"Echa tu pan sobre las aguas; porque después de muchos días lo hallarás. Reparte a siete, y aun a ocho; porque no sabes el mal que vendrá sobre la tierra".

(Salomón Jedidías ben David, Qohelet 11:1, 2).

viernes, 1 de julio de 2011

VI: EL FUNDAMENTO DE LOS APÓSTOLES Y PROFETAS

PARTE VI

"Y perseveraban en la doctrina de los apóstoles,
La Unidad del Espíritu 103
en la comunión unos con otros,
en el partimiento del pan
y en las oraciones".
Hechos 2:42


XXXIII

EL FUNDAMENTO DE
LOS APÓSTOLES Y PROFETAS

"17Y vino y anunció las buenas nuevas de paz a vosotros que estabais lejos, y a los que
estaban cerca; 18porque por medio de él los unos y los otros tenemos entrada por un mismo
Espíritu al Padre. 19Así que ya no sois extranjeros ni advenedizos, sino conciudadanos de
los santos, y miembros de la familia de Dios, 20edificados sobre el fundamento de los
apóstoles y profetas, siendo la principal piedra del ángulo Jesucristo mismo, 21en quien todo
el edificio, bien coordinado, va creciendo para ser un templo santo en el Señor; 22en quien
vosotros también sois juntamente edificados para morada de Dios en el Espíritu" (Ef.

2:17-22).

La Iglesia universal, que es el Cuerpo de Cristo, es, pues, un edificio para Dios formado con
muchas piedras vivas, siendo éstas, todos y cada uno de los hijos de Dios (1 Pe. 2:4,5), que al
igual que Pedro (Mt. 16:15-19), son hechos piedras aptas para ser sobreedificados y arraigados
en Cristo (Col. 2:7), cuando reciben directamente de Dios la revelación de Su Hijo Jesucristo, y
entonces lo confiesan desde el corazón apropiadamente. Cada hijo de Dios es, pues, una piedra
viva de esta casa espiritual, en la cual hay piedras que corresponden al fundamento; es decir,
que están íntimamente ligadas a una función de soporte y sostén. Por eso Pablo escribía a los
gentiles en Éfeso que somos "edificados sobre el fundamento de los apóstoles y profetas,
siendo la principal piedra del ángulo Jesucristo mismo". Jesucristo es, pues, la piedra del
ángulo, y es además la piedra principal. Ahora bien, además de la principal, hay otras piedras
íntimamente ligadas a ella, que junto con ella conforman "el fundamento de los apóstoles y
profetas" sobre los que somos edificados cual edificio de Dios.
Jesucristo es, pues, el soporte de los apóstoles y profetas, y éstos son el soporte en Cristo de
la obra de Dios. La Iglesia universal en pleno resulta entonces "columna y baluarte de la
verdad'' (1 Ti. 3:15)

Antes de seguir adelante, debemos advertir que tan sólo es apto para ser una piedra viva del
edificio de Dios, aquel que tenga con Cristo una relación personal que lo haya regenerado; es
decir, que obtenga su vida directamente del Espíritu de Cristo, por medio de cuya unción sea
enseñado verdaderamente en la realidad substancial de la verdad. Entonces, recién estará apto
para ser coordinado por Cristo en relación de su ubicación dentro del edificio en armonía con las
demás piedras, sean éstas de fundamento y columna como los apóstoles y profetas, o de otra
función. Lo que nos convierte en piedras es únicamente la revelación directa divina del Hijo; pero
entonces, ya podemos ser edificados en estrecha relación a los que Cristo mismo ha constituido
para perfeccionar nuestro servicio, pues "10el que descendió, es el mismo que también subió por
encima de todos los cielos para llenarlo todo. 11Y él mismo dio [_δωκεv] unos como apóstoles;
otros, profetas; otros, evangelistas; otros, pastores y maestros, 12para ajustar [καταρτισμ_v] a los
santos en la obra de diaconía [ε_ς _ργov διακovίας], para la edificación del cuerpo de Cristo" (Ef.
4:10-12).

En la carta a los corintios escribía Pablo: "Y a unos puso Dios en la iglesia, primeramente
apóstoles, luego profetas, lo tercero maestros", etc. (l Co. 12:28). Jesús mismo dijo: "Por eso la
sabiduría de Dios también dijo: Les enviaré profetas y apóstoles" (Lc. 11:49); "Por tanto, he aquí
yo os envío profetas y sabios y escribas" (Mt. 23:34). El Señor mismo, pues, da a la Iglesia para
su edificación a estos ministros de su magisterio: apóstoles, profetas, didascalos7 [διδσκάλoυς],
sabios, escribas, evangelistas, pastores.

Y hay algo más: a estos apóstoles y profetas, Dios revela el misterio de Cristo y del Evangelio
por el Espíritu, para que ellos lo administren, como está escrito: "4El misterio de Cristo, 5misterio
que en otras generaciones no se dio a conocer a los hijos de los hombres, como ahora es
revelado a sus santos apóstoles y profetas por el Espíritu: 6que los gentiles son coherederos y
miembros del mismo cuerpo, y copartícipes de la promesa en Cristo Jesús por medio del
evangelio" (Ef. 3:4c-6). Así que los ya fundados en Cristo por el Espíritu, somos también
edificados sobre el fundamento de los apóstoles y profetas, de entre los cuales Jesucristo es la
piedra principal y la del ángulo.
.

Jesucristo, el Hijo enviado en el nombre del Padre, es por lo tanto el Apóstol de nuestra
profesión o confesión (He. 3:1), y el Mesías Profeta (Dt. 18:15; Hch. 3:22-26). En los días de su
carne, es decir, de su paso terrenal por Palestina, Él escogió a doce (12) que fuesen testigos
oculares de su ministerio, sus padecimientos y resurrección, los cuales son los 12 apóstoles del
Cordero, sólo doce (12): Pedro, Jacobo el mayor, Juan, Andrés, Felipe, Bartolomé, Mateo,
Tomás, Jacobo Alfeo, Judas Tadeo Lebeo, Simón cananita y Matías; éstos son sus doce
testigos autorizados en cuanto a que ocularmente vieron con sus propios ojos al Verbo de vida,
le oyeron con sus propios oídos, y le tocaron con sus propias manos desde el comienzo de su
ministerio en días de Juan el Bautista, hasta Su ascensión corporal al cielo, 40 días después de
Su gloriosa resurrección (Hch. 1:12-16). Son llamados: "Los doce apóstoles del Cordero", y eran
conocidos en la Iglesia primitiva como los Doce (Hch. 6:2; 1 Co. 15:5). Estos 12 se sentarán
sobre doce tronos juzgando a las 12 tribus de Israel (Lc. 22:28-30; Mt. 19:28). Sus nombres (de
estos 12), estarán en los 12 cimientos de los muros de la Santa Ciudad, la Nueva Jerusalén (Ap.
21:14): "Y el muro de la ciudad tenía doce cimientos, y sobre ellos los doce nombres de los doce
apóstoles del Cordero". Gracias al testimonio de estos doce testigos oculares escogidos de
antemano, la Iglesia está edificada en la certeza de la historicidad de la persona, obra y
doctrina del Cristo. Fueron ellos quienes establecieron la tradición salvífica que fue recogida
en su núcleo esencial en el Nuevo Testamento.

Sin embargo, no son éstos los únicos apóstoles de que se nos habla en el Nuevo Testamento;
Efesios 4:11 nos habla de apóstoles dados a la Iglesia por el mismo Señor, después de Su
ascensión a la diestra del Padre; apóstoles edificadores del Cuerpo de Cristo que perfeccionan a
los santos para la obra del ministerio, hasta que todos lleguemos a la unidad de la fe y del
conocimiento del Hijo de Dios, a la estatura del varón perfecto. Estos ya no son los doce
apóstoles del Cordero, testigos oculares de su ministerio terrenal, pero sí son apóstoles
enviados directamente por Cristo glorificado después de la ascensión, para, edificar Su Cuerpo

a todo lo largo de la historia de la Iglesia, hasta que todos lleguemos a la medida de lo que Dios
se ha propuesto. Tal es el apostolado de Jacobo el Justo (Gá. 1:19), Pablo y Bernabé (Hch.
14:4,14), Silvano y Timoteo (1 Tes. l:1; 2:6), Andrónico y Junías (Ro. 16:7), no incluídos en la
lista de los doce apóstoles del Cordero, pero sí efectivamente apóstoles edificadores del
Cuerpo, según el lenguaje escritural. Al igual que Silvano y Timoteo, también Tito, Lucas,
Epafrodito, Tíquico, Trófimo, Erasto, Crescente, Artemas, Aristarco, Justo, etc., eran
colaboradores de Pablo dentro del equipo apostólico. Cercano también a Pedro y Bernabé está
el sobrino de éste, Marcos. Estos apóstoles eran probados por las iglesias locales (Ap. 2:2).
Aún en el período siguiente al de los citados, a fines del primer siglo y a lo largo del segundo,
son abiertamente reconocidos estos ministerios con toda claridad, como consta por ejemplo en
la Didaké.8 También Policarpo de Esmirna, discípulo directo del apóstol Juan, en las actas de la
iglesia de Esmirna a Filomelia y vecinas, es llamado apóstol. De tales apóstoles hacen también
mención Clemente de Roma, Ignacio de Antioquía y Hermas. A lo largo de la historia puede
constatarse el testimonio del envío por el Señor de insignes varones tales como Francisco de
Asís, Raimundo Lulio, Nee To Sheng, etc., etc.

Aunque ciertamente los profetas del Antiguo Testamento fueron usados por Dios para
preparar la venida del Mesías, sin embargo, no tan sólo a éstos es que se refiere Pablo en su
carta a los efesios cuando habla de apóstoles y "profetas". Mirando el contexto de la carta y el
pensamiento de Pablo en sus otras epístolas, vemos que se refiere cual profetas a varones
neotestamentarios que después de los apóstoles proclaman bajo el Espíritu Santo la
administración del misterio de Cristo y del evangelio (Ef. 2:20; 3:5,6; 4:11; Ro. 12:6; 1 Co.
12:28,29; 14:29,32, 37). Tenemos como ejemplo de profetas a Agabo, Simón Niger, Lucio de
Cirene, Manaén, Judas Barsabás y Silas (Hch. 11:27,28; 13:1; 15:27,32). También al apologista
-----8La Didaké citado aquí es un antiguo pequeño tratado cristiano, cuyo título completo era “Enseñanza del Señor entre los doce apóstoles”, del siglo I.---Cuadrato.

El Señor Jesucristo mismo, ahora glorificado a la diestra del Padre, es quien por el Espíritu
Santo da directamente hombres carismáticos a la Iglesia para edificarla: apóstoles, profetas,
evangelistas, pastores y didascalos o maestros. Jesús además prometió que enviaría sabios y
escribas. Es el Señor mismo quien con el carisma necesario para el ministerio, constituye a
éstos para bien de las iglesias. Aunque cada uno debe considerarse inferior a los demás y
apenas disponerse a servir como el menor, sin embargo, entre los citados, existe
escrituralmente el siguiente orden: “primeramente apóstoles, luego profetas, lo tercero
maestros" (1 Co. 12:28).
Todos éstos, incluídos los apóstoles y profetas, y entre los apóstoles los doce también, son
ancianos o presbíteros (1 Pe. 5:1; 2 Jn. 1; 3 Jn. 1); es decir, son varones estimados principales
entre los hermanos por razón de su madurez (Hch. 1:23; 15:22). Así que en cuanto más
maduros y reconocidos, son presbíteros, que significa ancianos. Estos mismos, por razón de
haber sido puestos por el Espíritu Santo para supervisar la grey del Señor, son de hecho
"epíscopos", llamados obispos. A éstos mismos, el Señor da ministerios carismáticos de profeta,
maestro o didáscalo, evangelista, pastor; e incluso, de entre éstos es que el Señor mismo envía
apóstoles, como consta en Hechos 13:1-3. Bastaba un presbiterio local para apartar con
imposición de manos a estos apóstoles enviados del Señor. Hoy debe ser igual que ayer.
Apóstoles, profetas, evangelistas y maestros, los hay itinerantes. Profetas, maestros,
evangelistas y pastores los hay también locales. Los apóstoles eran además comisionados
directamente por el Señor, quien los enviaba para la obra según dirección directa del Espíritu
Santo. La obra consistía en la fundación, confirmación y edificación de iglesias locales,
una por localidad, dentro de una región asignada a cada grupo apostólico, por el Espíritu Santo
(Hechos, capítulos 13 y 15). Estos apóstoles tienen colaboradores y ayudantes. Eran, pues,
enviados de oficio con comisión especial; las iglesias locales los reconocían. Eran ungidos y

confirmados por el Señor (2 Co. 1:21), señalados con paciencia y prodigios (2 Co. 12:12), el
sello de cuyo apostolado era su fruto (1 Co. 9:2). Las iglesias locales los probaban antes de
reconocerlos.

Estos apóstoles eran quienes por el Espíritu discernían de entre las iglesias locales a los que
el Espíritu Santo había puesto como sobreveedores (epíscopos) u obispos, y entonces los
señalaban ante el pueblo con imposición de manos, para constituirlos presbíteros o ancianos de
la iglesia local, reconocida así oficialmente su autoridad moral.
La jurisdicción de los apóstoles era la región de su obra para la edificación de la Iglesia
universal; solía tal región tener límites asignados a cada uno por el Espíritu Santo; tenía también
la región un centro de donde partían los apóstoles y al que regresaban, y donde ejercían
también como ancianos (Hch. 9:32 a 11:2; 13:3 a 14; 15:36 a 18:23; 19:1 a 27). Ejemplo de tales
centros son Jerusalén, Antioquía y Efeso. Estos centros son movibles según la sazón de la obra
del Espíritu. El valor no radica un la sede, sino en la operación evidente del Espíritu. El Espíritu
hace a las sedes, no viceversa.
La jurisdicción de los ancianos obispos, o sea, de los epíscopos sobreveedores señalados
presbíteros, es la ciudad de la iglesia local (Hch. 14:23; 20:17,28; Fili. 1:1; Tito 5, 7). Junto a ellos
servían los diáconos.
El Espíritu usó, pues, tales canales para bendecir a las iglesias, edificándolas sobre el
fundamento de Cristo primeramente, y de tales apóstoles, y entonces también de tales profetas;
a éstos, pues, revela Dios el misterio de Cristo y del Evangelio de modo que lo administren por el
Espíritu cual ministros del Nuevo Pacto, no de la letra gloriosa que condena, sino del Espíritu
más glorioso que justifica (2 Co. 3:3-11). Estos apóstoles y profetas son, pues, las piedras vivas
que junto a la principal piedra y del ángulo, Jesucristo, constituyen el magisterio fundamental
sobre el que son edificadas las iglesias que constituyen el Cuerpo de Cristo. Los vencedores
en cada iglesia local son hechos columnas del templo de Dios (Ap. 3:12; Gá. 2:9). Como

fue espiritualmente ayer, así es hoy, y así ha sido en la realidad espiritual a lo largo de la historia,
a pesar de la Babilonia de cizaña sembrada por el diablo entre el trigo. Los vencedores son los
que por el Espíritu, se han mantenido en o cerca del nivel espiritual y original.

♣ ♣ ♣ ♣ ♣

Habiendo en los apartados anteriores considerado el vino fundamental, he aquí que ahora nos
hemos introducido también en la consideración de su odre apropiado fundamental.

XXXIV

LAS IGLESIAS DE LOS SANTOS

El Cristo no dividido, un solo y nuevo hombre, habita por el Espíritu en todos sus hijos,
haciendo a todos y a cada uno de ellos, miembros de Su Cuerpo, la Iglesia universal, edificada
por la Cabeza enviada del Padre, el Apóstol de nuestra confesión, Cristo Jesús, quien a Su vez,
por el Espíritu Santo, escogió a los 12 que estuviesen con Él cual testigos oculares, y a quienes
llamó "enviados" o apóstoles, para dar testimonio de Su resurrección siendo discípulos; a éstos,
después de Su ascensión añadió por el Espíritu hombres carismáticos dados a la Iglesia para
edificarla como apóstoles, profetas, evangelistas, pastores y maestros, sabios y escribas, con
los cuales fundó Cristo las iglesias de Judea y las iglesias de los gentiles, y lo hace así hasta
hoy, edificando de esa manera el Cuerpo hacia la unidad de la fe y del conocimiento del Hijo
de Dios, hasta la estatura del varón perfecto, y creciendo en amor, para que seamos
coherederos con el Hijo de Su Reino anunciado a Israel de antemano. Tal Cuerpo celestial,
místico y sobrenatural, invisible al ojo natural, tiene sin embargo sus pies en la tierra y la historia,
el espacio y el tiempo; y ha tomado la forma visible al mundo de iglesias locales, las iglesias de
los santos, según el lenguaje escriturario.
Fundadas son todas las iglesias de los santos, y cada una, por el Cristo glorificado, a lo largo y
ancho de la tierra, mediante la operación de Su Espíritu, a través del ministerio del Cuerpo; sí, a
través del ministerio de todos los santos, perfeccionado por los hombres carismáticos dados
directamente por Cristo a la Iglesia universal, visible en las iglesias locales de los santos.

Estas iglesias de los santos son las asambleas de los hijos del Reino, plantados en el campo
del mundo, entre cuyo mismo campo, el diablo ha sembrado cual cizaña a los hijos del malo. La
red a recogido, pues, peces buenos y malos, de los cuales, los últimos, los malos, causan
tropiezos, y por su fornicación e infidelidad espiritual, se ha constituido a la misteriosa
Babilonia, la gran ramera, madre de otras rameras. De en medio de la tal Babilonia, llama a
salir la voz celestial al pueblo del Señor, para que no participe de pecados y plagas sino que los
suyos se mantengan vencedores, en cada iglesia local plantada en el mundo, siguiendo la fe, la
justicia, el amor, la paz, la santidad, con todos los que de corazón limpio invocan al Señor (Mt.
13:38-41; Ap. 17:1-6; Mt. 13:47-50; Ap. 18:4; 21:7; 2 Ti. 2:22).

"Iglesia" significa asamblea sacada fuera. Todos los hijos de Dios son los santos apartados
por el Señor para formar en un lugar y época dados, la asamblea de Su Reino que busca Su
justicia. En cada localidad, pues, donde comience a haber 7 u 89 hijos de Dios reunidos en
Cristo, se establece la iglesia de la localidad. Puede reunirse en una casa, pero su jurisdicción
es la ciudad o localidad; es decir, que todos los hijos de Dios de una localidad conforman de
hecho y por derecho propio, sin necesidad de otro ingreso, la iglesia de la localidad. Esta no
debe dividirse, sino dar testimonio en unidad de Cristo y de Su Reino. Los vencedores apuntarán
a esto.

Escrituralmente no estamos autorizados para tener más de una iglesia por localidad, sino que
todos los hijos de Dios de una ciudad somos ya la iglesia del lugar y estamos obligados a
guardar solícitamente la unidad del Espíritu, perseverando juntos y unánimes en la doctrina de
los apóstoles, la comunión unos con otros, el partimiento del pan y las oraciones, recibiendo a
todos los recibidos por Cristo. La iglesia no debe dejar de reunirse, si es posible en un solo lugar,
o en varios, por las casas, etc., según la necesidad, pero manteniendo la unidad del Espíritu,
9Dos o tres es suficiente para reunirse en el nombre del Señor Jesucristo, sin embargo, hemos puesto 7 u 8 para que se pueda completar el ciclo implícito de Mateo 18:15-17, en relación a la naciente iglesia
local de una ciudad. reconociendo la misma mesa con un solo pan, discerniendo el Cuerpo, y anunciando la muerte
de Cristo por nosotros y su resurrección hasta que Él vuelva como se fue, en las nubes.
El Nuevo Testamento no habla de supuestas "iglesias" denominacionales, ni de una
corporación mundial, ni de sectas autorizadas, sino que habla solamente de iglesias locales: de
Jerusalén, Antioquía, Cencrea, Corinto, Tesalónica, Efeso, Esmirna, etc. Las iglesias por las
casas de que en cuatro (4) ocasiones habla el Nuevo Testamento, no eran iglesias menores y
múltiples dentro de una localidad, pues en Jerusalén, las reuniones en muchas casas no eran
varias iglesias en Jerusalén, sino apenas la iglesia de Jerusalén. Las iglesias en casa de Aquila
y Priscila, en casa de Filemón, en casa de Ninfas, eran la iglesia de la localidad reunida en tal
casa; y no eran iglesias sectarias minúsculas divididas del resto de los hijos de Dios de la
ciudad. ¡Eso no está permitido! La iglesia en casa de Aquila y Priscila era la iglesia única de
Efeso, un solo candelero (Ap. 2:1); la iglesia en casa de Filemón era la iglesia única de Colosas
(ver Teodoreto);10 la iglesia en casa de Ninfas era la iglesia única de Laodicea, un solo
candelero (Col. 4:15,16; Ap. 3:14).
---10Teodoreto de Ciro (386-458), fue obispo, historiador eclesiástico antiguo, además de exégeta, teólogo y polemista. A él se le debe la clarificación de las dos naturalezas en Cristo, base del concilio de
Calcedonia, en contra de las ideas monofisitas de Eutiques. Es considerado el más distinguido teólogo de la escuela de Antioquía---.

Por otra parte, la autonomía de tales iglesias no era quebrantada por una hegemonía
provincial, nacional, continental o mundial, que les quitase el carácter de iglesias locales
autónomas. ¡No! Puesto que no hay en las Escrituras autorización ninguna para iglesias
mayores a una sola ciudad o localidad. Siempre se habla en plural de iglesias de Galacia,
Macedonia, Acaya, Judea, Asia Menor, Siria, Cilicia, al referirse a naciones o provincias; se
habla también en plural al referirse mundialmente: "iglesias de los santos", "iglesias de los
gentiles", "en todas partes por todas las iglesias". No es lícito escrituralmente destruir la
autonomía de las iglesias locales, como tampoco es lícito dividirlas dentro de la misma localidad.
La obra apostólica edifica regionalmente por el amplio mundo, sí, pero sin destruir la
autonomía de las iglesias de los santos, sino al contrario, edificándolas. Cada iglesia local tiene
cada una su propio presbiterio de obispos, plural, puestos por el Espíritu Santo y señalados por
los apóstoles; junto a los obispos de la ciudad están los diáconos, elegidos por la iglesia, en
cada ciudad. Este presbiterio es el responsable de apacentar, enseñar, administrar, gobernar, a
la iglesia local en su autonomía, la cual tiene derecho de probar a los apóstoles y ministros
itinerantes que operen en su región; debe acoger a los auténticos ministros de Cristo, a la par
que no debe permitir en la iglesia la influencia de los falsos.

Las iglesias locales, sin destruir su autonomía, mantienen la comunión del Espíritu con las
demás iglesias locales de la región y el mundo, siendo cada una responsable de su propio
candelero en el tiempo y en el espacio que le fueron delimitados. Tal comunión espiritual de las
iglesias permite la ayuda mutua y la amonestación mutua, pero no la hegemonía.
Si una iglesia local capitula ante una hegemonía inconveniente, se hace responsable de su
caída, pues fue a ella, a la iglesia local respectiva, a la que se encargó el testimonio de Cristo en
su lugar y época, y no debe permitir que tal testimonio sea destruido, ni desde dentro ni desde
fuera. La iglesia local junto a su presbiterio están bajo la autoridad de la Cabeza del Cuerpo por
el Espíritu Santo. Puede y debe buscar ayuda espiritual fuera de su ámbito, pero sin renunciar a

su autonomía y responsabilidad local.
La iglesia debe reunirse, y cada uno debe ministrar a los demás según el don recibido. Cada
uno tiene algo de Dios para los demás; y mutuamente debemos enseñarnos, animarnos,
ayudarnos, exhortarnos, etc. Ninguno debe tomar la mala costumbre de no reunirse, sino
que, como la iglesia de Jerusalén, debemos perseverar juntos y unánimes en la doctrina
apostólica, la comunión, el partimiento del pan y las oraciones.

XXXV

LA DOCTRINA DE LOS APÓSTOLES

Las iglesias locales, al igual que la iglesia en Jerusalén en los inicios del cristianismo,
debemos perseverar juntos y unánimes en la doctrina de los apóstoles. Y ¿cuál es la doctrina de
los apóstoles? ¿dónde encontrarla con seguridad? Inicialmente ellos hablaron de viva voz y a
personas en Jerusalén que conocían de primera mano los hechos de la vida pública de Jesús de
Nazaret; se reunían por las casas y escuchaban el testimonio de la resurrección de Cristo de
parte de los testigos presenciales que comieron y bebieron con Él después que resucitó de los
muertos. Además, los apóstoles no podían dejar de decir todo lo que habían visto y oído. Con
tales testimonios de los testigos autorizados, corroborados por el asentimiento de todos los
demás que de una manera u otra tuvieron relación con la vida pública del Señor Jesús, se fue
formando el contenido de la tradición, en los primeros años antes de escribirse el Nuevo
Testamento.
Lucas (1:1-4) nos dice que ya en su época muchos habían tratado de poner por escrito la

historia de las cosas ciertísimas ocurridas entre ellos. No obstante, de aquella masa de escritos
y otros posteriores, no todos resultaron fieles, pues algunos añadían leyendas inseguras, otros
modificaban el sentido de las palabras, algunos añadían lo afín a su tendencia, etc. Por todo lo
cual, tales escritos comenzaron a usarse con cierta reserva, lo cual se significa con el término de
"apócrifos",11 y fueron quedando en pie solamente los libros que recogían la tradición más
segura, corroborada por la autoridad de testigos autorizados tales como los apóstoles mismos, u
hombres muy cercanos a ellos como Marcos y Lucas. Al coleccionarse los escritos autorizados
se formó el canon del Nuevo Testamento. Del círculo más íntimo de Jesús en Su vida pública
nos quedaron escritos de Pedro, de Santiago, de Juan, de Mateo, de Judas Tadeo; lo que Pedro
enseñaba a los gentiles en Roma lo recogió Marcos en su evangelio, de lo cual existe seguridad,
pues Marcos fue el intérprete de Pedro, y además compañero de Pablo y Bernabé. Papías,
discípulo del apóstol Juan y conocedor de los apóstoles, escribía que de Juan mismo supo que
lo registrado por Marcos era correcto. Conociendo Juan los tres evangelios sinópticos y
aprobándolos, añadió entonces el suyo, el cuarto evangelio, para completar el cuadro en lo más
importante.
Pedro mismo había escrito que él procuraría con diligencia el que sus oyentes tuvieran
siempre memoria de aquellas cosas (2 Pe. 1:14-15); de él nos conserva el Nuevo Testamento
dos cartas y el registro de Marcos. Mateo, del círculo apostólico, nos recogió en su libro lo
esencial de la vida y enseñanza públicas de Jesús en el aspecto hebraico. De Santiago y de
Judas, ambos hermanos de Jesús, nos quedó una carta de cada uno. De Juan nos quedó el
Apocalipsis, el Evangelio y tres cartas. Del apóstol Pablo, maestro por excelencia de los
gentiles, apartado por el Señor para ese preciso propósito, y cuyo apostolado y enseñanza fue
además reconocida por Jacobo, Cefas y Juan, nos quedó una colección paulina de cartas
---11Apócrifo, es lo oculto, y se refiere a lo fabuloso, supuesto o fingido. Se dice de un libro atribuido a autor sagrado. Los libros apócrifos no están incluidos en el canon de la Biblia.--- reconocidas por Pedro (2 Pe. 3:15,16). De Lucas, compañero de Pablo, médico e investigador
concienzudo que indagó personalmente acerca de las cosas hasta su origen, pudiendo hacerlo
en averiguaciones con los mismos apóstoles, los pariente del Señor y María, de este Lucas nos
quedó una historia en dos tratados dedicados a Teófilo: su evangelio y el libro de los Hechos de
los Apóstoles, y posiblemente también la epístola a los Hebreos.
De entre toda la masa de escritos, tan sólo éstos citados fueron evidenciados por el Espíritu
Santo y los testigos primitivos como dignísimos de completo crédito; los demás quedaron
relegados a la categoría de reservados, no pudiéndose de ellos extraer suficiente autoridad. Lo
recogido, pues, en el Nuevo Testamento es la tradición más segura y autoritativa, y es por lo
tanto la norma establecida con la cual juzgar toda la tradición cristiana. El Nuevo Testamento
establece, pues, la tradición inspirada y juzga toda otra pretendida tradición que no le sea
perfectamente afín. De manera que la doctrina de los apóstoles la tenemos de su misma boca y
de su propia mano en el Nuevo Testamento dirigido por ellos a cristianos normales. San Pablo
decía: "Porque no os escribimos otras cosas de las que leéis; o también entendéis; y espero que
hasta el fin las entenderéis" (2 Co. 1:13). Y a los efesios escribía: "3Por revelación me fue
declarado el misterio, como antes lo he escrito brevemente, 4leyendo lo cual podéis entender
cuál sea mi conocimiento en el misterio de Cristo'' (Ef. 3:3,4 ).
De manera que las cartas apostólicas iban dirigidas a iglesias locales y a creyentes simples
que podrían entender, pues no escribían otra cosa que lo que podía leerse. Así que es necesario
atenerse con tenacidad a la doctrina establecida en las cartas, pues el mismo apóstol escribe:
"Así que, hermanos, estad firmes, y retened la doctrina que habéis aprendido, sea por palabra, o
por carta nuestra" (2 Tes. 2:15). Y más adelante advertía a la iglesia local: "14Si alguno no
obedece a lo que decimos por medio de esta carta, a ése señaladlo, y no os juntéis con él, para
que se avergüence. 15Mas no lo tengáis por enemigo sino amonestadle como a hermano" (2
Tes. 3:14,15).

De manera, pues, que no importa cuán grande o espiritual aparente ser cualquier persona, de
todas maneras debe reconocer lo que está escrito, sin derecho a modificarlo, pues: "si alguno se
cree profeta, o espiritual, reconozca que lo que os escribo son mandamientos del Señor" (1 Co.
14:37).
Los escritos apostólicos deben, pues, leerse en la iglesia con solicitud y acatamiento a su
autoridad: "Os conjuro por el Señor, que esta carta se lea a todos los santos hermanos" (1 Tes.
5:27). No debe entenderse que la verdad dirigida a una iglesia local no era útil a otra; por el
contrario, lo escrito a una iglesia local debía también leerse en otras iglesias locales. La carta a
los gálatas iba dirigida a varias iglesias locales; igualmente las cartas de Pedro, Santiago,
Judas, la primera de Juan y la dirigida a los hebreos; a los colosenses escribe Pablo: "Cuando
esta carta haya sido leída entre vosotros, haced que también se lea en la iglesia de los
laodicenses, y que la de Laodicea la leáis también vosotros" (Col. 4:16). Las cartas apocalípticas
enviadas por el Señor mediante el apóstol Juan a las siete iglesias del Asia, aunque iban
dirigidas cada una a una iglesia local, sin embargo eran válidas y además proféticas, para
tenerse en cuenta en otras iglesias y épocas, pues: "el que tiene oído oiga lo que el Espíritu dice
a las iglesias" (plural) (Ap. 2:7,11, 17,23,29; 3:6,13,22). Bienaventurados los que leen, oyen y
guardan las cosas escritas en la Revelación de Jesucristo (Ap.1:3).
Desde el principio, pues, era normal en las iglesias de los santos, leer los escritos apostólicos,
pues suplían su ausencia y establecían la verdad; v. y gr.: "30Así, pues, los que fueron enviados
descendieron a Antioquía, y reuniendo a la congregación, entregaron la carta; 31habiendo leído
la cual, se regocijaron por la consolación" (Hch. 15:30,31). Justino Mártir también nos informa de
aquella práctica primitiva.
Todo lo realmente necesario, prioritario, urgente y esencial para la salvación de las almas y la
edificación de las iglesias, se halla en la Sagradas Escrituras, y su autoridad es inapelable.
"Estas cosas os escribimos para que vuestro gozo sea cumplido" (Jn. 1:4). "30Hizo además

Jesús muchas otras señales en presencia de sus discípulos, las cuales no están escritas en este
libro. 31Pero éstas se han escrito para que creáis que Jesús es el Cristo, el Hijo de Dios, y para
que creyendo tengáis vida en su nombre" (Jn. 20:30,31). Para lo autoritativo y suficiente de las
Escrituras revísense atentamente las siguientes citas de las Escrituras mismas: Ro. 15:15,16; 1
Co. 15:1-8; Gá. 6:16; Fil. 3:15-17; 1 Ti. 1:15; 2 Ti. 3:15.17; Tito 3:4-8; 1 Pe. 5:12; 2 Pe. 3:1,2; 1
Jn. 1:4-10; 2:1-7; 3:11,23; 5:10-13; Jd. 1:3; Ap. 22:6-10. Cualquier lector atento de estas citas
hallará que ellas por sí mismas establecen con autoridad apostólica la suficiencia de lo
contenido en las Escrituras para conocer claramente y establecidamente lo que es el evangelio
de salvación.
De manera que no podemos menos que aferrarnos a ellas como a autoridad establecida
divinamente e insustituiblemente. Otra cosa que difiera de ellas será para nosotros anatema.
Ahora bien, una vez puestas las Sagradas Escrituras en primer plano como de autoritativa
procedencia divina, podemos recibir también ayuda del magisterio carismático que en el mismo
Espíritu de las Sagradas Escrituras y en perfecta consonancia con todo su mensaje en su total
contexto, nos brinde una exposición clara y legítima del Evangelio cual contenido en ellas. Es
ese el lugar establecido por el Señor para el ministerio de los apóstoles, profetas, evangelistas,
pastores, didáscalos, sabios y escribas. El Espíritu Santo, cuya enseñanza y ejemplo ha
establecido ya con las Sagradas Escrituras, se mueve también consonantemente a través del
ministerio del Cuerpo, trayendo a vida la verdad que es Cristo, de manera que Éste se
reproduzca en la práctica, dentro de las iglesias de los santos, para testimonio al mundo. He allí
la doctrina de los apóstoles en la que nos conviene perseverar.
¿Por qué no podemos poner en el mismo plano a las Sagradas Escrituras y al magisterio
actual? Primero, porque las Sagradas Escrituras por sí mismas siguen siendo el magisterio
autorizado de los testigos oculares o de primera instancia, cuya autoridad no admite cambio ni
paralelo; segundo, porque es fácilmente demostrable en la historia que el magisterio posterior
en varias ocasiones se apartó del Espíritu y de la letra autoritativos y originales. No siempre los
que sucedieron en el desempeño de la cátedra fueron fieles; y aun varones insignes, ordenados
legalmente, se deslizaron a herejías. La infalibilidad radica en el Espíritu Santo que ya habló por
las Escrituras apostólicas y sigue diciendo por ellas hoy lo mismo que ayer. Cuando Él nos
ilumina y nos revela al Hijo, entonces deja establecido con ello a las Escrituras como testigos de
la verdad. Ellas son la Voz del magisterio del Espíritu y del magisterio apostólico fundamental.
Ningún cristiano es infalible cuando no oye la Voz del Espíritu que habla con las Escrituras. Todo
hombre, por más fiel que sea, puede deslizarse en cualquier momento hacia la desobediencia
del Espíritu Santo infalible. Igualmente puede acontecer en cualquier asamblea que por diversos
motivos o intereses deje de someterse al Espíritu Santo, y se someta a otra influencia. Es una
promesa la asistencia del Espíritu Santo a todo creyente, pero NO es una promesa la obediencia
permanente de todo creyente al Espíritu. Repetimos aquí que NO es la voz de la mayoría carnal
la que establece la autoridad, sino tan sólo la voz única e infalible del Espíritu Santo que
habla siempre en perfecta concordancia con el Evangelio de las Escrituras y rodeado de legítima
santidad. Tan sólo así queda a salvo la posición de la Cabeza, Cristo Jesús. El Espíritu Santo,
las Sagradas Escrituras y el Cuerpo de Cristo sujeto a la Cabeza (y subrayo la última frase),
tienen una sola y la misma Voz. La vida y voz son inseparables. Que no se pretenda reducir al
Espíritu Santo a meras definiciones ¡NO! Él nos trae la completa realidad de la verdad que es
Cristo mismo, Vida y Voz. "Por sus frutos los conoceréis".

XXXVI

LA COMUNIÓN UNOS CON OTROS

La noche de la última cena el Señor Jesús dijo: "34Un mandamiento nuevo os doy: Que os
améis unos a otros; como yo os he amado, que también os améis unos a otros. 35En esto
conocerán todos que sois mis discípulos, si tuviereis amor los unos con los otros" (Jn. 13:34,35).
Este Amor es la característica del auténtico cristianismo. En virtud de este amor tenemos
comunión los unos con los otros; en virtud de este amor lo compartimos todo; en virtud de este
amor nos servimos los unos a los otros. Es amor lo que constituye el corazón de Dios, y Su
deseo y propósito al crearnos y redimirnos es que lleguemos a compartir el amor del Padre, el
Hijo y el Espíritu Santo, el Amor Divino.
Así como el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo son una sola esencia divina que es amor,
fuimos creados para participar con Dios de ese Amor, para amar con ese Amor, y para que todos
los que estamos en Él seamos perfectamente uno en Amor.

Quien ha nacido de nuevo, gracias a Cristo, posee una naturaleza capaz de amar. Cuando el
hombre nuevo interior es edificado, entonces crece en amor, lo cual va manifestándose en la
Iglesia como comunión. Esta "koinonía" se acrecienta hasta la medida de la perfecta unidad, y
va saliendo de su escondite en el espíritu y convirtiendo el alma, con su voluntad, mente y
emociones, a una reconciliación total cuya lealtad se alimenta de la esencia divina. Entonces se
abren el corazón y las manos, y la persona se entrega incluido lo suyo.
Ungidos de este amor, los santos en Jerusalén (y en otras varias ocasiones de la historia),
"ninguno decía ser suyo propio nada de lo que poseía, sino que tenían todas las cosas en
común" (Hch. 4:32). Voluntariamente, y constreñidos solamente por el Espíritu de amor, se
entregaban al servicio de Dios, sirviéndose unos a los otros en Cristo. "44Todos los que habían
creído estaban juntos, y tenían en común todas las cosas; 45y vendían sus propiedades y sus
bienes, y lo repartían a todos según la necesidad de cada uno. 46Y perseverando unánimes cada
día en el templo, y partiendo el pan en las casas, comían juntos con alegría y sencillez de
corazón, 47alabando a Dios y teniendo favor con todo el pueblo" (Hch. 2:44-47).
En este ambiente nacía la Iglesia; en este nido eran empollados los nuevos convertidos. El
sentir del Espíritu de Cristo no ha variado ni cesado; a medida que se crece en el Señor, el
corazón se dispone para los demás, dejando clavado con Cristo en Su Cruz que hacemos
nuestra, el egoísmo de la naturaleza adámica y carnal.
El camino, pues, más excelente es el amor. Todo lo demás pierde su valor si falta el amor.
Este amor se expresa en comunión, se entrega en abnegación. Todo el evangelio apunta a
producir esto. Para esto creemos, nos arrepentimos y nos bautizamos; para esto recibimos el
Espíritu Santo; para esto somos enseñados y edificados; para participar con Cristo en un Reino
de amor que comienza a prepararse aquí y desde ya en el seno de la Iglesia. Todo lo anterior
desemboca aquí y los valientes lo alcanzan.

XXXVII

EL PARTIMIENTO DEL PAN

La iglesia local debe, pues, perseverar también en el partimiento del pan; el Señor Jesús
ordenó que lo hiciéramos en memoria de Él. La noche en que fue entregado tomó pan
bendiciéndolo y habiendo dado gracias lo partió y lo dio a sus discípulos, diciendo: "Tomad,
comed, esto es mi cuerpo que por vosotros es dado (o partido). Haced esto en memoria de mí"
(Mt. 26:27; Mr. 14:22; Lc. 22:19;1 Co. 11:24). Después de cenar, tomó también la copa y
habiendo dado gracias les dijo: "Bebed de ella todos; porque esta es mi sangre del nuevo pacto,
que por muchos es derramada para remisión de los pecados. Esta copa es el nuevo pacto en mi
sangre que por vosotros se derrama. Haced esto todas, las veces que la bebiereis en memoria
de mí" (Mt. 26:27,28; Mr. 14:24; Lc. 22:20; 1 Co. 11:25).
Desde sus comienzos los cristianos perseveraron entonces en el partimiento del pan, acerca
de lo cual escribía Pablo: "La copa de bendición que bendecimos, ¿no es la comunión de la
sangre de Cristo? El pan que partimos, ¿no es la comunión del cuerpo de Cristo?'' (l Co. l0:16).
El Señor quiere, pues, que todos hagamos aquello en memoria de Él; todos debemos partir el
pan, todos debemos bendecir la copa, y todos debemos beber de ella en su memoria y además
dignamente y con discernimiento.
El pan que partimos y la copa que bendecimos, en memoria de Cristo, es la comunión de Su
cuerpo y de Su sangre, como lo indica Pablo en 1 Corintios 10:16. En efecto, el Señor Jesús
había ya dicho antes: "47El que cree en mí, tiene vida eterna. 48Yo soy el pan de vida. 49Vuestros
padres comieron el maná en el desierto, y murieron. 50Este es el pan que desciende del cielo,
para que el que de él come, no muera. 51Yo soy el pan vivo que descendió del cielo; si alguno
comiere de este pan, vivirá para siempre; y el pan que yo le daré es mi carne, la cual yo daré por

la vida del mundo.../... 53De cierto, de cierto os digo: Si no coméis la carne del Hijo del Hombre, y
bebéis su sangre, no tenéis vida en vosotros. 54El que come mi carne y bebe mi sangre, tiene
vida eterna; y yo le resucitaré en el día postrero. 55Porque mi carne es verdadera comida, y mi
sangre es verdadera bebida. 56El que come mi carne y bebe mi sangre, en mí permanece, y yo
en él. 57Como me envió el Padre viviente y yo vivo por el Padre, asimismo el que me come, él
también vivirá por mi. 58Este es el pan que descendió del cielo; no como vuestros padres
comieron el maná, (en el desierto) y murieron; el que come de este pan vivirá eternamente" (Jn.
6:47-51,53-58).
Y puesto que sus discípulos dijeron que era dura tal palabra, y ¿quién la podría oír? Entonces
Jesús añadió respecto de sus afirmaciones: "El Espíritu es el que da vida; la carne para nada
aprovecha; las palabras que yo os he hablado son espíritu y son vida" (Jn. 6:63). Sus palabras
son, pues, "espíritu y vida" y debemos comer de Él "asimismo" como el Padre viviente le envió a
Él, y Él vivió por el Padre (v. 57).
Con ese mismo sentir, como de quien se entrega a Sí mismo para ser la vida sustentatriz, fue
que el Señor tomó el pan bendecido y repartiéndoselos les dijo: "Esto es mi cuerpo", y luego:
"Esta es mi sangre". Lo que debemos entender es que Cristo mismo se nos dio por sustento
para que al asimilarlo vivamos por Él con vida eterna, para la resurrección también de nuestros
cuerpos en el día postrero.
En el Hijo de Dios está la vida, y Su resurrección y glorificación es nuestra, pues participamos
de Él, siendo carne de Su carne y hueso de Sus huesos. Por eso al partir el pan en memoria
suya, debemos recibirlo de la misma manera como lo recibieron sus apóstoles en aquella mesa,
pues participamos de esa misma mesa y en el mismo Espíritu; es como si aquella ocasión se
prolongase hasta hoy al hacerlo en Su memoria; de manera que lo hacemos como Él, ya que Él
mismo dijo: "haced esto”; y ese "esto" es, pues, lo mismo. Es por esa razón que al comer "el pan"
y al beber de "la copa", debemos hacerlo dignamente discerniendo el cuerpo del Señor (1 Co.

11:27-32).
El "partimiento del pan" es, pues, por una parte, un memorial de Él y de Su sacrificio. Por otra
parte, es también un anuncio de tal sacrificio hasta Su regreso, como dice Pablo: “Así, pues,
todas las veces que comiereis este pan, y bebiereis esta copa, la muerte del Señor anunciáis
hasta que él venga" (1 Co. 1l:26). Memorial, anuncio, y entonces además, el partimiento del pan
es también "la comunión del cuerpo de Cristo", así como la copa de bendición es "la
comunión de la sangre de Cristo" (1 Co. 10:16).
Comer "el pan" y beber de "la copa" discerniendo el Cuerpo del Señor, es hacerlo "asimismo"
como el Hijo enviado vivió por el Padre viviente (Jn. 6:57). Es por eso que comer "el pan" y
beber de "la copa" del Señor indignamente hace culpable de sacrilegio; sí, hace culpable al
sacrílego no apenas del "pan" y de la "copa", sino culpable del "Cuerpo" y de la "Sangre" del
Señor.
En esta comunión del Cuerpo, verdadera comida, y de la Sangre, verdadera bebida, nosotros
no sólo recordamos Su sacrificio, ni tan sólo apenas lo anunciamos, sino que además
participamos de los efectos de ese Santísimo Sacrificio hecho en la cruz una vez para siempre.
Por la fe, nosotros aplicamos hoy a nuestro favor la validez de aquel sacrificio de la cruz, y en el
momento de partir el pan, consumamos demostradamente nuestra participación con el Cristo
real sacrificado y resucitado que regresará. La "comunión del Cuerpo" es, pues, la participación
íntima, verdadera, real y profunda, cual perfectamente uno, con Cristo; sí, con la Cabeza y los
miembros. Jesús es la Cabeza y la Iglesia sus miembros. Jesús y la Iglesia somos el Cuerpo de
Cristo, un solo y nuevo hombre. Por ello el pan es "uno sólo", y la mesa es la "del Señor".
Discernir el cuerpo implica también, pues, recibir en Cristo a todos los que Cristo ha recibido,
pues a la "mesa de Él" se sientan todos los suyos. No podemos entonces excluir de Su mesa a
ninguno de los suyos, a quienes Él sí ha recibido, pues entonces estaríamos haciendo "otra"
mesa, "'nuestra" mesa, y no "la de Él". Aquello sería herejía. Discernir es ver detrás de las
apariencias; a nadie, ni a Cristo, conocemos según la carne (2 Co. 5:16). La nuestra es una
comunión verdadera con Cristo y la Iglesia, en la nueva creación, también manifiesta en el amor
y en el anuncio, para que por nuestra unidad en Dios, el mundo vea y crea.
Un aspecto más. Puesto que el partimiento del pan, además de memorial y anuncio, es la
comunión del Cuerpo, tal comunión es una alianza donde también nosotros, por medio de
Jesucristo, y al participar de los beneficios de Su sacrificio, entonces nos ofrecemos en
sacrificio, y ministramos por Él al Padre, sacrificios espirituales. Tal aspecto sacrificial
inclúyese también, pues, en la alianza. Está escrito: "Vosotros también como piedras vivas, sed
edificados como casa espiritual y sacerdocio santo, para ofrecer sacrificios espirituales
aceptables a Dios por medio de Jesucristo" (1 Pe. 2:5). Por medio de Jesucristo, cuya alianza
celebrarnos en el partimiento del pan, ofrezcamos, pues, a Dios sacrificios espirituales
aceptables. Y son aceptables tales sacrificios espirituales precisamente por hacerse en virtud de
Jesucristo; es decir, estrechamente ligados al sacrificio suyo. Por ello también la carta a los
Hebreos nos habla de que "15Ofrezcamos siempre a Dios, por medio de él, sacrificio de
alabanza, es decir, fruto de labios que confiesan su nombre. 16Y de hacer el bien y de la ayuda
mutua no os olvidéis; porque de tales sacrificios se agrada Dios" (He. 13:15,16). Se nos habla
aquí del sacrificio de alabanza y del sacrificio de la ayuda mutua (renunciando para dar);
sacrificios tales hechos por medio de Jesucristo.
El Sacrificio de Cristo, hecho una vez para siempre, que recordamos, anunciamos, y del que
participamos consumadamente en el partimiento del pan dignamente, la alianza, es también el
contenido que posibilita nuestros sacrificios espirituales a Dios, tales como la confesión de Su
Nombre y la alabanza, la ayuda mutua, el sostén misionero (Fil. 4:18), y la consagración
personal (Ro. 12:1).

XXXVIII

LAS ORACIONES

Además de perseverar en la doctrina de los apóstoles, la comunión unos con otros, y el

partimiento del pan, la primitiva iglesia perseveraba también en las oraciones. El Señor Jesús
había dicho : "19Si dos de vosotros se pusieren de acuerdo en la tierra acerca de cualquiera cosa
que pidieren, les será hecho por mi Padre que está en los cielos. 20Porque donde están dos o
tres congregados en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos" (Mt. 18:19,20). Además, pues,
de la importantísima oración individual que cada cristiano debe cultivar en su devoción privada al
Señor, es la voluntad de Dios que los suyos nos unamos para orar acerca de las cosas relativas
al Reino y al propósito Divino.
Ahora bien, orar es hablar con Dios, tratar íntima y directamente con Él de corazón a corazón;
es decir, encarecidamente. En esta relación con el Altísimo Soberano, hallamos diversos
matices que se manifiestan a su vez en diversas clases de oraciones, todas ellas válidas y
necesarias. Existe, pues, la pura adoración, donde nos postramos ante Su admirable grandeza
para entregarnos a Él totalmente mientras le contemplamos anonadados. Existe también la
alabanza en la que le confesamos y en la que reconocemos Sus excelencias; esta clase de
oración está muy relacionada a la acción de gracias, con la que expresamos nuestra gratitud por
Él y todos Sus beneficios con que nos ha colmado. También hay oraciones de petición y súplica,
de ruego o rogativa, además de la de intercesión. Se ora también para preguntar y para estar a
la expectativa en el Espíritu. Se ora además para participar durante la oración en la lucha
espiritual en lugares celestiales contra las huestes de Satán; repréndese, pues, también a
Satanás y sus demonios, en el Nombre de Jesús.
Cualquier tipo de oración debe orarse siempre en el espíritu, pues Dios es Espíritu, y la
oración es una incursión de nuestro espíritu en el mundo invisible. Pero órese además con el
entendimiento; aunque es verdad que algunas veces la oración en el espíritu sobrepasa nuestro
entendimiento también, pues, como está escrito: "26Qué hemos de pedir como conviene, no lo
sabemos, pero el Espíritu mismo intercede por nosotros con gemidos indecibles. 27Mas el que
escudriña los corazones sabe cuál es la intención del Espíritu, pues conforme a la voluntad de
Dios intercede por los santos" (Ro. 8:26,27); la oración con el espíritu abarca, pues, también
misterios (1 Co. 14:2,15).
Los valores por los que debemos orar nos fueron enseñados por el Señor Jesús en el célebre
"Padre Nuestro" (Mt. 6:9-13).
En esta comunión íntima y comunitaria, si se hace sinceramente y en el espíritu, Dios suele
revelarse iluminando los corazones, e incluso manifestando Su Espíritu en diversos dones tales
como sabiduría, ciencia, discernimiento, milagros, sanidades, fe, profecía, diversas lenguas
humanas y angelicales, e interpretación (l Co. 12:7-10; 14:26; Col. 3:16; 1 Pe. 4:10,11). Se nos
exhorta, pues, a no dejar de congregarnos (He. 10:25), sino más bien a perseverar creciendo en
la obra del Señor siempre. Debemos, pues, disponer nuestro corazón para percibir en el espíritu
nuestro, la guianza y el movimiento del Espíritu del Señor, y entonces, habiendo examinado todo
y retenido lo bueno, ocuparnos en el servicio de Dios por Jesucristo.
En el Santuario que poseía Israel, en el Lugar Santísimo, una porción permanente de las
especies e incienso, representa las oraciones en Cristo de los santos; sin embargo, de mañana
y de tarde, a la hora especial del rito, se ofrecía la ofrenda especial de incienso. Esto nos señala
que existe una oración continua y permanente en el espíritu del cristiano, que le mantiene todo el
día y en cualquier labor, ligado en comunión a Dios, ocupándose del Espíritu que dirige, aprueba
o reprueba, avisa, restringe, da libertad. De tal comunión continua hablaba Pablo al decir: "orad
sin cesar" (1 Ts. 5:17), lo cual está simbolizado con aquella porción reservada permanente en el
Lugar Santísimo, que cual especies machacadas representan a Cristo, vida de nuestra oración
en el Espíritu, escondida en Dios, a cuya diestra intercede Jesús permanentemente por
nosotros. Pero los ritos matutinos y vespertinos del incienso ofrecido, representan también a las
horas especiales de dedicación completa, espíritu, alma y cuerpo, al culto del Señor por
Jesucristo. Tal como una pareja que siempre vive amándose, pero que tiene horas especiales
para manifestarse más estrecha e íntimamente su amor, así también, aunque debemos vivir
siempre delante de Dios, hay momentos de cultos especiales. Que la iglesia local persevere en
ellos es lo de esperarse.
Por último digamos que sólo existe un Camino para el Padre, y es el Hijo. Hay un solo Dios y
un solo mediador entre Dios y los hombres: Jesucristo hombre (Jn. 14:6; 1 Tim. 2:5). Ha sido
expresamente prohíbido por Dios inclinarse a imágenes y rendirles culto (Éxodo 20:3-6; Salmo
115:3-8; Is. 44:9-20; Jer. 10:1-16; Hab. 2:18-20; 1 Jn. 5:21; Ap. 21:8; 22:15).
También es abominación comunicarse con otros espíritus de ultratumba, sean o no de
muertos, etc. (Dt. 18:9-14; Lev. 19:26,31; Is. 8:19,20).