PARTE I
“Nadie puede poner otro fundamento
que el que está puesto,
el cual es Jesucristo”
que el que está puesto,
el cual es Jesucristo”
1 Corintios 3:11
I
IDENTIFICANDO PRIORIDADES
En todas las cosas existe un orden de prioridades, descuidando el cual, corremos el riesgo de
perdemos por las ramas y alienar el propósito de las cosas. Las cosas verdaderamente
importantes no han sido dejadas a nuestro capricho; decimos con esto que las consecuencias
de nuestras elecciones a las que nos avocamos, pesarán sobre nuestra cabeza y la de aquellos
bajo nuestro radio de influencia, con un peso ineludible. Por todo esto es urgentísimo asumir las
responsabilidades que se nos han concedido, siendo entendidos en el discernimiento de las
prioridades, es decir, de aquellas cosas fundamentales que afectan nuestro ser y destino. Que
nadie sea tan insensato como para suponer o esperar que escapará a las ineludibles
consecuencias de sus elecciones. Es urgente que elijamos lo mejor, identifiquemos lo prioritario,
y comencemos por lo verdaderamente importante y necesario, lo fundamental.
Todos los aspectos de la vida tienen sus puntos básicos, y entre aspectos y aspectos, existe
gradación en los valores. No sin razón reprendía Jesús a los fariseos por colar severamente al
mosquito a la par que tragaban los camellos (Mt. 23:23-26); y a Martha respondía que mientras
ella se afanaba con muchas cosas, María su hermana había escogido la mejor parte, la única
realmente necesaria, la cual no le sería quitada (Lc. 10:38-42). Y entonces a todos nosotros
enseña a buscar primeramente el Reino de Dios y su justicia (Mt. 6:25-34), avocado a lo cual, el
apóstol Pablo, como perito arquitecto, coloca el fundamento indispensable (1 Co. 3:10-13)
comenzando por aquello que provoca la salvación del hombre para la gloria de Dios, y nos
señala al Hijo de Dios, Señor y Salvador, muerto por nuestros pecados y resucitado (Rm. 1:2-4;
10:8-13; 1 Co. 15:1-8; 2 Co. 4:5; 1 Tes. 1:9,10; 1 Ti. l:15; 3:16).
Todas las disciplinas son ramificaciones graduadas del gran tronco de la realidad, y ésta
encuentra su sustento y significado solamente en Dios; por Él fue creado todo y para Él; por lo
tanto, atender a Su Revelación es lo más sabio que podríamos hacer. Dios se ha revelado
mediante Jesucristo.
Lo que hoy gozamos con inmensa gratitud, o lo que sufrimos como pesada carga, es resultado
de lo que ayer apenas parecía una simple idea, una mera actitud. Y la historia ha rodado desde
allí con todas sus cumbres y sus profundos valles, como resultado del espíritu de las ideas y de
las acciones del pasado. La mediocridad de la indiferencia, la cobardía ante el compromiso, la
ceguera del egoísmo cómodo y pasajero, son culpables del sufrimiento y la miseria de muchos;
cosas que por la Santa Justicia de Dios, recaerán tarde o temprano sobre las hediondas fauces
de los responsables; a cada uno su porción. ¡Ningún hombre escapará de sí mismo! Pero
también, los errores de los atarantados y los delirios de los falsos mesías han hundido a la
humanidad más y más en el dolor, la corrupción y la muerte. Necesitamos por lo tanto volvernos
a la Revelación; ¡es prioritario! ¡Sí, debemos volver a Dios por Jesucristo! Debemos ir
directamente al grano y comenzar por el núcleo. Remendar las apariencias no hará sino
engañarnos más. El hombre esta caído y es perverso; necesita regeneración, necesita a Cristo,
necesita el vigor auténtico del auténtico Evangelio, necesita vivir por el Espíritu de Cristo y
conocer a Dios; entonces amará, y amando se realizará. Pero para amar se necesita más que
leyes y constituciones, más que buenas intenciones, pues el querer el bien está en el hombre,
pero no el hacerlo; por eso se frustran sus más nobles propósitos y se corrompen sus
conquistas. El hombre necesita una resurrección, ayuda Divina y sobrenatural, necesita a Cristo,
el Hijo de Dios, resucitado en la historia, vivo hoy, y vivificante. ¡He allí, pues, el Fundamento! Y
hay que cavar profundo, pues por haber sido meramente nominales y superficiales las
conversiones, no se ha aprovechado el sumo del Evangelio. ¡Cuánto lo necesitamos! ¡pero, qué
máscara deforme hemos presentado!
II
EL FUNDAMENTO PUESTO
"Porque nadie puede poner otro fundamento que el que está puesto, el cual es Jesucristo” (1
Co. 3:11). Esto escribía Pablo. Ahora bien, ¿qué es un fundamento? Es algo sobre lo cual se
puede descansar y edificar con seguridad; algo que resiste el peso y que sostiene; algo sin lo
cual las cosas se corrompen desde abajo. Bonito nombre y exacto, dado, pues, por Pablo a
Jesucristo: ¡Fundamento! Fundamento es el principio indispensable, y para nosotros los
hombres, no puede ser menos que Dios, ni menos que hombre. Dios, para sostenerlo y
significarlo todo; y Hombre, para asimilarlo y realizarnos. Debemos, pues, considerar a
Jesucristo, la Luz de los hombres, el Camino, la Verdad y la Vida, la Resurrección.
Al considerar a Jesucristo como nuestro Fundamento, contemplamos en Él: Su Persona, Su
obra, Su doctrina; todo, claro está, indisolublemente ligado. Aprovecharía menos la
consideración de su mera doctrina, si no la consideramos respaldada por Su obra; y de igual
manera, perderíamos lo substancial de Su obra si no la consideramos en el perfecto marco de la
identidad de Su Persona auténtica e histórica, Teo-antrópica. Así que consideramos la
Revelación Divina Fundamental en la Persona, obra y doctrina de Jesucristo.
Sí, porque entre los hombres, ¿quién ha habido como Él? No se levantará filósofo, ni
visionario, ni héroe, ni moralista, ni político, ni mariscal, que pueda compararse con Él en cuanto
a excelencia y en cuanto a frutos beneficiosos para la humanidad. Y si algo bueno tenemos de
los hombres en la Tierra, podríamos rastrear sus raíces y encontrarlo en Jesucristo, trátese de
amor, justicia, libertad, belleza, dignidad, verdad. Conocerle verdaderamente es, pues, la
indagación prioritaria; conocerle personalmente y cómo encaró Su obra, y en qué
fundamentalmente ha consistido ésta; quién es, qué hizo y qué hace. Aprendamos también de
Él, ¿cómo podríamos colaborar eficazmente en Su tarea. "Eficazmente" es palabra clave aquí,
pues cuánta basura hemos servido falsamente en Su Nombre, sin Su Espíritu. Oh, que podamos
con Su ayuda comprender Su obra y colaborar con ella. ¿Cuál es Su obra fundamental? ¿Cuál
también la doctrina y enseñanza de Su sublime persona? ¿Cómo podríamos empezar a recoger
las primeras migajas de Sus rudimentos y hallar su correcta aplicación en Él para todo? A estas
alturas, cuántos descubrimos desengañados lo desdibujado de nuestro cristianismo, que aún no
hemos bebido lo mejor de las aguas vivas, que hemos estado por mucho tiempo adormecidos, y
como embriagados; porque, ¿quién participa realmente de Su intención y de Su método? En Su
luz nos descubrimos como una multitud de traidores.
III
LA PERSONA
LA PERSONA
Conocer Quién sea la Persona de Jesucristo es absolutamente fundamental, pues si no era
Dios verdadero, ¿cómo entonces iba a revelarlo? y ¿cómo entonces sería justo su sacrificio por
las ofensas a Dios? pues ya que fue el Señor el ofendido y Suyo el perdón, entonces el precio
del perdón, el sacrificio, corresponde al que perdona; he allí Su amor; no corresponde
justamente el sacrificio del perdón a un tercero no injuriado ni injuriador; mas corresponde, cual
amor, a la abnegación del Injuriado, el cual es Dios. Fue Dios quien cargó con los "platos rotos"
y la deuda; fue Él quien por amor y en Su gran paciencia, para ser justo, tuvo que tomar sobre Sí
mismo el castigo de Su justa ira, lo cual fue la expiación. Perdonar sin sacrificio, es decir, sin la
satisfacción por el pecado, sería injusto y libraría el universo a la anarquía. La Justicia debía ser
mantenida y la satisfacción hecha; lo cual tan sólo podía hacerse de dos maneras: una, con el
justo castigo del culpable; otra, con el sacrificio del Inocente injuriado, no de un tercero, pues
sería injusticia contra ese tercero. En el conflicto entre Dios y el hombre no puede mediar un
tercero. O por pecar el hombre, entonces el hombre debe morir, lo cual es perfectamente justo; o
si no, Dios debe hacerse hombre, ser tentado, resultar victorioso e inocente, y entonces, con el
sacrificio de Sí mismo, satisfacer las exigencias de la Justicia, muriendo como legítimo sustituto
del hombre pecador.
Lo más noble fue que Dios mismo, el Injuriado, aceptó ser sustituto y se humilló por amor; mas
tomó el sacrificio como carga propia en honor a Su dignidad. Su sacrificio mantuvo Su dignidad
y Su autoridad. Desechar el hombre tal sacrificio significa la más horrenda injuria, pues afrenta
directamente lo más sacro del corazón Divino, Su Espíritu de Gracia. Así, pues, que la Persona
del sacrificio perfecto no podía ser menos que Dios mismo. Jesús mismo declaró la importancia
de reconocer correctamente Su Persona. Perdonar sin sacrificio hubiera sido hollar Su propia
dignidad y el honor de Su naturaleza inmutable; además hubiera sido abdicar del gobierno de su
creación; hubiera sido casi como dejar de ser Dios, la Suprema Autoridad; pero que Dios es la
suprema autoridad es una realidad inmutable, inconmovible e ineludible; es la realidad misma;
otra cosa no sería realidad.
Jesús, pues, para llevar a cabo Su obra de reconciliación de todas las cosas, y Su obra de
realizar en su plenitud a todas ellas, debe, pues, revelamos a la Deidad y requerir que sea
reconocida la identidad auténtica de Su Persona. Sin tal reconocimiento no puede el hombre
colocarse en el fundamento de salvación, pues fuera de éste quedará librado a su propia locura,
al delirio de su caída y a la acción de la muerte destructora y denigrante. Urge, pues, conocer
espiritualmente a Jesús, y así identificarlo. Él mismo, cuando preguntó a sus discípulos acerca
de quién decían los hombres que era Él, y cuando escuchó de Pedro la confesión: "Tú eres el
Cristo, el Hijo del Dios Viviente",1 entonces añadió que sobre esa Roca edificaría a Su Iglesia.
Pedro fue hecho una piedra para ser edificado sobre Cristo cuando gracias a una revelación del
Padre, conoció y confesó a Jesús como el Cristo y como el Hijo del Dios viviente (Mt. 16:13-18).
Nadie podrá ser edificado sin esta misma confesión revelada que salió de los labios de Pedro
respecto de Jesús; a saber, que Jesús es el Cristo, el Hijo del Dios viviente.
---1Mateo 16:16---
¿Quién es, pues, el Cristo? ¿Quién es el Hijo del Dios viviente? ¿Qué naturalezas hay en Él?
Cuando pregunto ahora "qué" es porque se pregunta por Su naturaleza divina y por Su
naturaleza humana. Sus naturalezas, la divina y la humana, son los dos irreductibles "qué" de
Su único "Quién", la Persona. La categoría de "naturaleza" difiere de la categoría de "persona".
La naturaleza es un "qué"; la persona es un "quién". La naturaleza (o las) de la persona, es (o
son) el "qué del quién". En el único caso del "Quién" de Jesucristo, un Quién único, este es el
Verbo de Dios hecho carne; en cuanto Verbo Divino participa de la naturaleza divina; es la
Palabra y la sabiduría divina, la imagen del Dios invisible, es decir, del Padre; el Verbo es el
resplandor de la gloria divina, y como tal participa de Su substancia esencial, siendo la imagen
subsistente y de esencia divina de la subsistencia o hipóstasis de Dios el Padre (Jn. 1:2; Col,
1:15; 2 Co. 4:4; He. l:1-3). De manera que el Verbo es Igual al Padre (Fil. 2:6).
Cuando Dios, el Padre, se conoce a Sí mismo, se conoce con un Conocimiento que es igual a
Sí mismo, por el cual se expresa tan perfectamente como Él es; por lo tanto, Su Verbo es la
Palabra que le contiene en la plenitud de Su atributo, con la que Se conoce y por la que se
revela, siendo tal Imagen y Expresión de Sí igual y consubstancial a Él, Dios con Él, idéntico en
esencia, mas distinto en Persona, pues una persona es el Padre que conoce, y al conocer
eternamente engendra inmanentemente desde la eternidad a Su Conocimiento sin principio;
otra Persona es, pues, el Conocimiento del Padre que es de Este Invisible, la imagen,
subsistente cual perfecta reproducción personal, Persona igual en la misma esencia divina;
Conocimiento perfectísimo de Dios que subsistiendo en la esencia divina como tal es el Verbo
que acompaña desde la eternidad al Padre que con Él se conoce y por Él se expresa. Sí, este
Conocimiento que Dios tiene de la plenitud de Sí y de todas las cosas, es la Persona del Verbo
que le está próxima, sí, delante de Sí como en la pantalla de Su mente, a Quien el Padre
participa el todo de Su naturaleza substancial y esencialmente divina. Este Verbo es, pues, el
Hijo del Dios viviente con Quien el Padre participa en un amor común que es tan divinamente grande y pleno que al expirarse es tan pleno como Sí mismo, tan pleno como el Padre y el Hijo
que se conocen y aman dándose mutuamente y totalmente, de manera que ese Divino Amor
que procede del Padre y es correspondido por el Hijo, es idéntico en naturaleza a la Divinidad,
pues subsiste cual el amor mismo de esta Divinidad en cuanto expirado, y expirado a plenitud de
Dios y cual Dios mismo que se da, y es por lo tanto la Persona subsistente del Espíritu Santo,
co-partícipe con el Padre y el Hijo de la única esencia divina así constituida desde la eternidad
sin principio, siendo, pues, Dios uno solo: el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo.
Ahora bien, aquel Verbo de Dios, el unigénito del Padre, el Hijo, se hizo carne, semejante a los
hombres (Jn. 1:14; Fil. 2:7), idéntico también a nosotros en naturaleza, y tentado en todo
conforme a nuestra semejanza, pero sin pecado (He. 4:15), pues, al contrario de nosotros,
venció al pecado en la carne y lo condenó (Ro. 8:3) sin permitir que el príncipe de este mundo, el
maligno, tuviese nada en Él, y así entonces lo juzgó (Jn. 14:30; 16:11; 12:31); y entonces, como
Hijo del Hombre, y por el hecho de serlo, recibió la facultad de juzgar al mundo (Jn. 5:19-27). Así,
pues, Jesucristo, el Hijo del Dios viviente, es decir, la imagen del Dios invisible, el Hijo único, el
Verbo, el unigénito Dios (Jn. 1:18, según el original griego), es, en cuanto Verbo: Dios; y en
cuanto Verbo encarnado desde el vientre de la virgen María: Hombre verdadero, sí, con
espíritu, alma y cuerpo absolutamente humanos; Hombre además lleno del Espíritu Santo (Hch.
10:38); por lo tanto: Salvador y Redentor, Maestro y Revelación, Abogado y Juez, Señor y Rey.
Esta es la Persona: Jesucristo el Señor.
IV
LA OBRA
Siendo pues nada menos que ésta la Persona, el Verbo de Dios encarnado, entendemos que
viniendo desde la eternidad y según un plan y propósito eternos, Su obra comenzó con la
Encarnación; es decir, haciéndose Hombre, para lo cual tuvo que despojarse a Sí mismo,
anonadarse. Su despojamiento consistió, pues, en no aferrarse a la exclusividad de Sus
condiciones y prerrogativas divinas, sino que se sometió a condiciones de inferioridad. De ser
igual a Dios en cuanto Verbo, llegó a ser menor que el Padre en cuanto hombre; e incluso, antes
de glorificar Su humanidad, fue hecho inferior a los ángeles (He. 2:9), aunque luego, como
hombre, heredó más excelente Nombre que ellos (He. 1:3-4). Con tal despojamiento (Fil. 2:5-8;
Jn. 14:28) que manifestó la naturaleza de Su amor al Padre y a los hombres, contrarrestó
totalmente la rebelión satánica, que consistió en todo lo contrario a un despojamiento; porque la
rebelión satánica consistió en una usurpación, en una pretensión, en una autoexaltación. Con
Su despojamiento, el Hijo enfrentó, contrastó y juzgó la rebelión angélica y humana. Con Su
encarnación se sometió a las pruebas humanas, pero fue obediente al Padre hasta la muerte,
con lo cual venció en humanidad y para la humanidad que le asimile, al pecado en la carne. Con
Su Muerte expiatoria y sacrificial asimiló nuestro castigo, despojando así a los principados
demoníacos del derecho de acusación que poseían en el acta de decretos contra nosotros por
nuestros pecados y por nuestra naturaleza vendida al pecado (Col. 2:14,15).
He aquí, pues, la obra de la cruz: por Su parte, el Padre no escatima al Hijo, sino que lo
entrega por todos nosotros (Ro. 8:32); el Hijo se ofrece mediante el Espíritu eterno (He. 9:14) y
sin usurpar el ser igual a Dios como cosa a que aferrarse, se humilla haciéndose semejante a los
hombres, el Verbo hecho carne (Fil. 2:5-8; Jn. 1:14); nace, pues, de la virgen María y toma forma
de siervo, menor que el Padre, y aprende la obediencia (He. 5:8); es tentado en todo, mas no
peca; entonces, cual Hijo del Hombre sufre la muerte expiatoria cual postrer Adam, hecho
pecado por todos nosotros (2 Co. 5:21; 1 Co. 15:45), y con su muerte destruye a la muerte (Is.
25:8; Os. 13:14; 1 Co. 15:55,56) y al que tenía el imperio de la muerte, es decir, al diablo (He.
2:14); crucifica también al viejo hombre (Ro. 6:6), a la carne con sus pasiones y deseos (Gá.
5:24), al mundo y sus rudimentos (Gá. 6:14; Col. 2:20), al acta de decretos que nos era contraria
(Col. 2:14); en Su cruz llega a abolir las enemistades de la carne y la ley de los mandamientos
expresados en ordenanzas, haciendo así la paz y reconciliándonos entre nosotros y con Dios
(Ef. 2:13-16); crucificó también la maldición de la ley, la incircuncisión y las cosas viejas (Gá.
3:13; Col. 2:11-13; 2 Co. 5:17); juzga al príncipe de este mundo, exibe y despoja a los
principados y potestades (Col. 2:16; Jn. 16.:11).
Por Su resurrección corporal en humanidad (Jn. 2:19-22; Lc. 24:36-46) dio comienzo cual
segundo Hombre (1 Co.15:47) a una nueva creación (2 Co. 5:17), siendo así la Cabeza federal
de una nueva raza, la de los hijos de Dios (Jn. 1:12), regenerados en su identificación con el
Cristo muerto y resucitado, que perdona y libra, y además restaura, regenera y santifica; imputa
la justicia, pero además la produce, por gracia, recibiéndola nosotros de Él y a Su Espíritu, por la
fe; y manifiesta esta fe y justificación gratuita, en buenas obras preparadas de antemano por
Dios, y hechas en Él como señal fructífera de salvación (Ef. 2:8,10; Tito 2:14).
Nunca olvidemos, pues, que la obra del Señor Jesucristo ha consistido después de Su
encarnación virginal, y su vida sin pecado revelándonos al Padre, en Su muerte por nosotros
debido a nuestros pecados; y después de sepultado, resucitar corporalmente en incorrupción, y
ascender de nuevo a Su gloria, para glorificar en Él a la humanidad, haciéndola nueva y
heredera del Reino; para comunicar lo cual envió Su Espíritu Santo para convencer al mundo de
pecado, justicia y juicio,2 de modo que le reciban los llamados a salir del mundo, los que le
aman. El Espíritu Santo nos participa lo del Padre y Cristo, de modo que lo podamos asimilar y
llenarnos y revestirnos de Él en identificación completa, con miras a la redención total que será
---2Referencia a Juan 16:8--- manifestada al fin de los tiempos.
Hecha, pues, esta obra para Dios y los hombres en Jesucristo, Dios y Hombre, entonces se
anuncia el Evangelio, se proclama y se enseña como ministerio espiritual. Es así que la doctrina
se asienta en la obra de la Persona Teo-antrópica de Jesucristo.
V
LA DOCTRINA
Al considerar la Doctrina de Jesucristo, no debemos divorciarla de la realidad del Espíritu y Su
Persona, sino que se tratará de Jesucristo mismo obrando espiritualmente a través de Su
doctrina. No se tratará, pues, de mera ética o moral, sino de la comunicación hablada y actuada
del Espíritu de Cristo, y por el Espíritu, de la obra del Cristo que se nos da por vida para
reunirnos en Dios. Trátase del mismo Cristo repartido entre nosotros para nutrimos de Sí, lo cual
hoy lleva a efecto mediante Su ministerio espiritual que se prolonga en Su Cuerpo místico que
es la Iglesia, suma de todos los hijos de Dios. La ministración de Su Espíritu mediante el ejemplo
y sus palabras que son espíritu y vida, vivificará a los que percibiendo y oyendo, crean; y
creyendo reciban; entonces recibiendo, obedezcan; y obedeciendo, cumplan en sí mismos, por
la gracia de Cristo, la voluntad del Padre, que es para con nosotros redención total,
configuración a la imagen de Su Hijo Jesucristo, glorificados en Él, y con Él coherederos del
Reino eterno.
El Espíritu de vida utiliza, pues, el ejemplo de Jesús y sus apóstoles, y utiliza sus palabras. Tal
ejemplo y tales palabras, la suma de ellos y su explicación y la de los hechos de Cristo y sus
apóstoles bajo el Espíritu Santo, constituyen la doctrina. El Espíritu, el ejemplo y las palabras de
Cristo, se perpetúan en Su Cuerpo místico, además de haber quedado patentemente
registrados en las Sagradas Escrituras. El Espíritu de Cristo comenzó a manifestarse desde el
Antiguo Testamento, pero llegó a su dispensación perfecta con el Nuevo Pacto, que es ya
anticipo de la definitiva herencia. Tenemos, pues, entonces el Nuevo Testamento, el ejemplo y
las palabras, la esencia del Evangelio, la doctrina de salvación, de lo cual toma la Iglesia cual
depositaria y reparte. Debe la Iglesia repartir perpetuando mediante el Espíritu, el ejemplo y las
palabras de Cristo, aplicándolo a las necesidades de los hombres.
Al repartir, la Iglesia debe también tener discernimiento en el espíritu para edificar eficazmente
atendiendo a las prioridades, y comenzando, también en la enseñanza de la doctrina de Cristo,
por los fundamentos y rudimentos básicos de ella, sin los cuales nada se puede construir. Jesús
comenzó Su enseñanza pública con el anuncio de: "Arrepentíos, porque el reino de los cielos se
ha acercado"; "el tiempo se ha cumplido, y el reino de Dios se ha acercado; arrepentíos, y creed
en el evangelio" (Mt. 4:17; Mr. 1:15). Esto mismo fue lo que ordenó a sus apóstoles predicar:
"46Así está escrito, y así fue necesario que el Cristo padeciese, y resucitase de los muertos al
tercer día; 47y que se predicase en su nombre el arrepentimiento y el perdón de pecados en
todas las naciones, comenzando desde Jerusalem" (Lc. 24:46-47). Debían ser, pues, testigos de
Su Persona y obra, y portadores de Su Espíritu, reproductores en Él de Su ejemplo, y
predicadores de Su doctrina.
Pablo comenzó también con aquello de la muerte y resurrección de Cristo (1 Co. 15:3,4). En la
carta neo-testamentaria a los Hebreos se nos enumera aquello que constituía los rudimentos de
la doctrina de Cristo; sí, los primeros rudimentos de las palabras de Dios, el fundamento, lo cual
es: arrepentimiento de obras muertas, fe en Dios, doctrina de bautismos, imposición de manos,
resurrección de muertos y juicio eterno, a lo cual volveremos Dios mediante más detenidamente,
no sin antes reconsiderar los puntos sobresalientes de la gesta de Cristo, como quedan
señalados típicamente en las fiestas solemnes de Israel, sombra de Cristo.