"Echa tu pan sobre las aguas; porque después de muchos días lo hallarás. Reparte a siete, y aun a ocho; porque no sabes el mal que vendrá sobre la tierra".

(Salomón Jedidías ben David, Qohelet 11:1, 2).

viernes, 1 de julio de 2011

III: LOS PRIMEROS RUDIMENTOS

PARTE III
"12b...cuáles son los primeros rudimentos de las palabras
de Dios...; 1blos rudimentos de la doctrina de Cristo...,
1cel fundamento del arrepentimiento de obras muertas,
de la fe en Dios, 2de la doctrina de bautismos,
de la imposición de manos, de la resurrección
de los muertos y del juicio eterno".

Hebreos 5:12b; 6:1b,c,2

XIV

LOS PRIMEROS RUDIMENTOS


Teniendo, pues, en cuenta la Persona y la Obra de Cristo, comprendamos la razón de Su
doctrina, la cual se nos presenta también con cierto orden, es decir, atendiendo a las prioridades
y comenzando por los primeros rudimentos de las palabras de Dios, según el decir de la carta a
los Hebreos (5:12). Recordemos que en la apartado V acerca de "La Doctrina" enumerábamos
con Hebreos 6:1,2, aquellas cosas que constituían los rudimentos de la doctrina de Cristo; es
decir, el fundamento del arrepentimiento de obras muertas, la fe en Dios, la doctrina de
bautismos, imposición de manos, resurrección de muertos y juicio eterno. Y efectivamente, si
consideramos las citas de Mateo y Marcos donde se resume el comienzo del contenido de la
predicación de Jesucristo cuando empezó a recorrer Galilea y los alrededores enseñando en las
sinagogas, y poniendo el fundamento de Su enseñanza, veremos en las susodichas citas (Mt.
4:17; Mr. 1:14,15) que el contenido fundamental era arrepentimiento y fe, unidos a la expectativa
escatológica del Reino. De manera que realmente podemos deducir del resumen de Mateo y
Marcos acerca del contenido de sus primeras enseñanzas, que lo enumerado en Hebreos 6:1,2
era realmente los primeros rudimentos de la doctrina de Cristo.
Jesús decía: "Arrepentíos, porque el reino de los cielos se ha acercado” (a vosotros) (Mt.
4:17). “El tiempo se ha cumplido, y el reino de Dios se ha acercado; arrepentíos, y creed en el
evangelio" (Mr. 1:15). Vemos, pues, que el arrepentimiento era ingrediente fundamental; y al
decir: "creed en el evangelio", la fe en Dios lo era también. Y en cuanto a bautismos, imposición
de manos, resurrección de muertos y juicio eterno, queda implicado en el resumen fraseado: "el
reino de los cielos se ha acercado", pues resurrección y juicio están íntimamente relacionados al
Reino; y bautismos también, en lo relativo a la entrada; la imposición de manos tiene que ver con
la autoridad del Reino que se introduce y promociona.
Resulta, pues, conveniente comenzar cual Jesús, y de la manera que lo hicieron los apóstoles.
Consideremos entonces un poco más detenidamente cada uno de estos "ingredientes", es
decir, estos primeros rudimentos de las palabras de Dios, de la doctrina de Cristo; pues, aunque
Hebreos 6:1,2 exhorta a la Iglesia a ir adelante a la perfección dejando ya los primeros
rudimentos, se dirige, según el capítulo 5, verso12, a los que debían ser ya maestros; no
obstante, en aquellos que apenas comienzan y de los que no debe esperarse ser aún maestros
(1 Ti. 3:6), debe comenzarse atinadamente colocando el fundamento.

XV
ARREPENTIMIENTO

El primer llamado del evangelio es al arrepentimiento; sin arrepentimiento no hay evangelio. El
llamado a la fe incluye el arrepentimiento. La palabra griega traducida arrepentimiento es
"metanoia" [μετάvoια], de "meta", cambio, y "nous", mente; tiene que ver, pues, con un cambio
de mente, pues, como dice Proverbios: "Cual es su pensamiento en su corazón, tal es él" (23:7).
La persona se comporta según el ánimo con que enfrenta a la vida, y tal ánimo es según el
pensamiento que abriga de ella. No puede, pues, cambiarse la conducta mientras se tenga en el
corazón una actitud negativa y de enemistad contra Dios. El propósito del evangelio es la
reconciliación del hombre con Dios, con los demás hombres y con el resto de la creación. De allí
la urgente necesidad de una "metanoia", es decir, de un verdadero arrepentimiento o cambio de
actitud ante Dios, los hombres y la naturaleza.
Dios, en este tiempo, manda a todos los hombres, en todo lugar, que se arrepientan, pues ha
establecido un día de juicio (Hch. 17:30.31). La introducción del evangelio es, pues, esta:
49
“Arrepentíos porque el reino de los cielos se ha acercado (a vosotros)" (Mt. 4:17); esto es lo que
comenzó a predicar Jesús, y lo que mandó a sus apóstoles a predicar. "46Fue necesario que el
Cristo padeciese, y resucitase de los muertos al tercer día; 47y que se predicase en su nombre el
arrepentimiento y el perdón de pecados en todas las naciones, comenzando desde Jerusalén"
(Lc. 24:46,47). Jesús declaró pues: "Si no os arrepentís, todos pereceréis igualmente" (Lc. 13:5);
y el apóstol Pedro, con las llaves del Reino, cuando fue preguntado por lo que había de hacerse,
abrió las puertas con la inamovible declaración: "Arrepentíos, y bautícese cada uno de vosotros
en el nombre de Jesucristo para perdón de los pecados; y recibiréis el don del Espíritu Santo"
(Hch. 2:38); y en la puerta llamada la Hermosa, declaraba: “Arrepentíos y convertíos, para que
sean borrados vuestros pecados; para que vengan de la presencia del Señor tiempos de
refrigerio" (Hch. 3:19).
No puede, pues, comenzarse a edificar el Reino de Dios sin arrepentimiento. Tan sólo
personas arrepentidas entran al Reino; no puede tener entrada quien permanezca duro en su
corazón contra Dios y los hombres, destruyendo la tierra, sin reconocer sus pecados y
encaprichándose soberbiamente en sus ofensas al Creador y sus criaturas.
Arrepentimiento significa, pues, reconocimiento de nuestra culpabilidad, unido a una
confesión de ésta, pidiendo perdón donde corresponda, si sólo a Dios, o también a los hombres
en caso de haberlos ofendido; entonces, con sinceridad y honestidad, decidir aborrecer de allí
en adelante ese pecado, y proponerse, esperando y contando con la ayuda de Dios, a no
practicarlo más, procurando en lo posible restituir el daño, haya sido éste contra la confianza, la
honra, los bienes, o cualquier otra cosa. A todo pecado, injusticia o transgresión debe abarcar
nuestro arrepentimiento, pues necio sería reservarnos el lujo de acariciar aun ciertos pecados
favoritos desechando apenas aquellos que nos esclavizan menos. Debemos ser drásticos y
honestos con nosotros mismos, acatando en la confianza y esperanza de Su gracia, la demanda
divina. El arrepentimiento es, pues, una íntegra actitud de corazón que se vuelca hacia la
búsqueda de la perfecta voluntad de Dios, a pesar de nuestra debilidad.
Es la gracia de Dios la que hace que el Espíritu Santo nos convenza de pecado, justicia y
juicio; sí, es Dios quien nos concede el arrepentimiento (2 Ti. 2:25). Por ello, ante nuestra vileza
y dureza, debemos levantar los ojos a Dios pidiendo Su gracia que nos convierta (Jer. 31:18).
Mientras tengamos conciencia de responsabilidad, elevemos a Dios la súplica para que no nos
abandone en nuestros pecados, sino que nos fortalezca para el arrepentimiento. Su gracia, que
no ha quitado nuestra responsabilidad, posibilitará nuestra sincera conversión.
El arrepentimiento no es además una experiencia de una sola vez, sino que debe ser la
experiencia inmediata ante cualquier caída; también a la iglesia se le llama al arrepentimiento
(Ap. 2:5,16,22; 3:3,19), y mucho más cuando sabemos que no sólo hay pecados de acción, sino
también de omisión, es decir, cuando sabiendo hacer el bien, no lo hacemos (Stg. 4:17).
La apostasía voluntaria que reniega de Cristo exponiéndole a vituperio, aleja la posibilidad de
un futuro arrepentimiento (He. 6:4-8; 10:26-31); por lo cual, la Iglesia, es decir, cada cristiano, no
debe dejar deslizarse su corazón en el endurecimiento del pecado (He. 3:12,13). La morada de
Dios es un espíritu contrito y humillado, el cual así, no será de Él despreciado (Salmos 34:18;
51:17; Prov. 16:19; 29:23; Ecls. 7:8b; Miq. 6:8).

XVI
FE EN DIOS

"Sin fe es imposible agradar a Dios; porque es necesario que el que se acerca a Dios crea que
le hay, y que es galardonador de los que le buscan" (He. 11:6). El llamado de Dios comienza,
pues, con un llamado a la fe: "Creed en el evangelio" (Mr. 1:15). Dios, pues, nos pide que
tengamos confianza en Él. En la base de nuestra fe están los HECHOS históricos de la
REVELACIÓN de Dios; Dios se ha revelado, pues, a Sí mismo, y sobre ese testimonio histórico
descansa nuestra fe; (histórico, no sólo referido al pasado, sino a la continua intervención de
Dios en la historia, en la vida de las personas). La fe viene, pues, por el oír la Palabra de Dios
(Ro. 10:17). Para invocar a Dios confiándose en Él, es, pues, necesario que oigamos de Él
primero: "2Oídme atentamente, y comed del bien, y se deleitará vuestra alma con grosura.
3Inclinad vuestro oído, y venid a mí; oíd y vivirá vuestra alma; y haré con vosotros pacto eterno,
las misericordias firmes a David" (Is. 55:2b,3). Oímos, pues, para conocer los hechos de Dios;
entonces, el testimonio que Él ha dado, y da, de Sí mismo, engendra en nosotros la fe;
entonces tenemos confianza para invocarle y recibir de Él lo que nos ha prometido, pues ha sido
Suya la iniciativa de poner tal esperanza delante de nosotros. Por eso hizo antes EVIDENTE Su
poder y Deidad mediante la creación (Ro. 1:19,20), y vemos Sus huellas dentro de nuestra
propia conciencia (Ro. 2:14-16).
Por eso también habló a los hombres por sus escogidos y pregoneros como Enoc, Noé,
Abraham, Moisés y los profetas; pero principalmente, en el cumplimiento del tiempo, y en
atención a sus anuncios proféticos, nos habló por Su Hijo Jesucristo (He. l:1,2), el cual, después
de ascender a la gloria, envió Su Espíritu Santo a la Iglesia, la cual, desde los apóstoles, es
depositaria del testimonio Divino y de la Palabra de la fe:
"10El que cree en el Hijo de Dios, tiene el testimonio en sí mismo; el que no cree, a Dios le
ha hecho mentiroso, porque no ha creído en el testimonio que Dios ha dado acerca de Su
Hijo. 11Y este es el testimonio: que Dios nos ha dado vida eterna; y esta vida está en su Hijo.
12El que tiene al Hijo, tiene la vida; el que no tiene al Hijo de Dios, no tiene la vida". (1 Jn.
5:10-12). Y "8Esta es la palabra de fe que predicamos: 9que si confesares con tu boca que
Jesús es el Señor, y creyeres en tu corazón que Dios le levantó de los muertos, serás salvo.
10Porque con el corazón se cree para justicia, pero con la boca se confiesa para salvación. 11Pues la Escritura dice: Todo aquel que en él creyere no será avergonzado... 13porque todo
aquel que invocare el nombre del Señor, será salvo" (Ro. 10:8b-11,13).
Para invocar hay que creer, y para creer, oír; y para que oigamos, nos fue enviado testimonio
(Ro. 10:14-17), y éste es, pues, que Jesús de Nazaret, el Cristo, salió de Dios y vino al mundo
siendo el Hijo de Dios nacido de la virgen María (Jn. 16:28; 17:7,8; Lc. 1:30-35), y vivió sin
pecado aunque tentado en todo conforme a nuestra semejanza (He. 4:15; 1 Jn. 3:5); murió en la
cruz en nuestro lugar y por nuestros pecados, limpiándonos de ellos por Su sangre, y
beneficiándonos gratuitamente de ello si creemos (Is. 53:4-11; Mt. 20:28; 1 Ti. 1:15); resucitó
corporalmente y ascendió a la diestra de Dios, intercediendo por nosotros y derramando Su
Espíritu Santo; volverá en gloria y majestad para juzgar y establecer definitivamente Su Reino,
con resurrección de nuestra carne, y juicio eterno de los que no le conocieron (2 Tes. 1:7-10).
Es, pues, Jesús, el Señor y el Cristo, y recibirle es recibir vida eterna (Jn. 1:12-13). "El que
creyere y fuere bautizado, será salvo; pero el que no creyere, será condenado" (Mr. 16:16).
Dios ha tomado, pues, la iniciativa, y revelándose nos vino a buscar; entonces nos habla al
corazón para que le conozcamos a través de Cristo, y a Sus hechos, de manera que confiados
en Él aceptemos la gracia del perdón, de la liberación, de la regeneración, de la renovación, de
la unción que es arras o garantía de una herencia eterna e incorruptible por la resurrección de
Jesucristo; heredemos, pues, con Él la resurrección gloriosa para un Reino inconmovible. Nos
pide apoyarnos en Él; echar todas nuestras angustias y ansiedades sobre Él, y contar con Él
mientras permanecemos recibiendo experimentadamente de Él a Jesucristo cual vida, y por
Cristo, al Espíritu Santo que nos guía conforme a Su Palabra a toda verdad, y nos participa de lo
Suyo vitalmente. Recibir confiadamente de la gracia es, pues, la actitud del creyente.
Creer es confiar, y confiar es contar con Él, recibiendo de Su fidelidad para fortalecernos y
para obedecerle voluntariamente, en alianza de nuestras voluntades con la perfecta Suya, cual
co-herederos del Reino de Jesucristo, Hijo de Dios. Podemos confiar en Él porque Él ha hecho
promesas y se ha comprometido a Sí mismo con juramento de que nos bendecirá en Cristo
Jesús (He. 6:13-20; Gá. 3:29). Honremos, pues, Su Palabra aferrándonos tenaz y osadamente a
ellas, pues por Sus maravillosas promesas podemos levantar cabeza. ¡Él es Fiel! ¡Lo ha
demostrado muchísimas veces! ¡Elijamos lo mejor siempre! el creer de la fe es en el Evangelio,
fundamentalmente en la identidad de Cristo, en Su muerte expiatoria por nosotros, en Su
resurrección completa y en Su señorío con que establecerá definitivamente Su Reino.

XVII
DOCTRINA DE BAUTISMOS

Jesús mandó que sus creyentes fuésemos bautizados, que nos identificásemos con Él
bautizándonos. Mateo y Marcos lo registran: "Id y haced discípulos..., bautizándolos"; "el que
creyere y fuere bautizado será salvo" (Mt. 28:19; Mr. 16:16). Los apóstoles, en Su nombre,
ordenaron también lo mismo a judíos y gentiles. En el libro de los Hechos de los Apóstoles,
Lucas nos registró varios casos: Hch. 2:38,41; 8:12,16,36-39; 9:18; 10:47,48; 16:15,31-33;
19:1-5; 22:16). Cuando las gentes creían el evangelio, lo normal era que confesaran su fe
identificándose con Cristo, invocándole en el bautismo. Con el bautismo mostraban que
aceptaban al Hijo de Dios, muriendo y resucitando con Él; bajaban a las aguas y eran
sumergidos en ellas, por la Iglesia, a la semejanza de la muerte de Cristo; sepultados en Él y
ellas, y subiendo con Él de ellas cual resucitados, en la fe de que al unirnos a Cristo, por Él
somos perdonados de nuestros pecados y regenerados. "Sepultados con él, en el bautismo, en
el cual fuisteis también resucitados con él, mediante la fe en el poder de Dios que le levantó de
los muertos" (Col. 2:12). "3Los que hemos sido bautizados en Cristo Jesús, hemos sido
bautizados en su muerte. 4Porque somos sepultados juntamente con él para muerte por el
bautismo, a fin de que como Cristo resucitó de los muertos por la gloria del Padre, así también
nosotros andemos en vida nueva. 5Porque si fuimos plantados juntamente con él en la
semejanza de su muerte, así también lo seremos en la de su resurrección" (Ro. 6:3-5).
Así que mediante la fe nos ponemos en contacto con el Cristo resucitado, lo cual señalamos
para consumarlo bautizándonos e invocándole en obediencia. Lo normal sería, pues, que
realicemos esta identificación en fe, por el bautismo. En el tiempo apostólico, los que recibían la
Palabra eran bautizados en seguida: Hch. 2:41; 8:12; 9:18; 10:47,48; 18:8; 22:16.
La fe debe preceder al bautismo, pues es mediante ésta (Col. 2:12) que en el bautismo nos
identificamos con la muerte y la resurrección de Jesucristo. Por eso Felipe contestó a la
pregunta del eunuco por el impedimento o el requisito para ser bautizado, y le dijo: "Si crees de
todo corazón, bien puedes" (bautizarte) (Hch. 8:37). Jesús dijo: "El que creyere y fuere
bautizado". No es, pues, tan sólo el que fuere "bautizado" sin creer ni escoger, sino que se debe
creer primero. Jesús dijo que era necesario nacer del agua y del Espíritu (Jn. 3:5). No es, pues,
tan sólo del agua, sino que también debe nacerse del Espíritu, el cual se recibe por la fe (Gá.
3:14; Jn. 7:38,39).
El apóstol Pedro escribió: "20Mientras se preparaba el arca, en la cual pocas personas, es
decir, ocho, fueron salvadas por agua. 21El bautismo que corresponde a esto ahora nos salva
(no quitando las inmundicias de la carne, sino como la aspiración de una buena conciencia hacia
Dios) por la resurrección de Jesucristo" (1 Pe. 3:20b,21). De manera que el bautismo nos salva
por la resurrección de Jesucristo; es decir, que la identificación con su resurrección nos salva, lo
cual, en figura del arca, realizamos a través de las aguas. No que el rito bautismal cambie la
naturaleza de la carne (v.21) quitando sus inmundicias (la ley del pecado y de la muerte en la
carne –Ro. 7:17-24), sino que nuestra obediencia al rito demuestra nuestra aspiración ante Dios
de una buena conciencia. Es la ley del Espíritu de vida en Cristo Jesús la que nos libra, no de
la existencia en la carne de la ley del pecado y de la muerte, pero sí nos libra del poder de tal ley
de pecado y muerte, enfrentándole el poder de la muerte al pecado en Cristo y el poder de la
resurrección para Dios de Jesucristo; nos libra, pues, por el Espíritu (Ro. 8:1-13). Así que,
somos salvados por el "lavamiento" de la regeneración y por la renovación en el Espíritu Santo
derramado abundantemente por Jesucristo (Tit. 3:5,6). Cristo, pues, purifica a la Iglesia en "el
lavamiento del agua" por la Palabra (Ef. 5:26).
Es necesario captar estas dos palabras: "en" y "por", en las Escrituras referentes al bautismo.
Atendiendo al texto griego tenemos que: En (έv) el bautismo somos sepultados y resucitados,
mediante, o a través, o por (διά) la fe en el poder de la resurrección de Cristo por Dios (Col.
2:12). También: Somos sepultados juntamente con Él para muerte a través, o por (διά) medio del
bautismo (Ro. 6:4). Además: el bautismo está salvando ahora por (διά) la resurrección de
Jesucristo (1 Pe. 3:21); es decir, porque significa y efectúa la obediencia de la fe salvadora, por
identificación con el Cristo resucitado que regenera participándose a Sí mismo. También está
escrito que la Iglesia es purificada por Cristo al (τώ) baño del agua en (έv) la palahra (Ef. 5:26).
Además: dice que Nos salvó mediante (διά) el baño de la regeneración (Tito 3:5). Véase, pues,
que en el bautismo lo que salva es la sola fe. Además nótese que no se habla de la regeneración
del lavamiento, sino del lavamiento de la regeneración; es decir, no que el lavamiento regenera,
sino que la regeneración lava. Quien regenera es Dios, por consiguiente mediante la sola fe, que
se expresa en el bautismo y conlleva al arrepentimiento.
La fe en Su Palabra y poder, pues, a través del acto voluntario del bautismo, nos identifica con
la muerte y la resurrección de Jesucristo. Entonces, el que cree se identifica bautizándose; y tal
identificación por fe, que es sumersión en Cristo mismo, entonces le salva. El que creyendo se
ha identificado con Cristo, por Éste es purificado y regenerado. Se nos pide, pues, que
realicemos o consumemos nuestra identificación de fe con Cristo a través del bautismo; por eso
los apóstoles bautizaban en seguida, aunando el acto de fe y entrega a Cristo recibiéndole, con
el bautismo; (ver citas arriba). Cristo, entonces, se ha comprometido a remitir los pecados de
aquellos que al creer se arrepientan y se bauticen en Su nombre (Hch. 2:38); prometió además
el Espíritu Santo.
La Iglesia, pues, al bautizar, lo hace de parte de Dios, con Su autorización, es decir, “en el
nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo” (Mt. 28:19); y lo que ella así remita, en la tierra,
es remitido en el cielo (Jn. 20:23); igualmente, lo que ella retenga en la tierra, es retenido en el
cielo (Jn. 20:23). La Iglesia retiene los pecados cuando por causa de incredulidad y falta de
arrepentimiento no bautiza a los incrédulos no-arrepentidos, pues, para el bautismo se requiere
una fe verdadera (Hch. 8:37) que conlleva el arrepentimiento; pues, ¿cómo identificarme con la
muerte de Cristo, si no estoy dispuesto a morir con Él al pecado y al mundo?
La Iglesia, no obstante, obra de buena fe, administrando reconciliación a todo aquel que
voluntariamente profese creer y anhelar el bautismo, aunque sea engañada en su buena fe por
algunos, como es el caso que tuvo Felipe con Simón Mago, a quien luego Pedro reprendió (Hch.
8:4-24).
¿Quién debe realizar el bautismo? lo fundamental es la identificación por fe con Cristo del
bautizado; no obstante lo ideal es que quien administre el rito sea la Iglesia, ya sea por los
apóstoles (Jn. 4:2; Mt. 28:19), ó por los discípulos colaboradores (Hch. 10:48). El Señor
directamente mandó a un discípulo de nombre Ananías bautizar a Pablo (Hch. 9:10-19). Puede
bautizar, pues, cualquier miembro de Cristo que esté bajo la dirección de la Cabeza que es
Cristo, y en comunión con su cuerpo; es decir, que bautiza de parte del Señor y para el Cuerpo,
recibiendo a todos los que Cristo reciba. No se bautiza, pues, uno, para pertenecer a una secta
o a un ministerio (1 Co. 1:11-17), sino para señalar la realización de nuestra identificación con
Cristo y para efectuarla mediante la obediencia de la fe; de manera que en Quien somos
sumergidos es en Él, haciéndonos, por Él, miembros Suyos, y por lo tanto partícipes de Su único
cuerpo dentro del cual somos inmersos por el Espíritu de Cristo que recibimos mediante la fe
viva que obedece. Por eso Pedro, a quien profesaba su fe arrepintiéndose y bautizándose
aseguraba la promesa del Espíritu Santo, que es Quien nos bautiza en Un solo cuerpo (Hch.
2:38,39; 1 Co. 12:13).
Lo normal en la Iglesia, en su tiempo primitivo y apostólico, era proceder a practicar el
bautismo en las aguas por inmersión al creyente, lo cual está bien perpetuar. Mateo 28:19 nos
muestra las palabras que Jesús dirige al bautizador, autorizándole a que lo haga en el nombre
del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo; es decir, como de parte de Dios mismo, pues es sabido
que el Padre envió al Hijo y Éste vino en el nombre del Padre, hablando Sus palabras y haciendo
Sus obras; de la misma manera, el Hijo envió en Su nombre al Espíritu Santo, el cual es Su
vicario en la Iglesia. El Espíritu Santo opera ahora a través del ministerio de todo Su cuerpo, por
lo cual la Iglesia, bajo la comisión de Jesucristo y en el poder del Espíritu Santo, hace discípulos,
los bautiza y les enseña de parte de Dios, es decir, en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu
Santo.
Ahora bien, Pedro dirigió, ya no al bautizador, sino al que se bautiza, el mandamiento de
bautizarse cada uno en el nombre de Jesucristo (Hch. 2:38), y así lo hicieron judíos, samaritanos
y gentiles, según registra Lucas en los Hechos de los apóstoles (8:16; 10:48; 19:5; 22:16), pues
en Cristo Jesús NO hay diferencia entre judío y gentil (Ro. 10:12,13; Gá. 3:27,28; Col. 3:10,11).
De manera que el bautizador bautiza de parte de Dios en el nombre del Padre, del Hijo y del
Espíritu Santo; y el que se bautiza se identifica con Cristo en Su muerte y resurrección
bautizándose en el nombre de Jesucristo. No se trata, pues, de dos fórmulas contradictorias,
sino del complemento de dos realidades divinas: la identificación con Cristo del bautizado, y la
autoridad delegada del que lo bautiza. Son, pues, realidades complementarias, y no tan sólo
meras fórmulas. Cada bautizado debiera comprender que ha sido bautizado o sumergido en
Cristo de parte de Dios, es decir, en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo; el que
confiesa al Hijo tiene también al Padre (1 Jn. 2:23).
_ _ _ _ _
Ahora bien, Hebreos 6:2 no nos habla meramente en singular de doctrina de bautismo, sino
que nos habla en plural: "doctrina de bautismos". No se refiere, pues, como a uno de los
fundamentos de la doctrina de Cristo tan sólo al bautismo en agua, pues el Nuevo Testamento
nos habla también de "Bautismo en el Espíritu Santo", además de haber hablado de bautismo en
Cristo. Dios quiere, no tan sólo perdonamos, liberarnos y regenerarnos, justificarnos,
santificarnos y morar en nosotros, lo cual hace sumergiéndonos en Cristo, poniéndonos en Él y
a Él en nosotros; pero Él también quiere además investirnos de poder y ungirnos para el
ministerio, lo cual hace mediante la investidura y unción del Espíritu Santo. Él pidió a sus
discípulos que esperaran en Jerusalén hasta recibir del Padre la promesa, y ser bautizados con
el Espíritu Santo, lo cual les invistió de poder (Hch 1:4-8); lo mismo hizo Dios con los gentiles en
casa de Cornelio derramando sobre ellos el Espíritu Santo y bautizándoles con Él (Hch.
10:44-46; 11:15-17). Pedro y Juan oraron para que recibiesen el Espíritu Santo los que habían
creído y se habían bautizado con Felipe tiempo atrás, sin que descendiera aún sobre ellos (Hch.
8:12-17); lo mismo hizo Pablo con los efesios (Hch. 19:1-6) a quienes luego escribía que desde
que habían creído habían sido sellados con el Espíritu Santo de la promesa (Ef. 1:13; 4:30); es
decir, que los efesios habían tenido la experiencia de la investidura habiendo creído
previamente.
El agua vivificante del río que vio Ezequiel (47:1-12) era la misma, ya sea que llegase hasta los
tobillos, o las rodillas, o los lomos de Ezequiel; así también, las aguas vivas del Espíritu que
reciben por fe los que por esa misma fe beben de Cristo, pueden ser aprovechadas en distintas
maneras, según la medida en que por fe beban de ellas y en ellas se sumerjan los creyentes. El
Espíritu es dado sin medida, pero muchos desparraman sin aprender a recibir. Debemos, pues,
por fe penetrar más y más en el río, recibiendo, experimentalmente, por el Espíritu, la
ministración que Éste nos hace del Sumo Bien conseguido para nosotros por Cristo Jesús.
Acerquémonos, pues, a beber hasta ser completamente inundados y sumergidos; y hagámoslo
así vez tras vez.

XVIII
IMPOSICIÓN DE MANOS

La imposición de manos señala una transmisión, o también una ordenación. En las Escrituras
vemos imposición de manos en los momentos de: a) orarse por la sanidad de los enfermos; b)
por la recepción del Espíritu Santo; c) por la ordenación al diaconado; d) por la entrega de un
don; e) por el envío de apóstoles (Mr. 16:18; Hch. 6:6; 8:17; 9:17; 13:3; 19:6; 1 Ti. 4:14; 2 Ti. 1:6),
también queda implicada la imposición de manos en la palabra griega usada al describir la
constitución de ancianos.
Por causa de la realidad de la resurrección de Cristo y la realidad de su entrega de dones a los
hombres, existe también la realidad espiritual de la delegación de autoridad que proviene
directamente de la Cabeza del Cuerpo, que es Cristo Jesús, mediante el Espíritu Santo, y que
opera realmente por Su Iglesia en la que existe realmente el ministerio espiritual del Cuerpo, el
cual es un ministerio de justificación y reconciliación, bajo el Nuevo Pacto, en el Espíritu
vivificante (2 Co. 3:2-11,17,18; 4:1-6). Tal ministración del Espíritu acontece a través del Cuerpo
sujeto a Su Cabeza celestial, por lo cual tal Cuerpo recibe la delegación de autoridad en una
forma espiritual y viva, y cuando transmite u ordena, en ejercicio de la autoridad espiritual,
entonces hace uso de la imposición de manos, como señal de la realización auténtica y
espiritual de tal transmisión y ordenación efectuada, bajo la autoridad directa de la Cabeza y en
el poder del Espíritu.
Es por eso que Pablo aconsejaba a Timoteo a no imponer las manos con ligereza (1 Ti. 5:22);
se imponen las manos con ligereza cuando se hace apresuradamente y con motivos bajos un
rito hueco y vacío, desprovisto de la realidad espiritual; es decir, en la mera presunción de la
carne y sin la verdadera participación y dirección de la Cabeza, Cristo Jesús. Cuando motivos
humanos e intereses particulares mueven a hacer ostentación ritual, pero sin haberse atendido
a la voz del Espíritu, se está obrando con ligereza. ¿Estará acaso Dios obligado a vindicar o
respaldar lo que atrevidamente hacemos en la carne tomando con osadía y presunción Su
propio nombre? Sin embargo, la Iglesia sí tiene Su nombre a disposición para obrar en el
Espíritu con auténtica autoridad delegada, cuando se habla en íntima sujeción a la Cabeza
celestial. Esa es la razón por la cual vemos a los apóstoles, también al presbiterio, orando antes
de imponer las manos (Hch. 6:6; 8:15,17; 13:3; 1 Ti. 4:14). Durante la oración opera una relación
íntima con la Cabeza celestial, por lo cual el Espíritu Santo puede revelar e impulsar a una
auténtica imposición de manos, señalando así una auténtica transmisión espiritual efectuada, o
una genuina ordenación efectuada y nacida desde el seno del Cristo glorificado que constituye.
Cuando Dios verdaderamente ordena o da, entonces entrega el carisma que es evidente de
por sí. No es que el título meramente haga al ministerio, sino que el servicio prestado o
ministerio, según el carisma provisto por Cristo directamente, tiene su propio nombre o título,
que entonces, bajo la evidencia del Espíritu y bajo la dirección de la Cabeza celestial, es
reconocido oficialmente en la conciencia de la Iglesia, que acata la autoridad de Cristo
manifiesta en el carisma y con la cual se edifica –espiritualmente.

XIX

RESURRECCIÓN DE MUERTOS
Como vimos en el apartado IX, "Primicias: Cristo Resucitado", el Señor Jesús resucitó
corporalmente como primicias, es decir, como precursor de nuestra resurrección. Él resucitó
para compartir con nosotros su victoria sobre la muerte. Es fundamento de la doctrina de Cristo
la enseñanza divina acerca de la resurrección de los muertos. Ya el profeta Daniel, por
revelación divina a través del ángel Gabriel, nos registró : "Y muchos de los que duermen en el
polvo de la tierra serán despertados, unos para vida eterna, y otros para vergüenza y confusión
perpetua" (12:2); lo mismo sostuvo el Señor Jesús cuando dijo: "28Vendrá hora cuando todos los
que están en los sepulcros oirán su voz (la del Hijo del Hombre); 29y los que hicieron lo bueno,
saldrán a resurrección de vida; mas los que hicieron lo malo, saldrán a resurrección de
condenación" (Jn. 5:28,29). Habrá, pues, dos tipos de resurrección: una para vida eterna, y otra
para condenación. Los que permanezcamos en Cristo por la gracia de Dios resucitaremos para
vida.
Jesús declaró: "Y esta es la voluntad del Padre que me ha enviado: Que todo aquel que ve al
Hijo, y cree en él, tenga vida eterna y yo le resucitaré en el día postrero" (Jn. 6:40). Pablo
escribía a los corintios: "20Mas ahora Cristo ha resucitado de los muertos; primicias de los que
durmieron es hecho. 21Porque por cuanto la muerte entró por un hombre, también por un hombre
la resurrección de los muertos. 22Porque así como en Adán todos mueren, también en Cristo
todos serán vivificados. 23Pero cada uno en su debido orden: Cristo, las primicias; luego los que
son de Cristo, en su venida. 24Luego el fin, cuando entregue el reino al Dios y Padre" (l Co.
15:20-24a). Existe, pues, un orden para la resurrección, habiendo sido ya Cristo el primogénito
de entre los muertos; entonces, a la segunda venida de Cristo, resucitaremos los suyos para
vida eterna, como está escrito: "14Porque si creemos que Jesús murió y resucitó, así también
traerá Dios con Jesús a los que durmieron en él. 15Por lo cual os decimos esto en palabra del
Señor: que nosotros que vivimos, que habremos quedado hasta la venida del Señor, no
precederemos a los que durmieron. 16Porque el Señor mismo con voz fuerte, voz de arcángel, y
con trompeta de Dios, descenderá del cielo; y los muertos en Cristo resucitarán primero. 17Luego
nosotros los que vivimos, los que hayamos quedado, seremos arrebatados juntamente con ellos
en las nubes para recibir al Señor en el aire, y así estaremos siempre con el Señor" (1 Tes.
4:14-17). El arrebatamiento de los cristianos sigue inmediatamente después de la resurrección y
de la transformación de los vivos cristianos.
Transformación, resurrección y arrebatamiento de los cristianos fieles están juntos: "51He aquí
os digo un misterio: No todos dormiremos; pero todos seremos transformados, 52en un
momento, en un abrir y cerrar de ojos, a la final trompeta; porque se tocará la trompeta, y los
muertos resucitarán incorruptibles, y nosotros seremos transformados" (1 Co. 15:51-52).
También Colosenses 3:4 y Filipenses 3:20-21 nos hablan de la transformación hacia la
incorruptibilidad de los fieles cristianos al momento de la venida de Cristo en Su manifestación
gloriosa. Efectivamente, la séptima trompeta (Ap. 11:15-19) señala el tiempo del juicio de los
muertos y del galardonamiento de los santos; galardón que Cristo trae con Su venida (Ap.
22:12).
Los que sean tenidos por dignos del siglo venidero (Lc. 20:35) y de la resurrección de los
justos (Lc. 14:14) serán como los ángeles y no se casarán; serán recompensados en esta
resurrección de justos, la cual, es, pues, a la final trompeta, la séptima, cuando el Señor mismo
con gran voz de trompeta descienda en las nubes para arrebatarnos, enviando a sus ángeles
con voz de trompeta a recoger sus escogidos de los cuatro vientos (Mt. 24:30-31). En el orden
divino de la resurrección, la resurrección de los justos en Su venida precede a la resurrección de
los demás muertos en un milenio: "4Y vi tronos, y se sentaron sobre ellos los que recibieron
facultad de juzgar; y vi las almas de los decapitados por causa del testimonio de Jesús y la
Palabra de Dios, los que no habían adorado a la bestia ni a su imagen, y que no recibieron la
marca en sus frentes ni en sus manos; y vivieron y reinaron con Cristo mil años. 5Pero los otros
muertos no volvieron a vivir hasta que se cumplieron mil años. Esta es la primera resurrección"
(Ap. 20:4,5).
Según 1 Corintios 15:23,24, las primicias fueron: Cristo el Primogénito; en el orden seguiría,
pues, la resurrección de los justos en Su venida; es decir, la primera resurrección, al tiempo del
galardón, en la séptima o final trompeta; después será el fin, con la resurrección del resto de los
muertos después del milenio, quienes resucitarán para juicio, y de entre los cuales se hallan los
resucitados para condenación; con su castigo en el lago de fuego se suprime toda oposición a la
autoridad Divina, y la muerte misma es echada al lago de fuego siendo definitivamente vencida;
entonces habrá cielo nuevo y tierra nueva, y la creación misma será libertada de la esclavitud de
corrupción, después de que hayan sido suficientemente manifestados los hijos de Dios en Gloria
(Ro. 8:19-21). He allí, pues, el orden en que la muerte es desplazada definitivamente por una
nueva creación comenzada por la resurrección de Cristo. Jesús es la resurrección y la vida (Jn.
11:25) y es necesario ser hallado en Él para alcanzar la resurrección de los justos (Fil. 3:9-11).
Con el Hijo de "Dios y la Virgen", la Simiente de la Mujer, es quebrantada definitivamente la
cabeza del que tenía en sus manos el imperio de la muerte: la serpiente antigua que es el diablo.

XX

JUICIO ETERNO

Quizá sorprendería el hecho de que quien más habló en el Nuevo Testamento acerca del
infierno haya sido nuestro Buen Salvador Jesucristo. Las consecuencias que sobrevendrán a la
persona que resulte maldecida en una sentencia en el día del juicio serán horrendas e
irreparables; por eso no es de extrañar que quien más ama nos amonesta para apartarnos del
deslizadero al insondable abismo de perdición. La naturaleza moral del hombre implica un día
en que rendiremos cuenta de nosotros mismos, enfrentándonos al ineludible efecto de nuestros
caminos. Salomón, tras examinar implacablemente toda la obra que se hace debajo del sol,
concluía: "13Teme a Dios y guarda sus mandamientos; porque esto es el todo del hombre.

14Porque Dios traerá toda obra a juicio, juntamente con toda cosa encubierta, sea buena o sea
mala" (Ec. 12:13,14).
Efectivamente, Dios "ha establecido un día en el cual juzgará al mundo con justicia, por aquel
varón a quien designó, dando fe a todos con haberle levantado de los muertos" (Hch. 17:31), lo
cual es lo mismo que escuchar al apóstol Pedro decir a los gentiles: "Y nos mandó que
predicásemos al pueblo, y testificásemos que él es el que Dios ha puesto por Juez de vivos y
muertos" (Hch. 10:42). Ya Jehová había hablado por boca de Isaías: "Por mí mismo hice
juramento, de mi boca salió palabra en justicia, y no será revocada: Que a mí se doblará toda
rodilla, y jurará toda lengua" (Is. 45:23). Y Enoc profetizaba: "14He aquí, vino el Señor con sus
santas decenas de millares, 15para hacer juicio contra todos, y dejar convictos a todos los impíos
de todas sus obras impías que han hecho impíamente, y de todas las cosas duras que los
pecadores impíos han hablado contra él" (Jud. 14b-15).
La razón de nuestra estructura moral y de la responsabilidad de nuestra libertad halla su
sentido en ese día en que Dios juzgará por Jesucristo los secretos de todos los hombres (Ro.
2:16). Y si existe, pues, en nuestras conciencias la evidencia de un poder legislativo, de hecho,
esto conlleva un poder judicial, un tribunal de juicio. No nos pertenecemos, pues no nos hemos
hecho a nosotros mismos; ¿acaso alguno de nosotros toleraría que una obra de sus propias
manos se levantara contra él intentando arruinar el propósito de su hechura? Es imposible a la
simple criatura eludir realmente a su Creador; por eso se nos amonesta tiernamente a despertar
del sueño y del delirio de nuestras ilusiones, para acatar con entendimiento la fiel realidad: Hay
un solo Soberano y éste es Dios; ama, pero alejarse de Él no puede significar sino irreparable
pérdida. Por un lado, El Señor ha prometido inefables recompensas a quienes le aman; por otro
lado, ha preparado un lugar que corresponde en contraparte a los que le dejan: fuego eterno
preparado para el diablo y sus ángeles, donde sus maldecidos encontrarán su lugar apropiado,
en el que se hallarán a sí mismos merecedores de castigo eterno (Mt. 25:41). La revelación
divina consignada en las Sagradas Escrituras nos habla muy claramente de un juicio final:
"11Y vi un gran trono blanco y al que estaba sentado en él, de delante del cual huyeron la
tierra y el cielo, y ningún lugar se encontró para ellos. 12Y vi a los muertos, grandes y
pequeños, de pie ante Dios; y los libros fueron abiertos, y otro libro fue abierto, el cual es el
libro de la vida; y fueron juzgados los muertos por las cosas que estaban escritas en los
libros, según sus obras. 13Y el mar entregó los muertos que había en él; y la muerte y el
Hades entregaron los muertos que había en ellos; y fueron juzgados cada uno según sus
obras. 14Y la muerte y el Hades fueron lanzados al lago de fuego. Esta es la muerte
segunda. 15Y el que no se halló inscrito en el libro de la vida fue lanzado al lago de fuego"
(Ap. 20:11-15).
El apóstol Mateo nos registra las declaraciones de Jesús acerca de su sentarse en el trono de
gloria y separar cual pastor a las ovejas de las cabras, juzgándolas según sus obras y brindando
el Reino con vida eterna a las ovejas de la derecha; maldiciendo y apartando de sí entonces a
las cabras de la izquierda. Existe, pues, un final escatológico: Por un lado, un Reino eterno e
inconmovible en Su gloria, cielo nuevo y tierra nueva con la Ciudad de Dios; por otro lado, fuego
eterno que nunca se apaga y donde el gusano nunca muere, junto a Satanás y sus ángeles. El
lago de fuego y azufre es llamado también Gehena, donde serán echados los condenados con
el alma y con el cuerpo resucitado para condenación en la resurrección postmilenial.
Así como la Jerusalén terrenal tenía en las afueras al valle de Hinom o Gehena donde se
amontonaba la basura que se agusanaba y se quemaba con fuego, y donde los idólatras
sacrificaban niños al demonio Moloch, así también, cual antitipo, la Jerusalén celestial tendrá en
las tinieblas de afuera sur respectivo basurero Gehena donde los que viven para Satanás serán
agusanados y quemados perpetuamente. La Gehena de la Jerusalén de abajo era un tipo
temporal, pero el lago de fuego y azufre, fuera de la Jerusalén de arriba será una Gehena
definitiva y eterna. La condenación eterna en la Gehena es, pues, la muerte segunda, y se
refiere a la perdición eterna de los resucitados para condenación en alma y cuerpo (Mt.
5:22,29,30; 10:28. 18:9; 23:15,33; Mr. 9:43-48; Lc. 12:5; Stg. 3:6. (Las aquí citadas son todas las
Escrituras que en el original griego usan la palabra "Gehena", traducida por algunos "infierno").
Examinando, pues, el contexto de todas las Escrituras que hablan de Gehena, vemos que
ésta se refiere al definitivo juicio en cuerpo y alma en el lago de fuego y azufre después de la
resurrección postmilenial de condenación eterna, pues no sólo se nos habla del alma sino
también del cuerpo con sus miembros. Por lo tanto, no debemos confundir la Gehena con el
Seol o Hades, el cual será echado al lago de fuego tras el juicio del trono blanco (Ap. 20:14),
aunque algunos también lo traduzcan ambiguamente: "infierno".
Sepamos primeramente que "Seol" (hebreo) es traducido "Hades" (griego), siendo lo mismo,
como puede constatarse comparando la cita de los Salmos que hace Pedro (Salmos 16:10; Hch.
2:37). He aquí las referencias bíblicas al Seol o Hades: Gé. 37:35; 42:38; 41:31; Nm. 16:30-33;
Dt. 32:22; 1 Sm. 2:6; 2 Sm. 22:6; 1 Re. 2:6,9; Job. 7:9; 11:8; 14:13; 17:13,16; 21:13; 24:19; 26:6;
Salmos 6:5; 9:17; 16:10; 18:5; 30:3; 31:17; 49:14: 55:15; 86:13; 89:48; 116:3; 139:8; 141:7; Prov.
1:12 ; 5:5; 7:27; 9:18; 15:11,24; 23:14; 27:20; 30:16; Ec. 9:10; Cant. 8:6; Is. 5:14; 14:9,11,15;
28:15,18; 38:10,18: 57:9; Ezq. 31:15-17; 32:21,27; Os. 13:14; Am. 9:2; Jn. 2:2; Hab. 2:5; (hasta
aquí "Seol"); Mt. 11:23; 16:18; Lc. 10:15; 16:23; Hch. 2:27,31: Ap. 1:18; 6:8; 20:13,14; (hasta
aquí "Hades").
Seol o Hades no significan, pues, precisamente “sepulcro" o "sepultura", lo cual es "queber"
(hebreo) y "mnemeion" (griego); significa más bien la dimensión del estado de las almas de los
que mueren sin Dios; allí están conscientes y angustiados, adoloridos y en tormento. Hades o
Seol no se refiere, pues, a sitios geográficos y sepulcrales, pues no se habla nunca de seoles o
hades en plural. El rico epulón le llama "lugar de tormento" (Lc. 16:28). "Tártaro", también
traducido "infierno" (2 Pe. 2:4), se refiere a la prisión de oscuridad de los ángeles caídos que
esperan el juicio.

Ahora bien, los que mueren en Cristo, mientras sus cuerpos esperan la primera resurrección a
la venida de Cristo, sus almas van a descansar en Su presencia (Fil. 1:23); sí, presentes al
Señor (2 Co. 5:1-10), bajo el altar (Ap. 6:9-11), conscientes y felices en el Paraíso o tercer cielo
(2 Co. 12:2-4; Lc. 23:43).
La resurrección de los justos será una de galardonamiento y recompensa; es decir,
obteniéndose una mejor resurrección según el peso de gloria acumulado (He. 11:35; 2 Co. 4:17;
1 Co. 15:40,42; 3:13--15; 4:5; Ap. 22:12); por lo cual, todos Sus siervos deberemos comparecer
ante el Tribunal de Cristo para recibir cada uno según lo que haya hecho mientras estaba en el
cuerpo (2 Co. 5:10; Ro. 14:7-13; Mt. 25:19-30; Lc. 12:35-48 ; 19:11-27). Entonces el pueblo de
los santos, recompensado, recibirá facultad de juzgar a partir del milenio (Is. 32:1; Dn.
7:10,13,14,18, 22, 26, 27; 12:3,13; 1 Co. 6:1-3; Ap. 2:26,27; 20:4-6) y reinará con Cristo
eternamente y para siempre.
Por otra parte, he aquí lo que corresponderá a los excluídos del Reino: castigo eterno (Mt.
25:46), fuego eterno (Mt. 25:41) que nunca se apaga y el gusano no muere (Mt. 3:12; Mr.
9:43-48); vergüenza y confusión perpetua (Dn. 12:2); perdición eterna (2 Tes. 1:9) y exclusión de
la gloria divina; y el humo del tormento de quienes adoran a la bestia o su imagen y reciben su
marca, sube por los siglos de los siglos (Ap. 14:9-11) y no hallarán reposo.