: "17Mas del árbol del conocimiento del bien y del mal no comerás;
porque el día que de él comieres, ciertamente morirás../.... 17Por cuanto obedeciste a la voz de tu
mujer, y comiste del árbol de que te mandé diciendo: No comerás de él; maldita será la tierra por
tu causa; con dolor comerás de ella todos los días de tu vida. 18Espinos y cardos te producirá; y
comerás plantas del campo. 19Con el sudor de tu rostro comerás el pan hasta que vuelvas a la
tierra, porque de ella fuiste tomado; pues polvo eres, y al polvo volverás" (Gé. 2:17; 3:17-l9). He
aquí hoy en nosotros y a nuestro alrededor el verdadero cumplimiento de esta sentencia
verdadera dada al hombre, que locamente pretendió independizarse de Dios: ¡la muerte!
Pero no se nos dejó sin esperanza; he aquí que la Simiente de la mujer aplastará la cabeza de
la serpiente (Gé. 3:15); "He aquí que la virgen concebirá, y dará a luz un hijo, y se llamará su
nombre Emanuel" (Is. 7:14). Dios con nosotros, tomando humanidad de la mujer, la virgen
María, aplastó la cabeza de la serpiente antigua, al instigador y emperador de la muerte. Por no
pecar, Jesús no se separó del Padre, y tras su muerte por nosotros, Dios lo resucitó testificando
de Su filiación y santidad; entonces nos lo dio por vida, resurrección y gloria. La resurrección fue,
pues, la muerte de la muerte. En vivir por Su resurrección, en la ley del Espíritu de vida en Cristo
Jesús, consiste la libertad, la dignidad y la restauración; lo cual operando desde lo íntimo de
nuestro espíritu ahora regenerado cual hijos de Dios, convierte nuestra alma y domina nuestro
cuerpo, sujetándonos a la voluntad del Padre, en maravillosa alianza que nos da al Espíritu
Santo cual primicias y anticipo, desde aquí en la tierra, creciendo en nosotros y fortaleciéndonos
hasta la estatura que ocupará en el Reino venidero.
La resurrección de Jesucristo es, pues, ¡fundamento esencialísimo! Sin precursor no hay precursados. ¡Nos consta, pues, que Él resucitó! primero, por el testimonio cierto y válido del
Espíritu Santo y de los testigos; y también, por el efecto de Su operación actual en nuestras
vidas. Testigos de primera magnitud, tales son sus apóstoles como: Pedro, Juan, Santiago,
Mateo, Judas Tadeo Lebeo, que comieron con Él después que resucitó de los muertos, de
quienes cuyas palabras y escritos nos ha conservado la Providencia Divina; además, Pablo,
también Silvano, Lucas, Marcos, y toda la pléyade de los que recibieron el testimonio directo de
los mismos testigos oculares y escribieron, con lo cual se robusteció la tradición ininterrumpida
hasta nuestros días. Los doce apóstoles y más de quinientos hermanos testificaron haberle visto
vivo después de padecer; también Pablo, y no faltan testigos posteriores.
Testigos de Su operación actual son todos los cristianos verdaderamente regenerados, que
por virtud de Él han sido liberados de una vida de pecado, y viven hoy en verdadera santidad.
Enfatizamos, pues, la perfecta y completa resurrección de Jesucristo.
Se nos hace necesario en nuestros días estar avisados contra ciertas personas que niegan la
resurrección corporal del Señor; incluso religiosos. Por ejemplo, los russelistas para justificar
una supuesta venida invisible de Cristo en 1914, "celestializada", niegan su resurrección
corporal. Por esta causa nos detenemos en señalar como de capital importancia el
reconocimiento de Su resurrección corporal. Pablo escribía a los romanos: "Si confesares con tu
boca que Jesús es el Señor, y creyeres en tu corazón que Dios le levantó de los muertos, serás
salvo" (Rm. 10:9). Se enfatiza la Persona y la obra. La salvación está implicada profundamente
en lo relativo a la resurrección del Señor Jesús, pues, como dice Pablo, si Cristo no resucitó,
somos los más dignos de conmiseración de todos los hombres (1 Co. 15:12-20). Mas, Su
resurrección es la que da sentido escatológico a toda nuestra vida.
En cuanto a que fue corporal Su resurrección, nos lo atestigua también Juan al referirse a su
cuerpo en el siguiente pasaje: "20Dijeron luego los judíos: En cuarenta y seis años fue edificado
este templo, ¿y tú en tres días lo levantarás? 21Mas él hablaba del templo de su cuerpo. 22Por
tanto, cuando resucitó de entre los muertos, sus discípulos se acordaron que había dicho esto; y
creyeron la Escritura y la palabra que Jesús había dicho" (Jn. 2:20-22). Y efectivamente,
también Pedro, testificando de la resurrección, cita la Escritura: "26Y aún mi carne descansará en
esperanza; 27porque no dejarás mi alma en el Hades, ni permitirás que tu Santo vea corrupción"
(Salmo 16:9,10; Hch. 2:26,27). Y Pedro, en casa de Cornelio, con las llaves del Reino les abría
también a los gentiles las puertas testificando: "40A éste (a Jesús) levantó Dios al tercer día, e
hizo que se manifestase; 41no a todo el pueblo, sino a los testigos que Dios había ordenado de
antemano, a nosotros que comimos y bebimos con él después que resucitó de los muertos"
(Hch. 10:40,41). Es por la corporalidad de Su resurrección que también Lucas en tal contexto
registra con todo detalle:
"36Mientras ellos aún hablaban de estas cosas, Jesús se puso en medio de ellos, y les dijo:
Paz a vosotros. 37Entonces, espantados y atemorizados, pensaban que veían espíritu.
38Pero él les dijo: ¿Por qué estáis turbados, y vienen a vuestro corazón estos
pensamientos? 39Mirad mis manos y mis pies, que yo mismo soy; palpad, y ved; porque un
espíritu no tiene carne ni huesos como veis que yo tengo. 40Y diciendo esto, les mostró las
manos y los pies. 41Y como todavía ellos, de gozo, no lo creían, y estaban maravillados, les
dijo: ¿Tenéis aquí algo de comer? 42Entonces le dieron parte de un pez asado, y un panal
de miel. 43Y él lo tomó, y comió delante de ellos" (Lc. 24:36-43).
Juan narra además el incidente de Tomás, el cual fue expresamente invitado a meter su dedo
en la marca de los clavos, y la mano en el costado abierto por la lanza del centurión (Jn.
20:24-29) Por eso el apóstol Juan hablaba de “lo que hemos visto con nuestros ojos, lo que
hemos contemplado, y palparon nuestras manos" (1 Jn. 1:1). Así que Jesús levantó en tres días
su cuerpo, y su carne no vio corrupción, y resucitado así corporalmente comió y bebió, y fue
visto y palpado por testigos que dieron su vida por esta aseveración. Entonces ascendió y Él
mismo prometió volver. Y "si creemos que Jesús murió y resucitó, así también traerá Dios con
Jesús a los que durmieron en él” (1 Tes. 4:14).
¡Jesús está, pues, vivo! ¡Tratemos con Él!

X

PENTECOSTÉS: CRISTO GLORIFICADO

Juan 7:37-39 nos refiere: "37En el último y gran día de la fiesta, Jesús se puso de pie y alzó la
voz, diciendo: Si alguno tiene sed, venga a mí y beba. 38El que cree en mí, como dice la
Escritura, de su interior correrán ríos de agua viva. 39Esto dijo del Espíritu que habían de recibir
los que creyesen en él; pues aún no había venido el Espíritu Santo, porque Jesús no había sido
aún glorificado”.
De manera que era necesario que el Señor Jesús fuese glorificado para que el Espíritu Santo
pudiese ser derramado sobre toda carne. Y efectivamente, como dijo el apóstol Pedro: "32A este
Jesús resucitó Dios, de lo cual todos nosotros somos testigos. 33Así que, exaltado por la diestra
de Dios, y habiendo recibido del Padre la promesa del Espíritu Santo, ha derramado esto que
vosotros veis y oís" (Hch. 2:32-33), y en seguida les extiende a los presentes, a sus hijos, a
todos los que están lejos y a cuantos el Señor nuestro Dios llamare, el importante anuncio de la
promesa divina: el don del Espíritu Santo, para que todo aquel que creyendo en el Señor
Jesucristo como el Hijo de Dios, Señor y Cristo, le reciba arrepintiéndose y bautizándose (Hch.
2:38,39). Es por eso que el Señor Jesús dijo:
"7Os conviene que yo me vaya; porque si no me fuere, el Consolador no vendría a
vosotros; mas si me fuere, os lo enviaré. 8Y cuando él venga, convencerá al mundo de
pecado, de justicia y de juicio. 9De pecado, por cuanto no creen en mí; 10de justicia, por
cuanto voy al Padre, y no me veréis más; 11y de juicio, por cuanto el príncipe de este mundo
ha sido ya juzgado. 12Aún tengo muchas cosas que deciros, pero ahora no las podéis
sobrellevar. 13Pero cuando venga el Espíritu de verdad, él os guiará a toda la verdad; porque
no hablará por su propia cuenta, sino que hablará todo lo que oyere, y os hará saber las
cosas que habrán de venir. 14Él me glorificará; porque tomará de lo mío, y os lo hará saber.

15Todo lo que tiene el Padre es mío; por eso dije que tomará de lo mío, y os lo hará saber"
(Jn. 16:7b-15).
Así que es de fundamental importancia, ya que Jesús fue glorificado, beber de Su Espíritu
Santo derramado, pues aun cosas que Jesús no habló claramente a los discípulos mientras
estuvo en la tierra, prometió comunicarnos a través de Su Santo Espíritu; y lo hizo en la
revelación dada por medio de sus apóstoles, según consta y se conforma en el Nuevo
Testamento; pacto cuya vida íntima nos es comunicada en la virtud del Espíritu que nos es dado
para conocer lo profundo de Dios y lo que nos ha concedido (1 Co. 2:7-16).
Jesús se iba, pero eso nos convenía, pues así, tras su glorificación, vendría el Espíritu Santo a
tomar Su lugar dentro de cada uno de sus hijos. Dios está, pues, muy interesado en que seamos
y permanezcamos llenos de Su Santo Espíritu, pues es solamente por Su operación que
llegamos a entender y a ser partícipes de la obra de Dios por Cristo. El don del Espíritu Santo es
algo más que perdón y liberación; es vida y unción. La fiesta de Pentecostés, en cuyo día
descendió como un viento recio el Espíritu de Dios para capacitar a la Iglesia, nos señala este
sobresaliente aspecto de la obra de Cristo: Derramar, por Él, del Padre, al Espíritu Santo,
disponible para toda carne; es decir, dado a cualquier ser humano que lo solicite y por la fe lo
reciba obedeciendo, de modo que confiadamente pueda contar con Él, en todo lo que requiere el
camino de la buena voluntad de Dios, agradable y perfecta.
Dios quiere, pues, que sepamos, y nos lo señala con Pentecostés, que Su Hijo ha sido
glorificado, hecho Señor y Cristo, por lo cual ya no hace falta nada para que Su Espíritu opere en
nosotros Su redención; es decir, que ahora la plenitud de Su victoria puede ya sernos
participada. El Hijo, que vino en el nombre del Padre, ya murió por nosotros, y después de ser
sepultado resucitó corporalmente al tercer día en incorrupción; entonces ascendió para ser
glorificado, y por Su intermediación, obtener para nosotros la in-habitación de Dios, cuya vida
nos restaura y nos devuelve a Su imagen y semejanza profanada con la caída. También el
Espíritu que levantó a Jesús de los muertos, vivificará nuestros cuerpos mortales (Ro. 8:11)
fortaleciéndonos hoy, y resucitándonos cual a Jesús, en el día postrero, corporalmente también.
El Espíritu Santo está, pues, hoy con nosotros en el nombre de Cristo, tomando Su lugar, y es
fundamentalísima una estrecha relación con Él.
Por Su muerte en la cruz Cristo nos ha limpiado con Su sangre, perdonándonos, y nos ha
liberado al incorporarnos en Él a la crucifixión del viejo hombre; mediante Su resurrección ha
dado comienzo a una nueva creación, dentro de la cual somos regenerados; sí, justificados y
santificados en Él. Pero además ha enviado Su Santo Espíritu para ungirnos y capacitarnos, y
anticipar en nosotros los poderes del siglo venidero, de modo que le sirvamos hoy, cual Iglesia,
en la edificación de Su Cuerpo y promoción de Su Reino. ¡Qué importante es la labor del Espíritu
Santo! Al mundo convence de pecado, justicia y juicio, y lo guía al arrepentimiento; revela
además el Señorío de Cristo (1 Co. 12:3) y nos participa la obra de salvación; hace morar en
nosotros al Padre y al Hijo, y Él mismo nos unge para enseñamos todas las cosas y guiarnos a
toda verdad, recordarnos las enseñanzas de Cristo, hacer operar Su ley espiritual de vida que
nos libera del poder de la operación de la ley del pecado y de la muerte en nuestra carne y
naturaleza adámica, contraponiéndole en nuestro espíritu la victoria de Cristo; nos renueva
sujetando nuestros miembros a la disposición de la justicia; produce el fruto que es a la vez
amor, gozo, paz, benignidad, templanza, fe, mansedumbre, bondad, verdad, justicia; y nos
equipa además con dones espirituales; dirige también, en nombre de Cristo, la obra de Dios, y
nos sumerge en el cuerpo de Cristo que es uno; etc., etc. (Jn. 14:15-26; Ro. 8:1-17; 6:13; Tit.
3:5,6; Gá. 5:16-25;1 Co. 12:4-11; Ef. 5:9; Hch. 8:29;10:19; 13:2,4; 15:28; 20:22; 1 Ti. 4:1; 1 Pe.
1:10-12; 1 Jn. 2:20,27; Ap. 1:10; 1 Co. 12:13). Es, pues, de capital importancia recibir de Dios
por Cristo al Espíritu Santo.
El Espíritu Santo es Dios mismo; es el Espíritu de Dios que procede del Padre expirado a
manera de amor pleno y personal, ejecutor; es decir, es Dios que se entrega cual persona. El
Padre ama al Hijo, y el Hijo al Padre con este amor personal que es tal cual el Padre y el Hijo y
subsiste eternamente en la misma divina esencia. Por el Hijo, pues, nos es derramado del Padre
el Espíritu Santo para hacernos partícipes de la naturaleza divina; sí, mediante sus promesas,
entre las que es capital: el don del Espíritu Santo; y no hablo tan sólo de los dones del Espíritu,
sino del Espíritu mismo sin medida cual don (2 Pe. 1:4; Hch. 2:38,39). (Esto es para mucho más
que tan sólo hablar en otras lenguas o profetizar; es para que conozcamos que el Hijo está en el
Padre, y nosotros en el Hijo, y el Hijo en nosotros; y que el que tiene al Hijo tiene también al
Padre (Jn. 14:17-20). Tenemos, pues, por Cristo entrada por un mismo Espíritu al Padre,
llegando nosotros a conformar Su casa, el templo de Su plenitud, y Su familia (Ef. 2:18-22); y por
la asimilación de Cristo: hueso de sus huesos y carne de su carne (Ef. 5:30,32).
Y de la misma manera como el perdón y la liberación la recibimos por fe revelada, también por
esa fe se recibe al Espíritu Santo. "Esto dijo del Espíritu que habrían de recibir los que creyesen
en él" (Jn. 7:39); "Para que por la fe recibiésemos la promesa del Espíritu Santo" (Gá. 3:14).
Para Dios es importante, pues, y para nosotros, que al recibir a Cristo, confiemos además en
que podemos contar con Su Espíritu Santo también; y debemos recibirlo igualmente bebiendo
de Él por fe; los apóstoles solían imponer las manos después de orar por la recepción del
Espíritu por los nuevos convertidos. Él prometió bautizarnos con Espíritu Santo y fuego (Hch.
1:5; 11:16). Hay, pues, para la Iglesia, además de Pascua, también Pentecostés, pues Jesús ya
fue glorificado.

XI
TROMPETAS: CRISTO ANUNCIADO

Pero, ¿qué efecto experimentaríamos de la obra de Cristo si no la conocemos? ¿cómo
aprovecharla si no tenemos noticia de ella? ¿cómo confiar en Su obra y creer sus promesas, si
no hemos alcanzado la oportunidad de conocer y participar (que es el verdadero conocer) del
Evangelio de Jesucristo? Es por ello que también aspecto fundamental de Su obra es anunciar;
para esto el Padre envió al Hijo (Ef. 2:17), y Éste a la Iglesia una vez que esté ungida del
Espíritu. Así que, en la obra de Cristo, después de Su muerte, resurrección, ascensión y envío
del Espíritu Santo, sigue el imprescindible anuncio. Después de la fiesta de Pentecostés seguía
la fiesta de las Trompetas; y así también estableció Jesús: "Recibiréis poder, cuando haya
venido sobre vosotros el Espíritu Sunto, y me seréis testigos en Jerusalem, en toda Judea, en
Samaria, y hasta lo último de la tierra" (Hch. 1:8). Pentecostés, entonces Trompetas.
En el contexto bíblico, las trompetas sirven para anunciar, congregar, declarar juicio; y esto
precisamente es lo que hace el evangelio de Cristo: Le anuncia para congregar en Él a Su
pueblo, y para dejar sin excusa al mundo pecador (Jn. 15:22). Anunciar a Cristo es, pues,
importante, y es la razón de la comisión que recibió toda la Iglesia, según lo escribe el apóstol
Pedro: "Pueblo adquirido por Dios para que anunciéis las virtudes de aquel que os llamó de las
tinieblas a su luz admirable" (1 Pe. 2:9). Todo el pueblo de Dios debe anunciar el evangelio.
Veamos el ejemplo que de la iglesia primitiva nos quedó registrado en Hechos 11:19-21:
"19Ahora bien, los que habían sido esparcidos a causa de la persecución que hubo con motivo de
Esteban, pasaron hasta Fenicia, Chipre y Antioquía, no hablando a nadie la palabra, sino sólo a
los judíos. 20Pero había entre ellos unos varones de Chipre y de Cirene, los cuales cuando
entraron en Antioquia, hablaron también a los griegos, anunciando el evangelio del Señor
Jesús. 21Y la mano del Señor estaba con ellos, y gran número creyó y se convirtió al Señor".
Cada cual debe, pues, testificar a lo menos a los de su misma condición. Para la perfección de
tal ministerio de todos los santos, y no para anularlo ni monopolizarlo, fue que Cristo constituyó
apóstoles, profetas, evangelistas, pastores y maestros (Ef. 4:11,12), y esto hasta que todos
lleguemos a la unidad de la fe y del conocimiento del Hijo de Dios, a la estatura del varón
perfecto. Por esa razón, toda la iglesia local, al partir juntos el pan y bendecir juntos la copa,
anuncia la muerte del Señor hasta que Él venga (1 Co. 10:16,17; 11:26). Por eso también cada
uno tiene: o salmo, o doctrina, o revelación, o lengua, o interpretación (1 Co. 14:26), y cada uno
debe ministrar a los otros, como buen administrador, la gracia multiforme recibida según el don
de Dios (1 Pe. 4:10-11). Por esta razón también, había en Israel dos trompetas: una relacionada
al ministerio especial de los Ancianos; y otra relacionada a todo el pueblo.
Pero de cualquier manera, si Cristo era anunciado, Pablo se alegraba, como escribe a los
Filipenses: "15Algunos, a la verdad, predican a Cristo por envidia y contienda; pero otros de
buena voluntad. 16Los unos anuncian a Cristo por contención, no sinceramente, pensando
añadir aflicción a mis prisiones; 17pero los otros por amor, sabiendo que estoy puesto para la
defensa del evangelio. 18¿Qué pues? Que no obstante, de todas maneras, o por pretexto o por
verdad, Cristo es anunciado; y en esto me gozo, y me gozaré aún" (Fil.1:15-18).
He aquí, pues, el indiscutible y gran misterio de la piedad: "Fue manifestado en carne,
justificado en el Espíritu, visto de los ángeles, predicado a los gentiles, creído en el mundo,
recibido arriba en gloria" (1 Ti. 3:16b).
Que las trompetas den, pues, sonido certero (1 Co. 14:8) para que al anunciarse a Cristo, la
participación de la fe sea eficaz, en el conocimiento espiritual de todo el bien que está en
nosotros por Cristo Jesús (Flm. 1:6).

XII


EXPIACIÓN: CRISTO ABOGADO

Así como la pascua nos recuerda el sacrificio de Cristo hecho una vez para siempre por el cual
fuimos liberados del Egipto espiritual, es decir, salvados, así también esta fiesta de la expiación
nos presenta la aplicación permanente del precio pagado por Aquel que continuamente
intercede por nosotros. Cada año Israel debía colocarse bajo la protección de la expiación; lo
cual nos señala la necesidad de vivir cubiertos por la sangre del Cordero, para lo cual podemos
acudir a Dios mediante el único mediador entre Dios y los hombres: Jesucristo hombre. Este
aspecto de Cristo, cual abogado, mediador e intercesor, cual sacerdote perenne según el orden
de Melquisedec, es de fundamental importancia, pues, aunque ya hayamos sido salvos,
liberados y regenerados, y aunque ya hayamos recibido Su Espíritu Santo, e incluso estemos
sirviéndole al Señor, aún queda la posibilidad de fallar, de cometer un error involuntario, de
descuidarnos y desfallecer, es decir, caer; ante lo cual precisamos no quedarnos postrados y sin
esperanza, sino que habiéndonos arrepentido, acudamos a Dios por medio de nuestro
abogado intercesor, para recuperar nuestra comunión perdida. Por eso nos dice la carta a los
Hebreos: "1Ahora bien, el punto principal de lo que venimos diciendo es que tenemos tal sumo
sacerdote, el cual se sentó a la diestra del trono de la Majestad en los cielos, 2ministro del
Santuario, y de aquel verdadero tabernáculo que levantó el Señor, y no el hombre" (8:1,2). Y en
Hebreos 4:14-16 nos dice: “14Por tanto, teniendo un gran sumo sacerdote que traspasó los
cielos, Jesús el Hijo de Dios, retengamos nuestra profesión. 15Porque no tenemos un sumo
sacerdote que no pueda compadecerse de nuestras debilidades, sino uno que fue tentado en
todo según nuestra semejanza, pero sin pecado. 16Acerquémonos, pues, confiadamente al trono
de la gracia, para alcanzar misericordia y hallar gracia para el oportuno socorro”.
El apóstol Juan explica (1 Jn. 2:1,2): "1Hijitos míos, estas cosas os escribo para que no
pequéis; y si alguno hubiere pecado, abogado tenemos para con el Padre, a Jesucristo el justo.
2Y él es la propiciación por nuestros pecados; y no solamente por los nuestros, sino también por
los de todo el mundo".
El Verbo, pues, que en el principio estaba con Dios, y era Dios, se hizo carne, hombre
semejante a nosotros (Jn. l:1,2; Fil. 2:5-8), y fue tentado en todo conforme a nuestra semejanza
saliendo victorioso y aprendiendo la obediencia por el sufrimiento (He. 4:15; 5:8); como Verbo
hecho Hombre y cual hombre murió y resucitó y se sentó a la diestra de la Majestad como
mediador y abogado cual Hombre, además de Señor; sí, Jesucristo Hombre, hecho Sumo
Sacerdote para siempre según el orden de Melquisedec en el poder de una vida indestructible,
de modo que compadeciéndose de nuestras debilidades, habiendo sido Él también tentado,
puede interceder perpetuamente a nuestro favor; es por eso que Juan en su carta primera nos
escribe que "la sangre de Jesucristo su Hijo nos limpia de todo pecado" (2:7); es decir, que
mientras permanezcamos en la fe de Jesucristo y con la decisión de hacer la voluntad del Padre,
Dios nos mantiene cubiertos continuamente bajo la sangre del Cordero, viéndonos a través de
Su Hijo Jesucristo.
Ahora bien, ¿hasta cuándo durará esto así? es importante conocerlo, pues falsos profetas se
han levantado proclamando el fin de la gracia; pero, mientras la ofrenda esté en el santuario y la
sangre en el propiciatorio, el trono es de gracia y no de juicio. Esto en el caso de no afrentar al
Espíritu de Gracia. Y puesto que Jesús es esa ofrenda, en el Santísimo como nuestro
representante y precursor, y en nosotros por la vida de Su Espíritu, entonces, mientras Él esté
en el Santuario a la diestra del Padre, cual Hombre, la puerta de la gracia permanece abierta; y
Él está sentado allí hasta que todos sus enemigos, incluido el último, la muerte, sean puestos
bajo las plantas de sus pies. (ver Salmo 110:1; Mr. 16:19; Hch. 3:21). Dice Romanos 8:34:
"¿Quién es el que condenará? Cristo es el que murió, más aun, el que también resucitó, el que
además está a la diestra de Dios, el que también intercede por nosotros". (Ver 1 Co. 15:25-28;
Col. 3:1-4;1 Ti. 2:5; He. 10:12,13). Por lo tanto, recién en la hora en que los suyos seamos
transformados y resucitados venciendo al último enemigo, es el momento en que conste haber
dejado la diestra del Padre para venir como Dios y hombre en gloria y majestad, para dar
retribución. Hasta esa hora, la puerta de la gracia está abierta debido a la presencia del Cordero
expiatorio en el Santísimo. El es Sumo Sacerdote para siempre. (He. 7:21). Aún durante la Gran
Tribulación muchos lavarán sus vestiduras espirituales en la sangre del Cordero (Ap. 7:14).

XIII

TABERNÁCULOS: CRISTO ESPERADO

La fiesta de las cabañas o de los tabernáculos era la última del año, llena de regocijo, y se
llevaba a cabo después de la cosecha. Los israelitas dejaban sus casas habituales y moraban
en tabernáculos, señalando con eso su carácter de peregrinos. Fue en el último día de la fiesta
de los tabernáculos en que Jesús se puso de pie e invitó a Sí al pueblo. Con esta fiesta, la
séptima, se completa el círculo, y cual sombra de Cristo, nos lo señala a Éste regresando. La
segunda venida de Cristo es la que da sentido escatológico a todo el caminar cristiano. La
segunda venida de Cristo es la meta de nuestro peregrinar, pues allí nos encontraremos
definitivamente con Él para estar siempre a Su lado. Es, pues, tiempo de la cosecha y de gran
regocijo, cuando dejando nuestra morada terrestre, seremos transformados y trasladados.
También, si nuestra morada terrestre se deshiciere antes de aquel día, tenemos un tabernáculo
no hecho de manos, eterno en los cielos (2 Co. 5:1).
La fiesta de los tabernáculos apunta hacia el establecimiento definitivo del Reino; por eso
profetizó Zacarías: "Y todos los que sobrevivieren de las naciones que vinieren contra
Jerusalem, subirán de año en año para adorar al Rey, a Jehová de los ejércitos, y a celebrar la
fiesta de los tabernáculos" (14:16). El perder su vida en este mundo los cristianos, tiene el
sentido en el regreso de Cristo. Él prometió volver, y con esto da la razón de la conducta
cristiana. Su regreso es además el mayor estímulo. Así que la verdad acerca de la segunda
venida de nuestro Señor Jesucristo es de fundamental importancia. Debemos, pues, atesorar tal
esperanza y animarnos con la certeza de Su regreso próximo. Él lo prometió así:
"2Voy, pues, a preparar lugar para vosotros. 3Y si me fuere y os preparare lugar, vendré
otra vez, y os tomaré a mí mismo, para que donde yo estoy, vosotros también estéis" (Jn.
14:2b,3).
Aunque Él ya ha vuelto en Espíritu desde Pentecostés para unirnos con Él en lugares
celestiales, también regresará corporalmente en gloria y majestad.
Debemos asimismo comprender que es el mismísimo Verbo hecho carne cual Jesús de
Nazareth, el que regresará en gloria y majestad, con ese mismo cuerpo, ahora incorruptible y
glorificado, con el que fue crucificado y resucitado corporalmente, palpado así por sus
discípulos, y ascendido a la gloria. Cuando Él ascendió corporalmente a la vista de sus
discípulos, dos ángeles dijeron a éstos: "Varones galileos, ¿por qué estáis mirando al cielo?
Este mismo Jesús, que ha sido tomado de vosotros al cielo, así vendrá como le habéis visto ir al
cielo" (Hch. 1:11). En Su venida todo ojo le verá (Ap. 1:7), pues viene con poder y gloria en las
nubes (Mt. 24:30) para dar retribución (2 Tes. 1:7,8) y establecer definitivamente el Reino de los
cielos. Esto debería bastarnos para no dejarnos engañar por la multitud de falsos cristos, que en
cumplimiento a las profecías de Jesús acerca de falsos profetas y falsos mesías, han aparecido
últimamente alrededor del mundo engañando a muchos (Mt. 24:4,5,11,23-27; Marcos
13:5,6,21-23; Lucas 17:22-26; 21:8).
En Su venida en las nubes, nosotros los suyos que le esperamos, le recibiremos
transformados, junto con los resucitados justos, en el aire; y descenderemos juntos a juzgar y
reinar con Él (1 Tes. 4:15-17). Esta es, pues, la gran esperanza que Dios ha puesto delante de
nosotros, y por la cual luchamos. Con la segunda venida de Cristo, en las nubes, se termina el
curso de la historia universal en su modalidad humana; y entonces toma lugar la modalidad
divina la economía celestial. Enfaticemos, pues, todos estos aspectos de la obra de Cristo.

III: LOS PRIMEROS RUDIMENTOS

PARTE III
"12b...cuáles son los primeros rudimentos de las palabras
de Dios...; 1blos rudimentos de la doctrina de Cristo...,
1cel fundamento del arrepentimiento de obras muertas,
de la fe en Dios, 2de la doctrina de bautismos,
de la imposición de manos, de la resurrección
de los muertos y del juicio eterno".

Hebreos 5:12b; 6:1b,c,2

XIV

LOS PRIMEROS RUDIMENTOS


Teniendo, pues, en cuenta la Persona y la Obra de Cristo, comprendamos la razón de Su
doctrina, la cual se nos presenta también con cierto orden, es decir, atendiendo a las prioridades
y comenzando por los primeros rudimentos de las palabras de Dios, según el decir de la carta a
los Hebreos (5:12). Recordemos que en la apartado V acerca de "La Doctrina" enumerábamos
con Hebreos 6:1,2, aquellas cosas que constituían los rudimentos de la doctrina de Cristo; es
decir, el fundamento del arrepentimiento de obras muertas, la fe en Dios, la doctrina de
bautismos, imposición de manos, resurrección de muertos y juicio eterno. Y efectivamente, si
consideramos las citas de Mateo y Marcos donde se resume el comienzo del contenido de la
predicación de Jesucristo cuando empezó a recorrer Galilea y los alrededores enseñando en las
sinagogas, y poniendo el fundamento de Su enseñanza, veremos en las susodichas citas (Mt.
4:17; Mr. 1:14,15) que el contenido fundamental era arrepentimiento y fe, unidos a la expectativa
escatológica del Reino. De manera que realmente podemos deducir del resumen de Mateo y
Marcos acerca del contenido de sus primeras enseñanzas, que lo enumerado en Hebreos 6:1,2
era realmente los primeros rudimentos de la doctrina de Cristo.
Jesús decía: "Arrepentíos, porque el reino de los cielos se ha acercado” (a vosotros) (Mt.
4:17). “El tiempo se ha cumplido, y el reino de Dios se ha acercado; arrepentíos, y creed en el
evangelio" (Mr. 1:15). Vemos, pues, que el arrepentimiento era ingrediente fundamental; y al
decir: "creed en el evangelio", la fe en Dios lo era también. Y en cuanto a bautismos, imposición
de manos, resurrección de muertos y juicio eterno, queda implicado en el resumen fraseado: "el
reino de los cielos se ha acercado", pues resurrección y juicio están íntimamente relacionados al
Reino; y bautismos también, en lo relativo a la entrada; la imposición de manos tiene que ver con
la autoridad del Reino que se introduce y promociona.
Resulta, pues, conveniente comenzar cual Jesús, y de la manera que lo hicieron los apóstoles.
Consideremos entonces un poco más detenidamente cada uno de estos "ingredientes", es
decir, estos primeros rudimentos de las palabras de Dios, de la doctrina de Cristo; pues, aunque
Hebreos 6:1,2 exhorta a la Iglesia a ir adelante a la perfección dejando ya los primeros
rudimentos, se dirige, según el capítulo 5, verso12, a los que debían ser ya maestros; no
obstante, en aquellos que apenas comienzan y de los que no debe esperarse ser aún maestros
(1 Ti. 3:6), debe comenzarse atinadamente colocando el fundamento.

XV
ARREPENTIMIENTO

El primer llamado del evangelio es al arrepentimiento; sin arrepentimiento no hay evangelio. El
llamado a la fe incluye el arrepentimiento. La palabra griega traducida arrepentimiento es
"metanoia" [μετάvoια], de "meta", cambio, y "nous", mente; tiene que ver, pues, con un cambio
de mente, pues, como dice Proverbios: "Cual es su pensamiento en su corazón, tal es él" (23:7).
La persona se comporta según el ánimo con que enfrenta a la vida, y tal ánimo es según el
pensamiento que abriga de ella. No puede, pues, cambiarse la conducta mientras se tenga en el
corazón una actitud negativa y de enemistad contra Dios. El propósito del evangelio es la
reconciliación del hombre con Dios, con los demás hombres y con el resto de la creación. De allí
la urgente necesidad de una "metanoia", es decir, de un verdadero arrepentimiento o cambio de
actitud ante Dios, los hombres y la naturaleza.
Dios, en este tiempo, manda a todos los hombres, en todo lugar, que se arrepientan, pues ha
establecido un día de juicio (Hch. 17:30.31). La introducción del evangelio es, pues, esta:
49
“Arrepentíos porque el reino de los cielos se ha acercado (a vosotros)" (Mt. 4:17); esto es lo que
comenzó a predicar Jesús, y lo que mandó a sus apóstoles a predicar. "46Fue necesario que el
Cristo padeciese, y resucitase de los muertos al tercer día; 47y que se predicase en su nombre el
arrepentimiento y el perdón de pecados en todas las naciones, comenzando desde Jerusalén"
(Lc. 24:46,47). Jesús declaró pues: "Si no os arrepentís, todos pereceréis igualmente" (Lc. 13:5);
y el apóstol Pedro, con las llaves del Reino, cuando fue preguntado por lo que había de hacerse,
abrió las puertas con la inamovible declaración: "Arrepentíos, y bautícese cada uno de vosotros
en el nombre de Jesucristo para perdón de los pecados; y recibiréis el don del Espíritu Santo"
(Hch. 2:38); y en la puerta llamada la Hermosa, declaraba: “Arrepentíos y convertíos, para que
sean borrados vuestros pecados; para que vengan de la presencia del Señor tiempos de
refrigerio" (Hch. 3:19).
No puede, pues, comenzarse a edificar el Reino de Dios sin arrepentimiento. Tan sólo
personas arrepentidas entran al Reino; no puede tener entrada quien permanezca duro en su
corazón contra Dios y los hombres, destruyendo la tierra, sin reconocer sus pecados y
encaprichándose soberbiamente en sus ofensas al Creador y sus criaturas.
Arrepentimiento significa, pues, reconocimiento de nuestra culpabilidad, unido a una
confesión de ésta, pidiendo perdón donde corresponda, si sólo a Dios, o también a los hombres
en caso de haberlos ofendido; entonces, con sinceridad y honestidad, decidir aborrecer de allí
en adelante ese pecado, y proponerse, esperando y contando con la ayuda de Dios, a no
practicarlo más, procurando en lo posible restituir el daño, haya sido éste contra la confianza, la
honra, los bienes, o cualquier otra cosa. A todo pecado, injusticia o transgresión debe abarcar
nuestro arrepentimiento, pues necio sería reservarnos el lujo de acariciar aun ciertos pecados
favoritos desechando apenas aquellos que nos esclavizan menos. Debemos ser drásticos y
honestos con nosotros mismos, acatando en la confianza y esperanza de Su gracia, la demanda
divina. El arrepentimiento es, pues, una íntegra actitud de corazón que se vuelca hacia la
búsqueda de la perfecta voluntad de Dios, a pesar de nuestra debilidad.
Es la gracia de Dios la que hace que el Espíritu Santo nos convenza de pecado, justicia y
juicio; sí, es Dios quien nos concede el arrepentimiento (2 Ti. 2:25). Por ello, ante nuestra vileza
y dureza, debemos levantar los ojos a Dios pidiendo Su gracia que nos convierta (Jer. 31:18).
Mientras tengamos conciencia de responsabilidad, elevemos a Dios la súplica para que no nos
abandone en nuestros pecados, sino que nos fortalezca para el arrepentimiento. Su gracia, que
no ha quitado nuestra responsabilidad, posibilitará nuestra sincera conversión.
El arrepentimiento no es además una experiencia de una sola vez, sino que debe ser la
experiencia inmediata ante cualquier caída; también a la iglesia se le llama al arrepentimiento
(Ap. 2:5,16,22; 3:3,19), y mucho más cuando sabemos que no sólo hay pecados de acción, sino
también de omisión, es decir, cuando sabiendo hacer el bien, no lo hacemos (Stg. 4:17).
La apostasía voluntaria que reniega de Cristo exponiéndole a vituperio, aleja la posibilidad de
un futuro arrepentimiento (He. 6:4-8; 10:26-31); por lo cual, la Iglesia, es decir, cada cristiano, no
debe dejar deslizarse su corazón en el endurecimiento del pecado (He. 3:12,13). La morada de
Dios es un espíritu contrito y humillado, el cual así, no será de Él despreciado (Salmos 34:18;
51:17; Prov. 16:19; 29:23; Ecls. 7:8b; Miq. 6:8).

XVI
FE EN DIOS

"Sin fe es imposible agradar a Dios; porque es necesario que el que se acerca a Dios crea que
le hay, y que es galardonador de los que le buscan" (He. 11:6). El llamado de Dios comienza,
pues, con un llamado a la fe: "Creed en el evangelio" (Mr. 1:15). Dios, pues, nos pide que
tengamos confianza en Él. En la base de nuestra fe están los HECHOS históricos de la
REVELACIÓN de Dios; Dios se ha revelado, pues, a Sí mismo, y sobre ese testimonio histórico
descansa nuestra fe; (histórico, no sólo referido al pasado, sino a la continua intervención de
Dios en la historia, en la vida de las personas). La fe viene, pues, por el oír la Palabra de Dios
(Ro. 10:17). Para invocar a Dios confiándose en Él, es, pues, necesario que oigamos de Él
primero: "2Oídme atentamente, y comed del bien, y se deleitará vuestra alma con grosura.
3Inclinad vuestro oído, y venid a mí; oíd y vivirá vuestra alma; y haré con vosotros pacto eterno,
las misericordias firmes a David" (Is. 55:2b,3). Oímos, pues, para conocer los hechos de Dios;
entonces, el testimonio que Él ha dado, y da, de Sí mismo, engendra en nosotros la fe;
entonces tenemos confianza para invocarle y recibir de Él lo que nos ha prometido, pues ha sido
Suya la iniciativa de poner tal esperanza delante de nosotros. Por eso hizo antes EVIDENTE Su
poder y Deidad mediante la creación (Ro. 1:19,20), y vemos Sus huellas dentro de nuestra
propia conciencia (Ro. 2:14-16).
Por eso también habló a los hombres por sus escogidos y pregoneros como Enoc, Noé,
Abraham, Moisés y los profetas; pero principalmente, en el cumplimiento del tiempo, y en
atención a sus anuncios proféticos, nos habló por Su Hijo Jesucristo (He. l:1,2), el cual, después
de ascender a la gloria, envió Su Espíritu Santo a la Iglesia, la cual, desde los apóstoles, es
depositaria del testimonio Divino y de la Palabra de la fe:
"10El que cree en el Hijo de Dios, tiene el testimonio en sí mismo; el que no cree, a Dios le
ha hecho mentiroso, porque no ha creído en el testimonio que Dios ha dado acerca de Su
Hijo. 11Y este es el testimonio: que Dios nos ha dado vida eterna; y esta vida está en su Hijo.
12El que tiene al Hijo, tiene la vida; el que no tiene al Hijo de Dios, no tiene la vida". (1 Jn.
5:10-12). Y "8Esta es la palabra de fe que predicamos: 9que si confesares con tu boca que
Jesús es el Señor, y creyeres en tu corazón que Dios le levantó de los muertos, serás salvo.
10Porque con el corazón se cree para justicia, pero con la boca se confiesa para salvación. 11Pues la Escritura dice: Todo aquel que en él creyere no será avergonzado... 13porque todo
aquel que invocare el nombre del Señor, será salvo" (Ro. 10:8b-11,13).
Para invocar hay que creer, y para creer, oír; y para que oigamos, nos fue enviado testimonio
(Ro. 10:14-17), y éste es, pues, que Jesús de Nazaret, el Cristo, salió de Dios y vino al mundo
siendo el Hijo de Dios nacido de la virgen María (Jn. 16:28; 17:7,8; Lc. 1:30-35), y vivió sin
pecado aunque tentado en todo conforme a nuestra semejanza (He. 4:15; 1 Jn. 3:5); murió en la
cruz en nuestro lugar y por nuestros pecados, limpiándonos de ellos por Su sangre, y
beneficiándonos gratuitamente de ello si creemos (Is. 53:4-11; Mt. 20:28; 1 Ti. 1:15); resucitó
corporalmente y ascendió a la diestra de Dios, intercediendo por nosotros y derramando Su
Espíritu Santo; volverá en gloria y majestad para juzgar y establecer definitivamente Su Reino,
con resurrección de nuestra carne, y juicio eterno de los que no le conocieron (2 Tes. 1:7-10).
Es, pues, Jesús, el Señor y el Cristo, y recibirle es recibir vida eterna (Jn. 1:12-13). "El que
creyere y fuere bautizado, será salvo; pero el que no creyere, será condenado" (Mr. 16:16).
Dios ha tomado, pues, la iniciativa, y revelándose nos vino a buscar; entonces nos habla al
corazón para que le conozcamos a través de Cristo, y a Sus hechos, de manera que confiados
en Él aceptemos la gracia del perdón, de la liberación, de la regeneración, de la renovación, de
la unción que es arras o garantía de una herencia eterna e incorruptible por la resurrección de
Jesucristo; heredemos, pues, con Él la resurrección gloriosa para un Reino inconmovible. Nos
pide apoyarnos en Él; echar todas nuestras angustias y ansiedades sobre Él, y contar con Él
mientras permanecemos recibiendo experimentadamente de Él a Jesucristo cual vida, y por
Cristo, al Espíritu Santo que nos guía conforme a Su Palabra a toda verdad, y nos participa de lo
Suyo vitalmente. Recibir confiadamente de la gracia es, pues, la actitud del creyente.
Creer es confiar, y confiar es contar con Él, recibiendo de Su fidelidad para fortalecernos y
para obedecerle voluntariamente, en alianza de nuestras voluntades con la perfecta Suya, cual
co-herederos del Reino de Jesucristo, Hijo de Dios. Podemos confiar en Él porque Él ha hecho
promesas y se ha comprometido a Sí mismo con juramento de que nos bendecirá en Cristo
Jesús (He. 6:13-20; Gá. 3:29). Honremos, pues, Su Palabra aferrándonos tenaz y osadamente a
ellas, pues por Sus maravillosas promesas podemos levantar cabeza. ¡Él es Fiel! ¡Lo ha
demostrado muchísimas veces! ¡Elijamos lo mejor siempre! el creer de la fe es en el Evangelio,
fundamentalmente en la identidad de Cristo, en Su muerte expiatoria por nosotros, en Su
resurrección completa y en Su señorío con que establecerá definitivamente Su Reino.

XVII
DOCTRINA DE BAUTISMOS

Jesús mandó que sus creyentes fuésemos bautizados, que nos identificásemos con Él
bautizándonos. Mateo y Marcos lo registran: "Id y haced discípulos..., bautizándolos"; "el que
creyere y fuere bautizado será salvo" (Mt. 28:19; Mr. 16:16). Los apóstoles, en Su nombre,
ordenaron también lo mismo a judíos y gentiles. En el libro de los Hechos de los Apóstoles,
Lucas nos registró varios casos: Hch. 2:38,41; 8:12,16,36-39; 9:18; 10:47,48; 16:15,31-33;
19:1-5; 22:16). Cuando las gentes creían el evangelio, lo normal era que confesaran su fe
identificándose con Cristo, invocándole en el bautismo. Con el bautismo mostraban que
aceptaban al Hijo de Dios, muriendo y resucitando con Él; bajaban a las aguas y eran
sumergidos en ellas, por la Iglesia, a la semejanza de la muerte de Cristo; sepultados en Él y
ellas, y subiendo con Él de ellas cual resucitados, en la fe de que al unirnos a Cristo, por Él
somos perdonados de nuestros pecados y regenerados. "Sepultados con él, en el bautismo, en
el cual fuisteis también resucitados con él, mediante la fe en el poder de Dios que le levantó de
los muertos" (Col. 2:12). "3Los que hemos sido bautizados en Cristo Jesús, hemos sido
bautizados en su muerte. 4Porque somos sepultados juntamente con él para muerte por el
bautismo, a fin de que como Cristo resucitó de los muertos por la gloria del Padre, así también
nosotros andemos en vida nueva. 5Porque si fuimos plantados juntamente con él en la
semejanza de su muerte, así también lo seremos en la de su resurrección" (Ro. 6:3-5).
Así que mediante la fe nos ponemos en contacto con el Cristo resucitado, lo cual señalamos
para consumarlo bautizándonos e invocándole en obediencia. Lo normal sería, pues, que
realicemos esta identificación en fe, por el bautismo. En el tiempo apostólico, los que recibían la
Palabra eran bautizados en seguida: Hch. 2:41; 8:12; 9:18; 10:47,48; 18:8; 22:16.
La fe debe preceder al bautismo, pues es mediante ésta (Col. 2:12) que en el bautismo nos
identificamos con la muerte y la resurrección de Jesucristo. Por eso Felipe contestó a la
pregunta del eunuco por el impedimento o el requisito para ser bautizado, y le dijo: "Si crees de
todo corazón, bien puedes" (bautizarte) (Hch. 8:37). Jesús dijo: "El que creyere y fuere
bautizado". No es, pues, tan sólo el que fuere "bautizado" sin creer ni escoger, sino que se debe
creer primero. Jesús dijo que era necesario nacer del agua y del Espíritu (Jn. 3:5). No es, pues,
tan sólo del agua, sino que también debe nacerse del Espíritu, el cual se recibe por la fe (Gá.
3:14; Jn. 7:38,39).
El apóstol Pedro escribió: "20Mientras se preparaba el arca, en la cual pocas personas, es
decir, ocho, fueron salvadas por agua. 21El bautismo que corresponde a esto ahora nos salva
(no quitando las inmundicias de la carne, sino como la aspiración de una buena conciencia hacia
Dios) por la resurrección de Jesucristo" (1 Pe. 3:20b,21). De manera que el bautismo nos salva
por la resurrección de Jesucristo; es decir, que la identificación con su resurrección nos salva, lo
cual, en figura del arca, realizamos a través de las aguas. No que el rito bautismal cambie la
naturaleza de la carne (v.21) quitando sus inmundicias (la ley del pecado y de la muerte en la
carne –Ro. 7:17-24), sino que nuestra obediencia al rito demuestra nuestra aspiración ante Dios
de una buena conciencia. Es la ley del Espíritu de vida en Cristo Jesús la que nos libra, no de
la existencia en la carne de la ley del pecado y de la muerte, pero sí nos libra del poder de tal ley
de pecado y muerte, enfrentándole el poder de la muerte al pecado en Cristo y el poder de la
resurrección para Dios de Jesucristo; nos libra, pues, por el Espíritu (Ro. 8:1-13). Así que,
somos salvados por el "lavamiento" de la regeneración y por la renovación en el Espíritu Santo
derramado abundantemente por Jesucristo (Tit. 3:5,6). Cristo, pues, purifica a la Iglesia en "el
lavamiento del agua" por la Palabra (Ef. 5:26).
Es necesario captar estas dos palabras: "en" y "por", en las Escrituras referentes al bautismo.
Atendiendo al texto griego tenemos que: En (έv) el bautismo somos sepultados y resucitados,
mediante, o a través, o por (διά) la fe en el poder de la resurrección de Cristo por Dios (Col.
2:12). También: Somos sepultados juntamente con Él para muerte a través, o por (διά) medio del
bautismo (Ro. 6:4). Además: el bautismo está salvando ahora por (διά) la resurrección de
Jesucristo (1 Pe. 3:21); es decir, porque significa y efectúa la obediencia de la fe salvadora, por
identificación con el Cristo resucitado que regenera participándose a Sí mismo. También está
escrito que la Iglesia es purificada por Cristo al (τώ) baño del agua en (έv) la palahra (Ef. 5:26).
Además: dice que Nos salvó mediante (διά) el baño de la regeneración (Tito 3:5). Véase, pues,
que en el bautismo lo que salva es la sola fe. Además nótese que no se habla de la regeneración
del lavamiento, sino del lavamiento de la regeneración; es decir, no que el lavamiento regenera,
sino que la regeneración lava. Quien regenera es Dios, por consiguiente mediante la sola fe, que
se expresa en el bautismo y conlleva al arrepentimiento.
La fe en Su Palabra y poder, pues, a través del acto voluntario del bautismo, nos identifica con
la muerte y la resurrección de Jesucristo. Entonces, el que cree se identifica bautizándose; y tal
identificación por fe, que es sumersión en Cristo mismo, entonces le salva. El que creyendo se
ha identificado con Cristo, por Éste es purificado y regenerado. Se nos pide, pues, que
realicemos o consumemos nuestra identificación de fe con Cristo a través del bautismo; por eso
los apóstoles bautizaban en seguida, aunando el acto de fe y entrega a Cristo recibiéndole, con
el bautismo; (ver citas arriba). Cristo, entonces, se ha comprometido a remitir los pecados de
aquellos que al creer se arrepientan y se bauticen en Su nombre (Hch. 2:38); prometió además
el Espíritu Santo.
La Iglesia, pues, al bautizar, lo hace de parte de Dios, con Su autorización, es decir, “en el
nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo” (Mt. 28:19); y lo que ella así remita, en la tierra,
es remitido en el cielo (Jn. 20:23); igualmente, lo que ella retenga en la tierra, es retenido en el
cielo (Jn. 20:23). La Iglesia retiene los pecados cuando por causa de incredulidad y falta de
arrepentimiento no bautiza a los incrédulos no-arrepentidos, pues, para el bautismo se requiere
una fe verdadera (Hch. 8:37) que conlleva el arrepentimiento; pues, ¿cómo identificarme con la
muerte de Cristo, si no estoy dispuesto a morir con Él al pecado y al mundo?
La Iglesia, no obstante, obra de buena fe, administrando reconciliación a todo aquel que
voluntariamente profese creer y anhelar el bautismo, aunque sea engañada en su buena fe por
algunos, como es el caso que tuvo Felipe con Simón Mago, a quien luego Pedro reprendió (Hch.
8:4-24).
¿Quién debe realizar el bautismo? lo fundamental es la identificación por fe con Cristo del
bautizado; no obstante lo ideal es que quien administre el rito sea la Iglesia, ya sea por los
apóstoles (Jn. 4:2; Mt. 28:19), ó por los discípulos colaboradores (Hch. 10:48). El Señor
directamente mandó a un discípulo de nombre Ananías bautizar a Pablo (Hch. 9:10-19). Puede
bautizar, pues, cualquier miembro de Cristo que esté bajo la dirección de la Cabeza que es
Cristo, y en comunión con su cuerpo; es decir, que bautiza de parte del Señor y para el Cuerpo,
recibiendo a todos los que Cristo reciba. No se bautiza, pues, uno, para pertenecer a una secta
o a un ministerio (1 Co. 1:11-17), sino para señalar la realización de nuestra identificación con
Cristo y para efectuarla mediante la obediencia de la fe; de manera que en Quien somos
sumergidos es en Él, haciéndonos, por Él, miembros Suyos, y por lo tanto partícipes de Su único
cuerpo dentro del cual somos inmersos por el Espíritu de Cristo que recibimos mediante la fe
viva que obedece. Por eso Pedro, a quien profesaba su fe arrepintiéndose y bautizándose
aseguraba la promesa del Espíritu Santo, que es Quien nos bautiza en Un solo cuerpo (Hch.
2:38,39; 1 Co. 12:13).
Lo normal en la Iglesia, en su tiempo primitivo y apostólico, era proceder a practicar el
bautismo en las aguas por inmersión al creyente, lo cual está bien perpetuar. Mateo 28:19 nos
muestra las palabras que Jesús dirige al bautizador, autorizándole a que lo haga en el nombre
del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo; es decir, como de parte de Dios mismo, pues es sabido
que el Padre envió al Hijo y Éste vino en el nombre del Padre, hablando Sus palabras y haciendo
Sus obras; de la misma manera, el Hijo envió en Su nombre al Espíritu Santo, el cual es Su
vicario en la Iglesia. El Espíritu Santo opera ahora a través del ministerio de todo Su cuerpo, por
lo cual la Iglesia, bajo la comisión de Jesucristo y en el poder del Espíritu Santo, hace discípulos,
los bautiza y les enseña de parte de Dios, es decir, en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu
Santo.
Ahora bien, Pedro dirigió, ya no al bautizador, sino al que se bautiza, el mandamiento de
bautizarse cada uno en el nombre de Jesucristo (Hch. 2:38), y así lo hicieron judíos, samaritanos
y gentiles, según registra Lucas en los Hechos de los apóstoles (8:16; 10:48; 19:5; 22:16), pues
en Cristo Jesús NO hay diferencia entre judío y gentil (Ro. 10:12,13; Gá. 3:27,28; Col. 3:10,11).
De manera que el bautizador bautiza de parte de Dios en el nombre del Padre, del Hijo y del
Espíritu Santo; y el que se bautiza se identifica con Cristo en Su muerte y resurrección
bautizándose en el nombre de Jesucristo. No se trata, pues, de dos fórmulas contradictorias,
sino del complemento de dos realidades divinas: la identificación con Cristo del bautizado, y la
autoridad delegada del que lo bautiza. Son, pues, realidades complementarias, y no tan sólo
meras fórmulas. Cada bautizado debiera comprender que ha sido bautizado o sumergido en
Cristo de parte de Dios, es decir, en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo; el que
confiesa al Hijo tiene también al Padre (1 Jn. 2:23).
_ _ _ _ _
Ahora bien, Hebreos 6:2 no nos habla meramente en singular de doctrina de bautismo, sino
que nos habla en plural: "doctrina de bautismos". No se refiere, pues, como a uno de los
fundamentos de la doctrina de Cristo tan sólo al bautismo en agua, pues el Nuevo Testamento
nos habla también de "Bautismo en el Espíritu Santo", además de haber hablado de bautismo en
Cristo. Dios quiere, no tan sólo perdonamos, liberarnos y regenerarnos, justificarnos,
santificarnos y morar en nosotros, lo cual hace sumergiéndonos en Cristo, poniéndonos en Él y
a Él en nosotros; pero Él también quiere además investirnos de poder y ungirnos para el
ministerio, lo cual hace mediante la investidura y unción del Espíritu Santo. Él pidió a sus
discípulos que esperaran en Jerusalén hasta recibir del Padre la promesa, y ser bautizados con
el Espíritu Santo, lo cual les invistió de poder (Hch 1:4-8); lo mismo hizo Dios con los gentiles en
casa de Cornelio derramando sobre ellos el Espíritu Santo y bautizándoles con Él (Hch.
10:44-46; 11:15-17). Pedro y Juan oraron para que recibiesen el Espíritu Santo los que habían
creído y se habían bautizado con Felipe tiempo atrás, sin que descendiera aún sobre ellos (Hch.
8:12-17); lo mismo hizo Pablo con los efesios (Hch. 19:1-6) a quienes luego escribía que desde
que habían creído habían sido sellados con el Espíritu Santo de la promesa (Ef. 1:13; 4:30); es
decir, que los efesios habían tenido la experiencia de la investidura habiendo creído
previamente.
El agua vivificante del río que vio Ezequiel (47:1-12) era la misma, ya sea que llegase hasta los
tobillos, o las rodillas, o los lomos de Ezequiel; así también, las aguas vivas del Espíritu que
reciben por fe los que por esa misma fe beben de Cristo, pueden ser aprovechadas en distintas
maneras, según la medida en que por fe beban de ellas y en ellas se sumerjan los creyentes. El
Espíritu es dado sin medida, pero muchos desparraman sin aprender a recibir. Debemos, pues,
por fe penetrar más y más en el río, recibiendo, experimentalmente, por el Espíritu, la
ministración que Éste nos hace del Sumo Bien conseguido para nosotros por Cristo Jesús.
Acerquémonos, pues, a beber hasta ser completamente inundados y sumergidos; y hagámoslo
así vez tras vez.

XVIII
IMPOSICIÓN DE MANOS

La imposición de manos señala una transmisión, o también una ordenación. En las Escrituras
vemos imposición de manos en los momentos de: a) orarse por la sanidad de los enfermos; b)
por la recepción del Espíritu Santo; c) por la ordenación al diaconado; d) por la entrega de un
don; e) por el envío de apóstoles (Mr. 16:18; Hch. 6:6; 8:17; 9:17; 13:3; 19:6; 1 Ti. 4:14; 2 Ti. 1:6),
también queda implicada la imposición de manos en la palabra griega usada al describir la
constitución de ancianos.
Por causa de la realidad de la resurrección de Cristo y la realidad de su entrega de dones a los
hombres, existe también la realidad espiritual de la delegación de autoridad que proviene
directamente de la Cabeza del Cuerpo, que es Cristo Jesús, mediante el Espíritu Santo, y que
opera realmente por Su Iglesia en la que existe realmente el ministerio espiritual del Cuerpo, el
cual es un ministerio de justificación y reconciliación, bajo el Nuevo Pacto, en el Espíritu
vivificante (2 Co. 3:2-11,17,18; 4:1-6). Tal ministración del Espíritu acontece a través del Cuerpo
sujeto a Su Cabeza celestial, por lo cual tal Cuerpo recibe la delegación de autoridad en una
forma espiritual y viva, y cuando transmite u ordena, en ejercicio de la autoridad espiritual,
entonces hace uso de la imposición de manos, como señal de la realización auténtica y
espiritual de tal transmisión y ordenación efectuada, bajo la autoridad directa de la Cabeza y en
el poder del Espíritu.
Es por eso que Pablo aconsejaba a Timoteo a no imponer las manos con ligereza (1 Ti. 5:22);
se imponen las manos con ligereza cuando se hace apresuradamente y con motivos bajos un
rito hueco y vacío, desprovisto de la realidad espiritual; es decir, en la mera presunción de la
carne y sin la verdadera participación y dirección de la Cabeza, Cristo Jesús. Cuando motivos
humanos e intereses particulares mueven a hacer ostentación ritual, pero sin haberse atendido
a la voz del Espíritu, se está obrando con ligereza. ¿Estará acaso Dios obligado a vindicar o
respaldar lo que atrevidamente hacemos en la carne tomando con osadía y presunción Su
propio nombre? Sin embargo, la Iglesia sí tiene Su nombre a disposición para obrar en el
Espíritu con auténtica autoridad delegada, cuando se habla en íntima sujeción a la Cabeza
celestial. Esa es la razón por la cual vemos a los apóstoles, también al presbiterio, orando antes
de imponer las manos (Hch. 6:6; 8:15,17; 13:3; 1 Ti. 4:14). Durante la oración opera una relación
íntima con la Cabeza celestial, por lo cual el Espíritu Santo puede revelar e impulsar a una
auténtica imposición de manos, señalando así una auténtica transmisión espiritual efectuada, o
una genuina ordenación efectuada y nacida desde el seno del Cristo glorificado que constituye.
Cuando Dios verdaderamente ordena o da, entonces entrega el carisma que es evidente de
por sí. No es que el título meramente haga al ministerio, sino que el servicio prestado o
ministerio, según el carisma provisto por Cristo directamente, tiene su propio nombre o título,
que entonces, bajo la evidencia del Espíritu y bajo la dirección de la Cabeza celestial, es
reconocido oficialmente en la conciencia de la Iglesia, que acata la autoridad de Cristo
manifiesta en el carisma y con la cual se edifica –espiritualmente.

XIX

RESURRECCIÓN DE MUERTOS
Como vimos en el apartado IX, "Primicias: Cristo Resucitado", el Señor Jesús resucitó
corporalmente como primicias, es decir, como precursor de nuestra resurrección. Él resucitó
para compartir con nosotros su victoria sobre la muerte. Es fundamento de la doctrina de Cristo
la enseñanza divina acerca de la resurrección de los muertos. Ya el profeta Daniel, por
revelación divina a través del ángel Gabriel, nos registró : "Y muchos de los que duermen en el
polvo de la tierra serán despertados, unos para vida eterna, y otros para vergüenza y confusión
perpetua" (12:2); lo mismo sostuvo el Señor Jesús cuando dijo: "28Vendrá hora cuando todos los
que están en los sepulcros oirán su voz (la del Hijo del Hombre); 29y los que hicieron lo bueno,
saldrán a resurrección de vida; mas los que hicieron lo malo, saldrán a resurrección de
condenación" (Jn. 5:28,29). Habrá, pues, dos tipos de resurrección: una para vida eterna, y otra
para condenación. Los que permanezcamos en Cristo por la gracia de Dios resucitaremos para
vida.
Jesús declaró: "Y esta es la voluntad del Padre que me ha enviado: Que todo aquel que ve al
Hijo, y cree en él, tenga vida eterna y yo le resucitaré en el día postrero" (Jn. 6:40). Pablo
escribía a los corintios: "20Mas ahora Cristo ha resucitado de los muertos; primicias de los que
durmieron es hecho. 21Porque por cuanto la muerte entró por un hombre, también por un hombre
la resurrección de los muertos. 22Porque así como en Adán todos mueren, también en Cristo
todos serán vivificados. 23Pero cada uno en su debido orden: Cristo, las primicias; luego los que
son de Cristo, en su venida. 24Luego el fin, cuando entregue el reino al Dios y Padre" (l Co.
15:20-24a). Existe, pues, un orden para la resurrección, habiendo sido ya Cristo el primogénito
de entre los muertos; entonces, a la segunda venida de Cristo, resucitaremos los suyos para
vida eterna, como está escrito: "14Porque si creemos que Jesús murió y resucitó, así también
traerá Dios con Jesús a los que durmieron en él. 15Por lo cual os decimos esto en palabra del
Señor: que nosotros que vivimos, que habremos quedado hasta la venida del Señor, no
precederemos a los que durmieron. 16Porque el Señor mismo con voz fuerte, voz de arcángel, y
con trompeta de Dios, descenderá del cielo; y los muertos en Cristo resucitarán primero. 17Luego
nosotros los que vivimos, los que hayamos quedado, seremos arrebatados juntamente con ellos
en las nubes para recibir al Señor en el aire, y así estaremos siempre con el Señor" (1 Tes.
4:14-17). El arrebatamiento de los cristianos sigue inmediatamente después de la resurrección y
de la transformación de los vivos cristianos.
Transformación, resurrección y arrebatamiento de los cristianos fieles están juntos: "51He aquí
os digo un misterio: No todos dormiremos; pero todos seremos transformados, 52en un
momento, en un abrir y cerrar de ojos, a la final trompeta; porque se tocará la trompeta, y los
muertos resucitarán incorruptibles, y nosotros seremos transformados" (1 Co. 15:51-52).
También Colosenses 3:4 y Filipenses 3:20-21 nos hablan de la transformación hacia la
incorruptibilidad de los fieles cristianos al momento de la venida de Cristo en Su manifestación
gloriosa. Efectivamente, la séptima trompeta (Ap. 11:15-19) señala el tiempo del juicio de los
muertos y del galardonamiento de los santos; galardón que Cristo trae con Su venida (Ap.
22:12).
Los que sean tenidos por dignos del siglo venidero (Lc. 20:35) y de la resurrección de los
justos (Lc. 14:14) serán como los ángeles y no se casarán; serán recompensados en esta
resurrección de justos, la cual, es, pues, a la final trompeta, la séptima, cuando el Señor mismo
con gran voz de trompeta descienda en las nubes para arrebatarnos, enviando a sus ángeles
con voz de trompeta a recoger sus escogidos de los cuatro vientos (Mt. 24:30-31). En el orden
divino de la resurrección, la resurrección de los justos en Su venida precede a la resurrección de
los demás muertos en un milenio: "4Y vi tronos, y se sentaron sobre ellos los que recibieron
facultad de juzgar; y vi las almas de los decapitados por causa del testimonio de Jesús y la
Palabra de Dios, los que no habían adorado a la bestia ni a su imagen, y que no recibieron la
marca en sus frentes ni en sus manos; y vivieron y reinaron con Cristo mil años. 5Pero los otros
muertos no volvieron a vivir hasta que se cumplieron mil años. Esta es la primera resurrección"
(Ap. 20:4,5).
Según 1 Corintios 15:23,24, las primicias fueron: Cristo el Primogénito; en el orden seguiría,
pues, la resurrección de los justos en Su venida; es decir, la primera resurrección, al tiempo del
galardón, en la séptima o final trompeta; después será el fin, con la resurrección del resto de los
muertos después del milenio, quienes resucitarán para juicio, y de entre los cuales se hallan los
resucitados para condenación; con su castigo en el lago de fuego se suprime toda oposición a la
autoridad Divina, y la muerte misma es echada al lago de fuego siendo definitivamente vencida;
entonces habrá cielo nuevo y tierra nueva, y la creación misma será libertada de la esclavitud de
corrupción, después de que hayan sido suficientemente manifestados los hijos de Dios en Gloria
(Ro. 8:19-21). He allí, pues, el orden en que la muerte es desplazada definitivamente por una
nueva creación comenzada por la resurrección de Cristo. Jesús es la resurrección y la vida (Jn.
11:25) y es necesario ser hallado en Él para alcanzar la resurrección de los justos (Fil. 3:9-11).
Con el Hijo de "Dios y la Virgen", la Simiente de la Mujer, es quebrantada definitivamente la
cabeza del que tenía en sus manos el imperio de la muerte: la serpiente antigua que es el diablo.

XX

JUICIO ETERNO

Quizá sorprendería el hecho de que quien más habló en el Nuevo Testamento acerca del
infierno haya sido nuestro Buen Salvador Jesucristo. Las consecuencias que sobrevendrán a la
persona que resulte maldecida en una sentencia en el día del juicio serán horrendas e
irreparables; por eso no es de extrañar que quien más ama nos amonesta para apartarnos del
deslizadero al insondable abismo de perdición. La naturaleza moral del hombre implica un día
en que rendiremos cuenta de nosotros mismos, enfrentándonos al ineludible efecto de nuestros
caminos. Salomón, tras examinar implacablemente toda la obra que se hace debajo del sol,
concluía: "13Teme a Dios y guarda sus mandamientos; porque esto es el todo del hombre.

14Porque Dios traerá toda obra a juicio, juntamente con toda cosa encubierta, sea buena o sea
mala" (Ec. 12:13,14).
Efectivamente, Dios "ha establecido un día en el cual juzgará al mundo con justicia, por aquel
varón a quien designó, dando fe a todos con haberle levantado de los muertos" (Hch. 17:31), lo
cual es lo mismo que escuchar al apóstol Pedro decir a los gentiles: "Y nos mandó que
predicásemos al pueblo, y testificásemos que él es el que Dios ha puesto por Juez de vivos y
muertos" (Hch. 10:42). Ya Jehová había hablado por boca de Isaías: "Por mí mismo hice
juramento, de mi boca salió palabra en justicia, y no será revocada: Que a mí se doblará toda
rodilla, y jurará toda lengua" (Is. 45:23). Y Enoc profetizaba: "14He aquí, vino el Señor con sus
santas decenas de millares, 15para hacer juicio contra todos, y dejar convictos a todos los impíos
de todas sus obras impías que han hecho impíamente, y de todas las cosas duras que los
pecadores impíos han hablado contra él" (Jud. 14b-15).
La razón de nuestra estructura moral y de la responsabilidad de nuestra libertad halla su
sentido en ese día en que Dios juzgará por Jesucristo los secretos de todos los hombres (Ro.
2:16). Y si existe, pues, en nuestras conciencias la evidencia de un poder legislativo, de hecho,
esto conlleva un poder judicial, un tribunal de juicio. No nos pertenecemos, pues no nos hemos
hecho a nosotros mismos; ¿acaso alguno de nosotros toleraría que una obra de sus propias
manos se levantara contra él intentando arruinar el propósito de su hechura? Es imposible a la
simple criatura eludir realmente a su Creador; por eso se nos amonesta tiernamente a despertar
del sueño y del delirio de nuestras ilusiones, para acatar con entendimiento la fiel realidad: Hay
un solo Soberano y éste es Dios; ama, pero alejarse de Él no puede significar sino irreparable
pérdida. Por un lado, El Señor ha prometido inefables recompensas a quienes le aman; por otro
lado, ha preparado un lugar que corresponde en contraparte a los que le dejan: fuego eterno
preparado para el diablo y sus ángeles, donde sus maldecidos encontrarán su lugar apropiado,
en el que se hallarán a sí mismos merecedores de castigo eterno (Mt. 25:41). La revelación
divina consignada en las Sagradas Escrituras nos habla muy claramente de un juicio final:
"11Y vi un gran trono blanco y al que estaba sentado en él, de delante del cual huyeron la
tierra y el cielo, y ningún lugar se encontró para ellos. 12Y vi a los muertos, grandes y
pequeños, de pie ante Dios; y los libros fueron abiertos, y otro libro fue abierto, el cual es el
libro de la vida; y fueron juzgados los muertos por las cosas que estaban escritas en los
libros, según sus obras. 13Y el mar entregó los muertos que había en él; y la muerte y el
Hades entregaron los muertos que había en ellos; y fueron juzgados cada uno según sus
obras. 14Y la muerte y el Hades fueron lanzados al lago de fuego. Esta es la muerte
segunda. 15Y el que no se halló inscrito en el libro de la vida fue lanzado al lago de fuego"
(Ap. 20:11-15).
El apóstol Mateo nos registra las declaraciones de Jesús acerca de su sentarse en el trono de
gloria y separar cual pastor a las ovejas de las cabras, juzgándolas según sus obras y brindando
el Reino con vida eterna a las ovejas de la derecha; maldiciendo y apartando de sí entonces a
las cabras de la izquierda. Existe, pues, un final escatológico: Por un lado, un Reino eterno e
inconmovible en Su gloria, cielo nuevo y tierra nueva con la Ciudad de Dios; por otro lado, fuego
eterno que nunca se apaga y donde el gusano nunca muere, junto a Satanás y sus ángeles. El
lago de fuego y azufre es llamado también Gehena, donde serán echados los condenados con
el alma y con el cuerpo resucitado para condenación en la resurrección postmilenial.
Así como la Jerusalén terrenal tenía en las afueras al valle de Hinom o Gehena donde se
amontonaba la basura que se agusanaba y se quemaba con fuego, y donde los idólatras
sacrificaban niños al demonio Moloch, así también, cual antitipo, la Jerusalén celestial tendrá en
las tinieblas de afuera sur respectivo basurero Gehena donde los que viven para Satanás serán
agusanados y quemados perpetuamente. La Gehena de la Jerusalén de abajo era un tipo
temporal, pero el lago de fuego y azufre, fuera de la Jerusalén de arriba será una Gehena
definitiva y eterna. La condenación eterna en la Gehena es, pues, la muerte segunda, y se
refiere a la perdición eterna de los resucitados para condenación en alma y cuerpo (Mt.
5:22,29,30; 10:28. 18:9; 23:15,33; Mr. 9:43-48; Lc. 12:5; Stg. 3:6. (Las aquí citadas son todas las
Escrituras que en el original griego usan la palabra "Gehena", traducida por algunos "infierno").
Examinando, pues, el contexto de todas las Escrituras que hablan de Gehena, vemos que
ésta se refiere al definitivo juicio en cuerpo y alma en el lago de fuego y azufre después de la
resurrección postmilenial de condenación eterna, pues no sólo se nos habla del alma sino
también del cuerpo con sus miembros. Por lo tanto, no debemos confundir la Gehena con el
Seol o Hades, el cual será echado al lago de fuego tras el juicio del trono blanco (Ap. 20:14),
aunque algunos también lo traduzcan ambiguamente: "infierno".
Sepamos primeramente que "Seol" (hebreo) es traducido "Hades" (griego), siendo lo mismo,
como puede constatarse comparando la cita de los Salmos que hace Pedro (Salmos 16:10; Hch.
2:37). He aquí las referencias bíblicas al Seol o Hades: Gé. 37:35; 42:38; 41:31; Nm. 16:30-33;
Dt. 32:22; 1 Sm. 2:6; 2 Sm. 22:6; 1 Re. 2:6,9; Job. 7:9; 11:8; 14:13; 17:13,16; 21:13; 24:19; 26:6;
Salmos 6:5; 9:17; 16:10; 18:5; 30:3; 31:17; 49:14: 55:15; 86:13; 89:48; 116:3; 139:8; 141:7; Prov.
1:12 ; 5:5; 7:27; 9:18; 15:11,24; 23:14; 27:20; 30:16; Ec. 9:10; Cant. 8:6; Is. 5:14; 14:9,11,15;
28:15,18; 38:10,18: 57:9; Ezq. 31:15-17; 32:21,27; Os. 13:14; Am. 9:2; Jn. 2:2; Hab. 2:5; (hasta
aquí "Seol"); Mt. 11:23; 16:18; Lc. 10:15; 16:23; Hch. 2:27,31: Ap. 1:18; 6:8; 20:13,14; (hasta
aquí "Hades").
Seol o Hades no significan, pues, precisamente “sepulcro" o "sepultura", lo cual es "queber"
(hebreo) y "mnemeion" (griego); significa más bien la dimensión del estado de las almas de los
que mueren sin Dios; allí están conscientes y angustiados, adoloridos y en tormento. Hades o
Seol no se refiere, pues, a sitios geográficos y sepulcrales, pues no se habla nunca de seoles o
hades en plural. El rico epulón le llama "lugar de tormento" (Lc. 16:28). "Tártaro", también
traducido "infierno" (2 Pe. 2:4), se refiere a la prisión de oscuridad de los ángeles caídos que
esperan el juicio.

Ahora bien, los que mueren en Cristo, mientras sus cuerpos esperan la primera resurrección a
la venida de Cristo, sus almas van a descansar en Su presencia (Fil. 1:23); sí, presentes al
Señor (2 Co. 5:1-10), bajo el altar (Ap. 6:9-11), conscientes y felices en el Paraíso o tercer cielo
(2 Co. 12:2-4; Lc. 23:43).
La resurrección de los justos será una de galardonamiento y recompensa; es decir,
obteniéndose una mejor resurrección según el peso de gloria acumulado (He. 11:35; 2 Co. 4:17;
1 Co. 15:40,42; 3:13--15; 4:5; Ap. 22:12); por lo cual, todos Sus siervos deberemos comparecer
ante el Tribunal de Cristo para recibir cada uno según lo que haya hecho mientras estaba en el
cuerpo (2 Co. 5:10; Ro. 14:7-13; Mt. 25:19-30; Lc. 12:35-48 ; 19:11-27). Entonces el pueblo de
los santos, recompensado, recibirá facultad de juzgar a partir del milenio (Is. 32:1; Dn.
7:10,13,14,18, 22, 26, 27; 12:3,13; 1 Co. 6:1-3; Ap. 2:26,27; 20:4-6) y reinará con Cristo
eternamente y para siempre.
Por otra parte, he aquí lo que corresponderá a los excluídos del Reino: castigo eterno (Mt.
25:46), fuego eterno (Mt. 25:41) que nunca se apaga y el gusano no muere (Mt. 3:12; Mr.
9:43-48); vergüenza y confusión perpetua (Dn. 12:2); perdición eterna (2 Tes. 1:9) y exclusión de
la gloria divina; y el humo del tormento de quienes adoran a la bestia o su imagen y reciben su
marca, sube por los siglos de los siglos (Ap. 14:9-11) y no hallarán reposo.