"Echa tu pan sobre las aguas; porque después de muchos días lo hallarás. Reparte a siete, y aun a ocho; porque no sabes el mal que vendrá sobre la tierra".

(Salomón Jedidías ben David, Qohelet 11:1, 2).

lunes, 20 de junio de 2011

BREVE COMPENDIO BAUTISMAL CRISTIANO



BREVE COMPENDIO BAUTISMAL CRISTIANO


Dios fue manifestado en carne, conforme a la profecía, en la persona de Jesucristo. Éste predicó el arrepentimiento, la fe en Dios y el reino de Dios; murió en la cruz para expiar el pecado del mundo, y resucitó, apareciéndoseles durante 40 días a sus discípulos, hablándoles del reino, y comisionándoles para hacer discípulos, bautizarles y enseñarles todo lo que Él les enseñó. Ascendió a los cielos y se sentó a la diestra de la Majestad en las alturas, donde intercede por nosotros, y de donde vendrá y volverá por los Suyos, y juzgará al mundo con justicia, y establecerá la manifestación del reino de los cielos.

Jesucristo ordenó Él mismo a sus discípulos el bautismo, y Él mismo fue bautizado. “Aconteció que cuando todo el pueblo se bautizaba, también Jesús fue bautizado; y orando, el cielo se abrió y descendió el Espíritu Santo sobre Él en forma corporal, como paloma, y vino una Voz del cielo que decía: Tú eres mi Hijo amado; en Ti tengo complacencia” (Lucas 3:21,22).

La presente consideración es con el fin de presentar, desde los sagrados documentos de las Escrituras, este aspecto de la doctrina cristiana concerniente al bautismo; el mandamiento, su aplicación, el significado, su efecto. Procuraremos considerar no solamente su forma ceremonial externa, sino también, principalmente, el misterio de su contenido sobrenatural; pues es la verdadera identificación con Cristo lo que salva al hombre. No descuidaremos, sin embargo tampoco, su obediencia y aplicaxción externa, pues no fue descuidada por Jesús, ni por sus apóstoles. La Iglesia no tiene derecho de decir ni hacer cosa diferente, a menos que se excomulgue a sí misma de la verdad. Tengamos, entonces, presente que al considerar este asunto del bautismo, lo cual significa “sumersión”, estaremos enfocando el misterio sobrenatural de la identificación del cristiano con Su Señor en su muerte, sepultura, resurrección y ascención; misterio velado en la práctica bautismal.

No confundimos, pues, la práctica exterior con la operación interior, ni atribuimos a lo meramente exterior el efecto de lo interior; pero tampoco ignoramos lo exterior, que es como el canal que representa las glorias de la salvación, y hace manifiesto ante los hombres el testimonio de la operación interior efectuada a través del canal de la fe; además es mandamiento divino. Observemos esta doble dimensión en el bautismo de Jesús: “Juan les respondió diciendo: yo bautizo con agua; mas en medio de vosotros está Uno a quien vosotros no conocéis. Este es aquel que viene después de mí, del cual yo no soy digno de desatar la correa del calzado. Estas cosas acontecieron en Betábara, al otro lado del Jordán, donde Juan estaba bautizando. El siguiente día vió Juan a Jesús que venía a él y dijo: He aquí el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo. Éste es de quien yo decía: después de mí viene un varón, el cual es antes de mí, porque era primero que yo. Y yo no le conocía; mas para que fuese manifestado a Israel, por esto vine yo bautizando con agua. También Juan dio testimonio diciendo: Ví al espíritu qquwe deescendía del cielo como paloma, y permaneció sobre Él. Y yo no le conocía, pero el que me envió a bautizar con agua, Aquel me dijo: sobre quien veas descender el Espíritu y que permanece sobre Él, ese es el que bautiza con Espíritu Santo y fuego. Y yo le ví, y he dado testimonio de que éste es el Hijo de Dios” (Juan 1:26-34).

Puede notarse el lenguaje: bautismo en agua y bautismo en el Espíritu Santo y fuego. Además notamos esta yuxtaposición: cuando el agua le bautizó, el Espíritu le ungió. Ciertamente el agua no hace el papel del Espíritu, ni el Espíritu es el agua; pero entretanto que cumplía con toda justicia bautizándose en el agua, era a la vez investido del Espíritu Santo. De la misma manera, es el Cordero de Dios el que quita el pecado del mundo; pero tal operación sobrenatural se representa en el bautismo en las aguas, como obediencia de la fe. No aplicamos a la mera ceremonia externa el honor de la operación misma; el honor le corresponde a Cristo mismo que opera realmente con Su propia vida, y Suya es la eficacia de la salvación, mediante la sola fe. No obstante, éste mismo Cristo ordenó también descender a las aguas, y lo hizo Él mismo, para cumplir toda justicia.

He aquí, pues, el mandamiento: “Id y haced discípulos a todas las naciones, bautizándoles en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo; enseñándoles que guarden todas las cosas que yo os he mandado…” (Mateo 28:19). Marcos también testifica de este mandamiento: “Id por todo el mundo y predicad el evangelio a toda creatura. El que creyere y fuere bautizado, será salvo; mas el que no creyere, será condenado” (Marcos 16:15,16).

Además de Jesús, Sus apóstoles también lo ordenaron: “Pedro les dijo: Arrepentíos y bautícese cada uno de vosotros en el nombre de Jesucristo para perdón de los pecados; y recibiréis el don del Espíritu Santo…/…Así que los que recibieron su palabra, fueron bautizados; y se añadieron aquel día como 3.000 personas” (Hechos de los Apóstoles 2:38,41).     

Teniendo, pues, el mandamiento y el ejemplo de Jesús y sus apóstoles, no se justifica en un creyente una actitud descuidada en este respecto; mucho menos una actitud desobediente. Es la voluntad de Dios que los Suyos sean bautizados. Ciertamente hay casos excepcionales, como el ladrón en la cruz, en los que la gracia de Dios condesciende a prescindir de la ceremonoio por fuerza mayor; pero creemos que se trata de casos en que la persona está, a su pesar, completamente imposibilitada de cumplir el mandamiento. Eeste era el caso del ladrón crucificado al lado de Jesús. No podemos aplicar con libertad el caso de esta excepción en el curso normal donde el creyente, bajo mandamiento divino y apostólico, está en plena condición de descender a las aguas. La Iglesia tiene, pues, este mandamiento y ejemplo aplicable a todo aquel que creyere y quisiere ser discípulo de Jesucristo.

Ahora bien, en las Sagradas Escrituras vemos que aquellas personas que recibieron el bautismo cristiano en el génesis de la Iglesia, eran por lo general personas concientes y responsables de sí mismas; es decir, lo hacían generalmente por convicción personal propia. Sin tal fe y convicción personal, ¿no sería, acaso, nulo el efecto del bautismo? Pues su efecto de gracia recibida se debe a la fe, que obedece con la identificación voluntaria del creyente con Su Señor, por esa fe, en Su muerte y resurrección. No despreciamos las buenas intenciones de aquellos que someten forzadamente a sus bebés a una ceremonia externa, a veces mayormente para eludir el ostracismo social; pero aquello no es suficiente, sin la fe personal, para que de facto se realice una unión mutua e indispensable con el Señor. El requisito de la fe personal es necesario para recibir eficazmente la gracia expresada en el bautismo. Ciertamente Jesús dijo que dejasen a los niños venir a Él, porque de los tales es el reino de los cielos; entonces el Señor los tomaba en Sus manos y los bendecía. Hagamos hoy lo mismo, entreguémoslos en Sus manos para que los bendiga.

En la práctica primitiva vemos generalmente que la fe y el arrepentimiento precedían al bautismo. “Yendo por el camino, llegaron a cierta agua, y dijo el eunuco: aquí hay agua, ¿qué impide que yo sea bautizado? Felipe le dijo: Si crees de todo corazón, bien puedes. Y respondiendo dijo: Creo que Jesucristo es el Hijo de Dios. Y mandó parar el carro, y descendieron ambos al agua, Felipe y el eunuco, y le bautizó” (Hechos de los Apostoles 8:36-38). La pregunta era por el impedimento; la respuesta era según la condicón. ¿Qué impide?...Si crees de todo corazón, bien puedes. “Si crees…” era la condición. En el día de Pentecostés, Pedro había dicho: “Arrepentíos y bautícese cada uno de vosotros…”. Antepuso el arrepentimiento y añadió el cada uno de vosotros. Notamos, pues, en estos casos, que para acercarse a las aguas bautismales se efectuaba una operación de conciencia lo suficiente y mínimamente responsable. Creemos que es esto lo que Dios espera de nosotros y Su gracia produce. No deberíamos, pues, prescindir de esta confesión personal, madura y pública. El creyente conciente debería así, cada uno, pedir por sí mismo su propio bautismo. En alguna ocasión, Juan el bautista se había visto en la necesidad de decir a algunos de los que se acercaban a su bautismo: “Haced frutos dignos de arrepentimiento”. Jesús dijo a los apóstoles: “A quienes remitiéreis los pecados, les son remitidos; a quienes se los retuviéreis, le son retenidos” (Juan 20:23). No ignoramos, sin embargo, el caso de Simón el Mago en Hechos capítulo 8; éste, después de ser bautizado por Felipe, fue reprendido por el apóstol Pedro, pues quería comprar con dinero la facultad de conferir el Espíritu Santo. Vemos, pues, que aquella ceremonia, pues Simón el mago había consentido exteriormente, parece que no le había regenerado su corazón. Los frutos posteriores lo demostraron.

Es en relación a tal clase de casos por la cual creemos que el apóstol Pedro se refiere en su primera carta en estos términos: “El bautismo, que corresponde a esto ahora nos salva (no quitando las inmundicias de la carne, sino como la aspiración de una buena conciencia hacia Dios) por la resurrección de Jesucristo” (1ª Pedro 3:21). Ni la mera ceremonia, ni el agua, operan con el pecado que está en la carne. Es por la fe en la sangre de Cristo que se limpian los pecados, y el bautismo ceremonial es una aspiración a tal buena conciencia; pero es la regeneración real por el Espíritu Santo la que nos introduce en la ley del Espíritu de Vida en Cristo Jesús que opera eficazmente contra el pecado que se halla en la naturaleza humana. Es por medio del erspíritu que combatimos contra las inmundicias de la carne. El bautismo ceremonial conciente testifica de nuestra fe personal en que la sangre de Jesucristo nos limpia de todo pecado; y esto nos salva. Pero es por el espíritu que participamos de la vida de resurrección de Cristo, y de la ley del Espíritu de vida en Él, que nos libra de la ley del pecado y de la muerte en la carne, enfrentándole un poder superior. Y es la investidura del poder de lo Alto, por el Espíritu, la que nos capacita para el servicio cristiano a Dios y al prójimo.

No debemos, pues, perder de vista esta superposición de lo sobrenatural velado en la ceremonia externa del bautismo; ni tampoco confundamos los planos en la perspectiva. No siempre tal superposición coincide en nuestra experiencia subjetiva; como lo podemos ver en el caso de Cornelio y su casa. Mientras Pedro apenas aún hablaba, el Espíritu Santo descendió antes de que ellos fueran bautizados; pero entonces se bautizaron (Hchs.10:44-48). La operación interior sobrenatural precedió a la ceremonia bautismal en agua. Dejemos que Dios opere en el interior de los hombres a Su manera, y estemos listos a obedecer lo más pronto posible en lo concerniente a la ceremonia externa. Un mayor crecimiento en la revelación del misterio del bautismo puede acontecer normalmente después de realizado éste. Al fin y al cabo, la ceremonia inicial indica el comienzo de una nueva vida. El Espírittu Santo tiene derecho a obrar la gracia del Señor en los hombres de la mejor manera que le plazca.

Observemos las implicaciones sobrenaturales del bautismo en las declaraciones apostólicas. De la carta de Pablo a los Colosenses leemos: “Sepultados con él en el bautismo, en el cual fuísteis también resucitados con él, mediante la fe en el poder de Dios que le levantó de los muertos…/…Si, pues, habéis resucitado con Cristo, buscad las cosas de arriba, donde está Cristo sentado a la diestra de Dios. Poned la mira en las cosas de arriba, no en las de la tierra. Porque habéis muerto, y vuestra vida está escondida con Cristo en Dios. Cuando Cristo, vuestra vida, se manifieste, enttonces también vosotros seréis manifestados con él en gloria” (Colosenses 2:12; 3:1-4). Es, pues, la fe la que nos introduce en el bautismo verdaderamente. Sepultados con Cristo en el bautismo, y resucitados con Él, mediante la fe en el poder de Dios. “Mediante la fe”; es decir, si de corazón creemos que Jesús es el Hijo de Dios, muerto por nuetros pecados, y nosotros con Él y en Él; y resucitado a la diestra de Dios, y nosotros en unión con Él y en Él. Como está escrito: “Si confesares con tu boca que Jesús es el Señor, y creyeres en tu corazón que Dios le levantó de los muertos, serás salvo. Porque con el corazón se cree para justicia, pero con la boca se confiesa para salvación. Pues la Escritura dice: Todo aquel que en él creyere, no será avergonzado; porque no hay diferencia entre judío y griego, pues el mismo que es Señor de todos, es rico para con todos los que le invocan; porque todo aquel que invocare el nombre del Señor, será salvo” (Romanos 10:9-13).

La fe establece, entonces, el vínculo con la realidad objetiva y sobrenatural de Dios y de la obra consumada de Cristo. Y tal invocación de fe conduce a la salvación y es testificada en el bautismo: “Ahora, pues, ¿por qué te detienes? Levántate y bautízate y lava tus pecados, invocando Su nombre” (Hchs. 22:16).

En la ceremonia bautismal es, pues, tal invocación en fe la que conecta el efecto de salvación con el acto externo. Sin embargo, tal invocación no acontece siempre solamente durante el acto, sino algunas veces antes. Lo normal sería que la persona, al creer, invoque el Nombre, bautizándose. Ejemplo: “Y muchos de los corintios, oyendo, creían y eran bautizados” (Hchs. 18:8). Esto les salvó. ¿Qué? La obra de Cristo creída y apropiada por la fe que le invoca y obedece en el bautismo.

La ceremonia sola no salva sin fe; la fe sola sin la obra de Cristo no salvaría; la obra de Cristo, sin ser recibida por fe, no se hace efectiva. ¿De qué sirve una ceremonia sin fe? Al faltar la fe, entonces no se hace apropiación de la obra de Cristo. Es en virtud de la obra de Cristo, recibida por fe, que se opera la salvación. Por una parte, ¿qué haríamos con la sola fe, si Cristo no hubiera hecho Su obra? Pues sería mera fe en la fe, y no fe en Él y Su obra. Sería una fe en vano, sin una realidad expiatoria que la respalde. Por otra parte, ¿qué aprovecharía la real obra consumada de Cristo, si no la creemos y no la recibimos por la fe? No haría efecto en nosotros por causa de incredulidad. El Señor dijo: “El que creyere y fuere bautizado, será salvo” (Marcos 16:16a). Entonces la salvación descansa en la realidad objetiva y sobrenatural de la persona y obra consumada de Cristo, creída y recibida por fe, la cual se apropia por invocación y confesión, y se testifica por el bautismo. Esto es lo normal. ¡Cuántos elementos hay aquí!. Primera y principalmente, sin lo cual lo demás no tiene valor alguno, la persona y obra de Jesucristo; porque depende de quien sea Jesucristo y qué hizo, para que la fe e invocación de la persona tengan la suficiente base para un efecto de salvación. Es necesario creer que Jesucristo es el Hijo del Dios Viviente, que salió del padre y vino al mundo, hecho carne, hecho hombre, para darnos a conocer al Padre mediante sí. Ésta es la persona. Y ésta es Su obra: la reconciliación, por medio de Su muerte en la cruz en nuestro lugar; el Justo por los injustos; resucitado y glorificado a la derecha del Padre en los cielos, presentado como ofrenda por nosotros, mediador e intercesor, abogado, Señor y Cristo, y cuya vida y naturaleza nos es impartida mediante el Espíritu Santo, mediante la fe, pues al creer, vivimos por Él. Como está escrito: “Dios estaba en Cristo reconciliando consigo al mundo, no tomándoles en cuenta a los hombres sus pecados…/…Al que no conoció pecado, por nosotros lo hizo pecado, para que nosotros fuésemos hechos justicia de Dios en él” (2ª Corintios 5:19,21).

Es la identificación con Cristo en Su muerte y resurrección, por la fe, la que se oculta tras el velo del bautismo. Es el bautismo en Cristo confesado por el bautismo en las aguas en Su nombre, la garantía de la salvación por Su promesa y las arras del Espíritu. Jesucristo es la puerta. Nos corresponde, pues, para testimonio de nuestra salvación, cruzar la puerta de la obediencia de la fe en Jesucristo. El juicio por desobediencia parcial, lo remitimos al Supremo Juez universal en el tribunal de Cristo. Por Su mandamiento, pues, enseñamos el bautismo en las aguas.

¿Qué hace en el creyente su bautismo en Cristo mediante la fe? Hablamos aquí del bautismo en Cristo, de la realidad de esta identificación sobrenatural por fe, con Cristo el Señor, del creyente. No nos referimos, pues, tan solo al velo ceremonial que bien pudiera ser hueco sin la identificación de fe. Lemos, entonces, de Pablo: “Porque todos los que habéis sido bautizadois en Cristo, de Cristo estáis revestidos. Ya no hay judío ni griego; no hay esclavo ni libre; no hay varón ni mujer; porque todos vosotros sois uno en Cristo Jesús” (Gálatas 3:27,28). La primera parte de esta declaración apostólica tiene que ver con Cristo, la Cabeza; la segunda parte: “sois uno en Cristo”, tiene que ver con nuestra identificación en Él con Su cuerpo que es la Iglesia.

Examinemois la primera parte: “revestidos de Cristo”. La fe nos identifica con Cristo cuando lo recibimos. Al recibirlo, recibimos juntamente con Él el efecto de Su obra. Es decir, participamos de Él, de Su muerte, sepultura, resurrección, ascención y escondite en Dios. Si permanecemos en Él, cualquier cosa que viniere a nosotros, tiene que venir a encontrarse primeramente con Él antes de tocarnos a nosotros, pues estamos revestidos, por la fe, de Él. El pecado, la maldición y el mundo fueron crucificados en Su cruz; es decir, al morir Él como postrer Adam, y que también como segundo hombre es ahora nuestra vida, fuimos libertados. El pecado, la maldición, la corrupción y la muerte se desvanecen al chocar en nuestro espíritu y ser con Su resurrección. Satanás y sus ángeles, sus demonios, resultan abatidos y aplastados bajo nuestros pies, al encontrarse con la ascención y posición suprema de Cristo que nos ha unido a sí en el Espíritu, estando nosotros muertos, resucitados y ascendidos en lugares celestiales juntamente con Cristo, en nuestra unión espiritual de fe. Cristo, entonces, se convierte en la nueva experiencia de nuestra vida, si vivimos por Él mediante la fe. Entonces Su victoria es administrada continuamente a nosotros por el Espíritu de Dios, para que sea también nuestra victoria. Porque Él vive, nosotros también vivimos. “El que permanece en mi, y yo en él, éste lleva mucho fruto” (Juan 15:5).

Tal gloriosa identificación es la que se vela en el bautismo. Nos dice el apóstol Pablo: “¿No sabéis que todos los que hemos sido bautizados en Cristo Jesús, hemos sido bautizados en su muerte? Porque somos sepultados juntamente con él para muerte por el bautismo; a fin de que como Cristo resucitó de los muertos por la gloria del Padre, así también nosotros andemos en vida nueva. Porque si fuimos plantados con él en la semejanza de su muerte, así también lo seremos en la de su resurrección; sabiendo esto, que nuestro viejo hombre fue crucificado juntamente con él, para que el cuerpo del pecado sea destruído, a fin de que no sirvamos más al pecado. Porque el que ha muerto, ha sido justificado del pecado. Y si morimos con cristo, creemos que también viviremos con él; sabiendo que Cristo, habiendo resucitado de los muertos, ya no muere; la muerte no se enseñorea más de él. Porque en cuanto murió, al pecado murió una vez por todas; mas en cuanto vive, para Dios vive. Así también vosotros, consideraos muertos al pecado, pero vivos para Dios en Cristo Jesús, Señor nuestro” (Romanos 6:1-11).

También sostiene el apóstol Pablo en otras epístolas: “Dios, que es rico en misericordia, por su gran amor conque nos amó, aun estando nosotros muertos en pecados, nos dio vida juntamente con Cristo (por gracia sois salvos), y juntamente con él nos resucitó, y asimismo nos hizo sentar en los lugares celestiales con Cristo Jesús” (Efesios 2:4-6). “Si, pues, habéis resucitado con Cristo, buscad las cosas de arriba, donde está Cristo sentado a la diestra de Dios. Poned la mira en las cosas de arriba, no en las de la tierra, porque habéis muerto, y vuestra vida está escondida con Cristo en Dios. Cuando Cristo, vuestra vida, se manifieste, entonces vosotros seréis manifestados con él en gloria” (Colosenses 3:1-4).  

Por estos pasajes anteriores se nos revela que la vida y obra de Cristo es impartida a nosotros  en todo Su poder, por medio de nuestra identificación con Él por la fe. Su vida, muerte, resurrección y ascención son nuestras, porque Él es nuestra vida; y cuando Él se manifieste, lo seremos también.

Por medio de Su muerte Cristo nos libera del cuerpo del pecado. Su sangre nos limpia de todo pecado, y Su cruz nos liverta del pecado mismo, pues ya no hemos de andar en la carne donde el pecado mora, sino en el Espíritu donde Cristo es nuestra realidad de victoria. Somos muertos a nosotros mismos en Él, y llevamos Su muerte y la cruz todos los días, unidos a Él por la fe; somos beneficiarios de la crucifixión, para libertad.  Su victoria de la Cruz es nuestra, pues Él está en nosotros al recibirle en fe. Si vivimos por Aquel que murió al pecado y por los pecados, la virtud de Su victoria nos es participada al creer. Asimismo, resultamos con Él resucitados y ascendidos, sentados con Él en lugares celestiales, sobre todo poder del diablo.

Entonces enfatizamos que si Jesús murió, resucitó y ascendió, al vivir nosotros en virtud de la vida del Hijo de Dios, Su paso por la muerte al pecado, nos libra, del pecado, por muerte; y del juicio, por cumplimiento en Él y ahora también en nosotros que estamos unidos a Él. Nuestra Nueva Vida ha resucitado ya levantándonos con todo Su poder, ascendida a lugares celestiales sobre todo poder del diablo, presentándonos en la misma presencia de Dios como nuevas creaturas, en Su vida perfecta y acepta, que mora en nosotros por la fe, injertado en nuestro espíritu, por el Espíritu santo, que toma lo de Él y nos lo administra a nosotros. Así tenemos vida eterna en Él, con Él y para Él, participando con Él en el seno de Su gloria, y de Su naturaleza y amor eternamente.

Dios se nos participó en Cristo, y la fe es el canal que le permite traducir Su realidad en nuestra experiencia. Somos llamados a esa íntima participación, bautizados incluso en Su muerte, para liberación. Éste es también un profundo privilegio: el conocerle en Su muerte. Cuando dos de Sus discípulos quisieron sentarse a Su diestra y a Su siniestra en el reino, Él les preguntó: “¿podéis beber del vaso que yo he de beber, y ser bautizados con el bautismo con que yo soy bautizado?.../…A la verdad, de mi vaso beberéis, y con el bautismo con que yo soy bautizado, seréis bautizados” (Mateo 20:22,23).

San Pablo entendía esto cuando escribió: “…Ser hallado en él,…a fin de conocerle, y el poder de su resurrección, y la participación de sus padecimientos, llegando a ser semejante a él en su muerte, si en alguna manera llegase a la resurrección de entre los muertos” (Filipenses 3:10,11). “Si morimos con Cristo, creemos que también viviremos con él” (Romanos 6:8). “Llevando en el cuerpo siempre la muerte de Jesús, para que la vida de Jesús se manifieste en nuestros cuerpos. Porque nosotros que vivimos, siempre estamos entregados a muerte por causa de Jesús, para que también la vida de Jesús se manifieste en nuestra carne mortal” (2ª Corintios 4:10,11). “Porque, aunque fue crucificado en debilidad, vive por el poder de Dios. Pues también nosotros somos débiles en él, pero viviremos con él por el poder de Dios para vosotros” (2ª Corintios 13:4). Así, pues, de tan sublime manera llegamos a ser revestidos de Cristo al ser bautizados o sumergidos en Él.

También, de nuestra identificación con Él, resulta otra maravillosa identificación: la unidad del cuerpo de Cristo, que es la Iglesia. “Sois uno en Cristo” había declarado el apóstol. Si todos los creyentes en Cristo participamos del Padre por el Hijo, esta reconciliación nos funde en una unidad de amor en Él; porque la vida de cada miembro en el cuerpo es la misma de su compañero. La Iglesia, pues, es un vaso único que contiene la vida de Cristo. En virtud de esa vida somos unidos, nutridos, concertados y coordinados, llegando a ser coherederos de Cristo, y copartícipes de la plenitud de Dios por Jesucristo. Él había dicho: “Yo en ellos, y Tú en mi, para que sean perfectos en unidad” (Juan 17:23). Tal unidad es, pues, posible única y exclusivamente en virtud del Cristo compartido. Quien no participa primeramente de Cristo, no puede participar de tal unidad, ya que es el Espíritu de Cristo el que nos sumerge dentro de un solo cuerpo; como está escrito: “Por un solo Espíritu fuimos todos bautizados en un cuerpo, sean judíos o griegos, sean esclavos o libres; y a todos se nos dio a beber de un mismo Espíritu” (1ª Corintios 12:13).

El individuo debe, pues, identificarse primero con Cristo, la cabeza, por el Espíritu; y entonces así se convierte en miembro del cuerpo de Cristo, que es la Iglesia. La puerta es Jesucristo mismo, y fuera de Él no hay otro acseso. “Por medio de él, los unos y los otros tenemos entrada por un mismo Espíritu al Padre…/…miembros de la familia de Dios…/…siendo la principal piedra del ángulo Jesucristo mismo, en quien todo el edificio, bien coordinado, va creciendo para ser un templo santo en el Señor, en quien vosotros también sois juntamente edificados para morada de Dios en el Espíritu” (Efesios 2:15-22). “Asiéndose de la cabeza, en virtud de quien todo el cuerpo, nutriéndose y uniéndose por las coyunturas y ligamentos, crece con el crecimiento que da Dios” (Colosenses 2:19).

Cristo había declarado: “Yo en ellos…para que sean uno”; es decir, aparte de Él no puede haber reconciliación, pues Él mismo es nueestra reconciliación, Su vida. Es en Su cruz donde terminaron nuestras barreras, y es por Su Espíritu la entrada; es por Su virtud la unión y coordinación de todo el cuerpo. Primero Él, entonces lo demás. Hallamos entonces la razón de Su nombre como piedra fundamental. “Éste Jesús es la piedra reprobada por vosotros los edificadores, la cual ha venido a ser cabeza de ángulo. Y en ningún otro hay salvación; porque no hay otro nombre dado a los hombres en que podamos ser salvos” (Hchs. 4:12). Esa fue la declaración de san Pedro. Dios había declarado también que solamente recibiría adoración en el lugar que ël escogiera para poner allí Su nombre; y ese verdadero tabernáculo, esa verdadera casa es Jesucristo. Fue el Hijo Unigénito quien dio a conocer al Padre, viniendo en Su nombre, y poniéndolo de manifiesto. Jesús significa: Yahveh el Salvador. Jesucristo dio y da a conocer el nombre del Padre. El Espíritu santo viene en el nombre de Jesucristo. Dios en Cristo, y éste en la Iglesia por el Espíritu. Jesucristo es el único mediador entre Dios y los hombres.

Considerando, pues, para el bautismo, este primordialísimo elemento: la realidad de la persona y obra de Jesucristo, añadimos que la fe de invocación necesaria para apropiarnos de la provisión de Dios en Él, debe ser una fe definida y exclusiva en ese Nombre, donde está contenida toda la plenitud de la Deidad: Jesucristo. Somos bautizados en éste Cristo específico por la fe. Jesús es el Cristo, Yahveh develado exclusivamente en Jesús. El Padre es visto en el Hijo. Fue sólo éste quien murió por nosotros y resucitó para nuestra justificación. Con Él es con quien somos identificados para muerte y resurrección en el bautismo. Por eso lo apóstoles bautizaron en Su nombre; para sepultura y resurrección con Él, identificados mediante la fe que le invoca específicamente, y que acude al Padre en Su nombre.

Jesús había ordenado: “…bautizándolos en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo” (Mateo 28:19b). Es decir, por una parte, de parte del Padre que envió al Hijo, y de parte del Hijo que envió al Espíritu Santo, y de parte del Espíritu Santo que habita en la Iglesia; por lo tanto habla de la autoridad de la Iglesia que bautiza. Por otra parte, también, los que son bautizados son sumergidos en el Padre por el Hijo, y en el Hijo por el Espíritu. Por eso los apóstoles obedecieron bautizando a los creyentes en el nombre de Jesucristo; pues Jesucristo vino en el nombre del Padre, y el Espíritu Santo vino en el nombre de Jesucristo. El Hijo es el lugar donde Dios escogió poner Su propio Nombre. Allí le encontraremos para adorarle. El nombre que fue puesto sobre el Hijo de Dios es Jesús: Yahveh el Salvador. Pedro les dijo: “Arrepentíos y bautícese cada uno de vosotros en el nombre de Jesucristo, para perdón de los pecados, y recibiréis el don del Espíritu Santo” (Hchs.2:38). A los gentiles les fue dicho lo mismo en casa de Cornelio. “¿Puede acaso alguno impedir el agua para que no sean bautizados estos que han recibido el Espíritu Santo así como nosotros? Y mandó bautizarles en el nombre del Señor Jesús” (Hchs.10:48).  En Cristo no hay diferencia para el judío o el gentil. Los samaritanos también fueron bautizados por Felipe en el nombre de Jesús (Hchs.8:16). Pablo encontró en Efeso a unos discípulos ya bautizados por Juan el bautista, pero sin el Espíritu Santo; entonces los volvió a bautizar, pero ahora en el nombre del Señor Jesús (Hchs.19:5), y recibieron el Espíritu Santo. A Pablo mismo se le dijo: “¿por qué te detienes? Levántate y bautízate, y lava tus pecados, invocando Su nombre” (Hchs.22:16).
Todos los registros de las Sagradas Escrituras muestran que los apóstoles obedecieron el mandamiento del Señor usando Su nombre en el bautismo. Lo hacían de parte del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, con Su autoridad, identificando a los creyentes con Dios mediante Cristo y el Espíritu, sepultándolos en la muerte de Cristo y sacándolos a resurrección; es decir, en Su nombre. Son dos aspectos complemetarios.

Deducimos también por las Escrituras que generalmente lo hicieron por inmersión, que es lo que significa bautismo, pues descendían para ser sepultados y subían del agua. Bautismo significa, pues, sumersión.
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Gino Iafrancesco V., 1978, Asunción, Paraguay.