"Echa tu pan sobre las aguas; porque después de muchos días lo hallarás. Reparte a siete, y aun a ocho; porque no sabes el mal que vendrá sobre la tierra".

(Salomón Jedidías ben David, Qohelet 11:1, 2).

lunes, 20 de junio de 2011

JESÚS, SEÑOR Y REY DE LAS NACIONES / en español

JESÚS, SEÑOR Y REY DE LAS NACIONES

Todas las cosas las creó Dios en función de Su Hijo, en Su Hijo, con Su Hijo y para Su Hijo (Col.1:15-16: Jn.1:3).

El hombre fue creado para ser conformado al Hijo de Dios viviendo por Él (Gn.1:26; 2:9). El Hijo de Dios es la vida que está con el Padre (1Jn.1:2). Él es la vida zoé del árbol de la vida, que fue ofrecida al hombre desde el Edén, para que el hombre viviera en unión con Dios siendo conformado a la imagen de Dios que es el Hijo.

Desde el principio Dios pensó al hombre en familia, y planeó que la tierra fuese llena de su género (Gn.1:26-28). El género humano sería, pues, un hombre corporativo que llenaría la tierra, sojuzgándola corporativamente, en familia, para Dios.

Después de la caída del hombre, la condición de éste cambió por el pecado, pero el propósito de Dios nunca ha cambiado. Por eso fue necesaria la redención, para recuperar al hombre para el propósito divino. El hombre caído se tornó un viejo hombre; pero el Hijo de Dios encarnado llegó a ser el elemento del nuevo hombre para la recuperación humana. En la cruz de Cristo, el viejo hombre fue crucificado, en Su sangre nuestros pecados fueron limpiados, y en el poder de Su resurrección, y por Su Espíritu, fuimos regenerados, y somos renovados, trasformados y configurados al Hijo de Dios, en el cuerpo de Cristo. El cuerpo de Cristo es ahora el nuevo hombre en Cristo, que ha de cumplir el propósito divino.

Por eso Dios prefiguró el alcance corporativo de la redención en Cristo. Dios le prometió a Abraham que en su simiente serían benditas todas las familias de la tierra. El cordero pascual debía ser comido en familia. Un cordero por familia. El hilo de grana, que nos recuerda la sangre de Cristo, en la ventana de Rahab, que había recibido a los mensajeros de Dios, era la señal por la que su casa, con su familia, sería guardada del juicio. Por lo tanto, la salvación de Dios abarca, en el cuerpo de Cristo, a gentes de todas las razas, lenguas, etnias y tribus, que cual miembros del cuerpo único de Cristo, extienden el reino de los cielos por toda la tierra, como era la misión del hombre desde el Edén.

En su epístola a los Gálatas, lo cual corrobora en otras, el apóstol Pablo nos enseña por el Espíritu que todos los que fuimos bautizados en Cristo Jesús, somos revestidos de Él, donde ya no hay diferencia de razas, nacionalidades, etnias, tribus, sexos, clases sociales, sino que somos uno en Cristo, el cuerpo de Cristo, y herederos con Cristo de la promesa hecha a la simiente de Abraham.

Puesto que Dios hizo todas las cosas para Su Hijo, entonces le pidió a Su Hijo que Éste, a Su vez, le pidiera al Padre las naciones; pues eso es lo que el Padre siempre ha deseado: que Su Hijo encabece para Él todas las cosas en los cielos y en la tierra. “Mi Hijo eres Tú; Yo te engendré hoy. Pídeme, y te daré por herencia las naciones, y como posesión tuya los confines de la tierra…” (Salmo 2:7,8).

Por eso también, cuando resucitó y apareció a Sus discípulos, les dijo: “Toda potestad me es dada en el cielo y en la tierra; por tanto, id y haced discípulos a todas las naciones, bautizándolos en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo; enseñándoles que guarden todas las cosas que yo os he mandado; y he aquí yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo”.

Por esa misma razón, la bacia de bronce, el lavacro que Salomón, como hijo de David, figura del verdadero Hijo de David, que es nuestro Señor Jesucristo, construyó en el atrio del templo de Dios, estaba colocada sobre el lomo de 12 bueyes que salían en dirección a los cuatro ángulos de la tierra; así como los apóstoles, llevando su yugo con el Señor, salieron por todo el mundo, llevando el anuncio del evangelio.

Cuando el Hijo del Hombre resucitó de entre los muertos y ascendió a la diestra del Padre, fue llevado en una nube ante el Anciano de días, y allí le fue entregado el dominio de todos los siglos. El Cordero recién inmolado apareció ante el trono, y le fue entregado el Libro sellado con siete sellos, el cual, al ser abierto por el Cordero, traería como resultado al fin, que todos los reinos del mundo viniesen a ser del Señor y de Su Cristo. Ese Libro de los siete sellos contenía el plan del propósito divino, por medio del cual Dios colocaría bajo las plantas de los pies de Su Hijo todas las cosas, sometiéndole todos sus enemigos, suprimiendo toda otra autoridad rebelde en el universo visible y en el invisible.

Lo primero que hizo el Cordero de Dios, ahora León de la tribu de Judá, para echar a andar el maravilloso plan divino para consumar Sus propósitos, fue abrir el primer sello, con lo cual echó a andar victorioso y para vencer, el caballo blanco, personificación del avance del evangelio por toda la tierra. El que descendió, dice Pablo a los Efesios, fue el mismo que también subió por encima de todos los cielos para llenarlo todo. El Cristo ascendido nos envió Su Santo Espíritu para capacitarnos a ir a todas las naciones con Su Palabra para serle testigos. Después de la fiesta de Pentecostés venía la fiesta de las Trompetas; y así, después de ser investidos por Su Espíritu del poder de lo Alto, sale la Iglesia a todas las naciones a predicar la fe para la obediencia de todas las naciones.

Entonces es la hora de la Iglesia, del cuerpo de Cristo. El Cristo ascendido victorioso a la diestra del Padre, y que abre el Libro de los siete sellos para someter al Padre todas las cosas, para que Dios lo sea todo en todos, al abrir el primer sello y echar a andar el caballo blanco destinado a vencer, da a la Iglesia, para perfeccionar a los santos para el ministerio de edificar el cuerpo de Cristo, apóstoles, profetas, evangelistas, pastores y maestros. Su trabajo en el cuerpo, y el del cuerpo mismo, es la cabalgata victoriosa del caballo blanco, cuyo jinete, Jesucristo, ya disparó su flecha al corazón del enemigo.

Para todos aquellos, entonces, que rehúsan reconocer al Cordero de Dios, al Hijo de Dios resucitado de entre los muertos, como el Señor y Salvador, no les queda sino el cabalgar de los siguientes caballos del Apocalipsis. Si derramaron la sangre de los hijos de Dios, de los mártires de Jesús, entonces, como dice el ángel, han de beber sangre. El caballo bermejo de la guerra es echado a andar detrás del blanco. Pensáis que vine a traer paz a la tierra? No, sino espada, dijo Jesucristo; porque desde ahora estarán divididos, en una misma casa, dos contra tres, y tres contra dos; y los enemigos del hombre serán aún los de su propia casa. La guerra viene como consecuencia del rechazo del evangelio.

Y como consecuencia de la guerra, viene el hambre; y como consecuencia de la guerra y del hambre, viene pestilencia, mortandad y muerte. Y a la muerte le sigue el Hades; y al Hades el Lago de fuego. Eso es lo que le espera a los que rechacen el evangelio de Jesucristo. Y entonces, con gran tribulación, y con trompetas y tazas de juicio, todas las cosas son puestas a los pies de Aquel cuyo es el derecho: el Hijo de Dios. Así, de esta manera, los reinos del mundo vendrán a ser del Señor y de Su Cristo.

Pero el primer caballo enviado para vencer, es el caballo blanco del evangelio. El Espíritu Santo, el ministerio en pleno, todos los santos del cuerpo de Cristo, y sus ángeles acompañantes, han sido puestos en acción para ir a todas las naciones de la tierra, a todas las etnias sin distinción, que fueron pedidas por el Hijo al Padre, de modo a someter la tierra para Dios.

Ahora corresponde a nosotros, como pueblo de Dios, gemir en intercesión, como lo hacía Juan Knox, para que las naciones nos sean dadas para el Hijo de Dios. “Dame Escocia, Señor, o sino me muero”, gemía el gran reformador escocés. Que no descansemos hasta que todas las cosas le sean puestas por estrado de los pies a nuestro amado Señor.
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Gino Iafrancesco V., 25/IX/2007, Londrina, Paraná, Brasil