"Echa tu pan sobre las aguas; porque después de muchos días lo hallarás. Reparte a siete, y aun a ocho; porque no sabes el mal que vendrá sobre la tierra".

(Salomón Jedidías ben David, Qohelet 11:1, 2).

viernes, 1 de julio de 2011

II: LAS FIESTAS SOLEMNES

PARTE II

"16... días de fiesta..., 17todo lo cual es sombra
de lo que ha de venir,
pero el cuerpo es de Cristo"

Colosenses 2:16b,17.

VI

LAS FIESTAS SOLEMNES

Una fiesta se realiza con un motivo especial; un día de fiesta no es un día común; es un día
especial en el cual se quiere hacer sobresalir algo. Los hechos importantes y trascendentes de
la historia de los pueblos y de la vida de las personas son recordados por un día especial de
fiesta, en el cual se señala la importancia de aquello que es motivo de la fiesta. Dios, que nos
hizo y nos conoce, también obró así con los hombres, y en especial con Su pueblo Israel, al cual
señaló como primicia, y para que nos sirva de sombra, figura y tipo. Yahweh Elohim señaló a
Israel ciertas fiestas solemnes, con lo cual quería resaltar siete aspectos fundamentales de la
gesta de Cristo.

Por el Espíritu Santo sabemos mediante el apóstol Pablo, en su carta a los colosenses (2:16),
que las fiestas solemnes de Israel, junto con otras cosas, eran sombra de Cristo. Sí, las fiestas
solemnes de Israel fueron sombra de Cristo, y fueron siete diferentes para señalar la importancia
de siete aspectos fundamentales de Su obra. (Roland Buck testifica que el ángel Gabriel le
apareció y le hizo notorias estas cosas).3
Aquellas fiestas importantes fueron: la Pascua, los Azimos, las Primicias, Pentecostés, las
Trompetas, la Expiación, y los Tabernáculos (ó cabañas), en lo cual vemos a: Cristo crucificado,
Cristo repartido y asimilado, Cristo resucitado, Cristo enviando al Espíritu Santo, Cristo
anunciado, Cristo intercediendo, y Cristo regresando. Examinemos cada aspecto.
---3El testimonio de Roland Buck puede leerse en el Libro: "Angeles en Misiones Especiales". Ed. Fe y Espíritu---.

VII

PASCUA: CRISTO CRUCIFICADO

Pascua, Azimos y Primicias eran tres fiestas que estaban juntas en una, así como la muerte de
Cristo por nosotros y Su resurrección para nosotros y la gloria del Padre, constituyen el centro
del evangelio y de la historia humana. Por esa razón, en las prioridades del evangelio, escribía
Pablo a los corintios:
"1Además os declaro, hermanos, el evangelio que os he predicado, el cual también
recibisteis, en el cual también perseveráis; 2por el cual asimismo, si retenéis la palabra que
os he predicado, sois salvos si no creísteis en vano. 3Porque primeramente os he enseñado
lo que asimismo recibí: Que Cristo murió por nuestros pecados, conforme a las Escrituras; 4y
que fue sepultado, y que resucitó al tercer día, conforme a las Escrituras; 5y que apareció a
Cefas, y después a los doce. 6Después apareció a más de quinientos hermanos a la vez, de
los cuales muchos viven aún, y otros ya duermen. 7Después apareció a Jacobo; después a
todos los apóstoles; 8y al último de todos, como a un abortivo, me apareció a mí" (1 Co.
15:1-8).
En esto vemos, pues, la importante declaración apostólica de lo que constituye primeramente
el Evangelio, reteniendo el cual podemos ser salvos.
La muerte y la resurrección de Cristo constituyen, pues, el núcleo del evangelio y el centro de
la historia. La fiesta de la pascua tiene el propósito precisamente de resaltar ese primer aspecto
de la obra de Cristo: Su muerte, por cuya sangre aseguramos el perdón de los pecados, interés
de Dios para que podamos acercanos sin impedimento a Él. La sangre del Cordero en el póstigo
de la casa del pueblo del Señor, era señal para Dios quien hacía que el juicio no cayera sobre la
familia, de manera que estuvieran preparados para la liberación de la esclavitud, rumbo al
reposo provisto por Dios. El apóstol Pablo sostiene que "nuestra Pascua, que es Cristo, ya fue
sacrificada por nosotros" (1 Co. 5:7). De manera que aquella solemne fiesta israelita que
recordaba la liberación de Egipto bajo la sangre del cordero, era una sombra que señalaba a la
realidad del Cordero perfecto, la verdadera pascua, el Cristo sacrificado por nosotros.
Así que la primera prioridad en el evangelio, en la obra del Señor, es valorar el significado y el
¡gran precio de la sangre de Cristo! Sangre preciosa del Verbo encarnado que habla por sí
misma de la muerte del Cordero inocente de Dios como nuestro sustituto por nuestros pecados.
He allí lo primero que debemos comprender, valorar, señalar y anunciar. Sin la sangre de Cristo
no hay salvación para el hombre ni reconciliación con Dios. Sin aquella preciosa sangre todo
está perdido; ella es el precio necesario de salvación. Por esa causa, el Señor Jesucristo
estableció el memorial de Su muerte por nosotros en el partimiento del pan y la bendición de la
copa del Nuevo Pacto: "Cuantas veces hiciereis esto, la muerte del Señor anunciáis hata que él
venga'' (1 Co. 11:26).
Él estaba interesado en que nunca desapareciera de nuestra memoria el hecho de Su muerte
por nosotros. Sólo por medio de ella participamos con Dios. Nuestra vida depende de participar
con Él, de apropiarnos el beneficio de Su sacrificio que nos libra del juicio y del pecado, del
mundo y de la carne, del diablo, principados y potestades, de la misma muerte, es decir, de la
muerte segunda o definitiva.

El pan que partimos es la comunión del cuerpo de Cristo, y la copa de bendición que
bendecimos es la comunión de Su sangre (1 Co. 10:16). Comiendo Su carne y bebiendo Su
sangre, palabras que en Él son Espíritu y vida, tenemos vida eterna y nos preparamos para la
resurrección del día postrero (Jn. 6:48-63).
Consideremos, pues, a Su Persona y a Su obra comenzando por el valor de Su sangre.

VIII
ÁZIMOS: CRISTO COMULGADO

Íntimamente relacionada con la fiesta de la pascua, estaba la fiesta de los ázimos, o sea, de
los panes sin levadura. Una vez sacrificado el cordero pascual, entonces durante siete días se
celebraba la fiesta de los ázimos, comiendo panes sin levadura. Relacionado a esto escribía
Pablo a los corintios:
7Limpiaos, pues, de la vieja levadura, para que seáis nueva masa, sin levadura como
sois; porque nuestra pascua, que es Cristo, ya fue sacrificada por nosotros. 8Así que
celebremos la fiesta, no con la vieja levadura, ni con la levadura de malicia y de maldad, sino
con panes sin levadura, de sinceridad y de verdad" (1 Co. 5:7-8).
Cristo dijo también a sus discípulos que se guardasen de la levadura farisaica de la hipocresía
(Mt, 16:6-12). Fue aquel tipo de pan sin levadura el que tomó el Señor la noche de la última
cena, y habiendo dado gracias, lo partió y dijo: "Tomad y comed todos de él; esto es mi cuerpo
que por vosotros es partido". Cristo, al señalarse a Sí mismo con este pan ázimo, sin levadura,
se nos repartió para que le asimilemos y vivamos por Él, alimentándonos del pan o maná
celestial que es Él mismo, quien asimilado nos nutre de Sí mismo para la resurrección espiritual
y corporal.
El propósito de Su sacrificio pascual es señalado a continuación en los ázimos, y es: La
Comunión.
"21Para que todos sean uno; como tú, oh Padre, en mí, y yo en ti, que también ellos sean
uno en nosotros; para que el mundo crea que tú me enviaste. 22La gloria que me diste, yo les
he dado, para que sean uno, así como nosotros somos uno. 23Yo en ellos, y tú en mí, para
que sean perfectos en unidad, para que el mundo conozca que tú me enviaste, y que los has
amado a ellos como también a mí me has amado" (Jn. 17:21-23).
Así que lo que sigue al sacrificio de Cristo es la reconciliación, la comunión restaurada. Dios
quiere nuestra comunión con Él y entre nosotros; es por eso que toda la Ley se resume en estas
palabras: Amarás al Señor tu Dios sobre todas las cosas, y con todo nuestro ser; y al prójimo
como a ti mismo.4 La vieja masa leudada de nuestra humanidad caída y estigmatizada con
maldad, malicia e hipocresía, debe ser desechada a la par que participamos con Cristo de la
---4Cfr. Mateo 22:37-39--- cruz, crucificados con Él al viejo hombre, y reconciliados mediante la crucifixión de las
enemistades en Su cruz, a la cual somos incorporados en el poder de Cristo de manera a
posibilitar por ella nuestra liberación del pecado. La Pascua señala, pues, la sangre que nos
limpia de los pecados o transgresiones, y los Azimos señalan a la cruz que, compartida, nos libra
del pecado, es decir, del poder de la naturaleza caída y cautiva. Dios no sólo perdona, sino que
también justifica y libera. Dios nos libera del poder del pecado por medio del poder de la cruz de
Cristo, la cual compartimos haciéndonos también participantes de sus padecimientos, pues
como dice Pedro apóstol: "Quien ha padecido en la carne, terminó con el pecado" (1 Pe. 4:1b).
La Victoria de Cristo al condenar el pecado en la carne nos es impartida a nosotros por la fe,
en nuestra identificación con Él en Su muerte y resurrección, lo cual señalamos con el bautismo.
Y como escribía Pablo: "9Ser hallado en él, no teniendo mi propia justicia, que es por la ley, sino
la que es por la fe de Cristo, la justicia que es de Dios por la fe; 10a fin de conocerle, y el poder de
su resurrección, y la participación de sus padecimientos, llegando a ser semejante a él en su
muerte, 11si en alguna manera llegase a la resurrección de entre los muertos" (Fil. 3:9-11). Y en
Romanos 6:5: "Porque si fuimos plantados con él en la semejanza de su muerte, así también lo
seremos en la de su resurrección”.
La realidad de la comunión con Dios y entre los redimidos se hace posible una vez que
perdonados y limpiados con la sangre de Cristo, nos hacemos partícipes incorporados de Su
cruz, en la cual hallamos además de perdón, también liberación. Esta comunión, este amor, esta
unidad, son, pues, ahora gracias a la cruz, la prioridad, el propósito de la obra redentora para
manifestar a Cristo. Dios quiere nuestra comunión para lo cual nos reconcilió repartiendo a
Cristo entre nosotros, para que una vez asimilado, en perfecta comunión, seamos uno, para lo
cual es también ingrediente importantísimo la resurrección.

IX
PRIMICIAS: CRISTO RESUCITADO

La fiesta de las primicias seguía íntimamente ligada a la de los ázimos, que seguía a la
pascua. Las Primicias representan a Cristo Resucitado: "20Mas ahora Cristo ha resucitado de los
muertos; primicias de los que durmieron es hecho... 23Pero uno en su debido orden: Cristo, las
primicias" (1 Co. 15:20,23b). ¡He allí, pues, lo relacionadamente prioritario! ¡Cristo ha resucitado
corporalmente de los muertos y está vivo! ¡Y porque Él vive, nosotros también vivimos! "Porque
yo vivo, vosotros también viviréis" (Jn. 14:19b). Pascua: por Cristo perdonados; Ázimos: Por
Cristo reconciliados y liberados; Primicias; por Cristo resucitados y regenerados. Vemos, pues,
que estas tres fiestas iban juntas como en una gran fiesta, pues señalaban esos íntimamente
relacionados aspectos de la obra redentora de Cristo: perdón, reconciliación y regeneración;
liberación, justificación y santificación. Dios no quiere tan sólo perdonarnos; quiere también
liberarnos, regenerarnos y entonces también resucitarnos plenamente, para lo cual resucitó
corporalmente a Jesucristo, para que al participar nosotros de Él, seamos con Él glorificados.
Dios apunta, pues, a nuestra resurrección y gloria junto a Él en Su Reino. Por todo lo cual era
necesario también que el Hijo del Hombre, aquel en quien se resume nuestra humanidad, fuese
resucitado plenamente, es decir, no tan sólo en espíritu, sino incluido también el cuerpo. Tal
resurrección, el milagro sumo dentro de la historia y el tiempo, de Jesús de Nazareth, el Cristo,
es la respuesta exacta al problema del hombre: la muerte.
He allí el problema del hombre: ¡la muerte! Su caída es desintegración mortal; depravación,
degeneración, degradación, enfermedad, locura, caos, descomposición, dolor, corrupción, y
¡muerte! Separación eterna de la fuente de la vida eterna, que es Dios. Es la muerte en todas
sus etapas la maldición que encontramos por doquier, y que hace vanas todas las ansias
humanas. Pecar es separarse de Dios; y separarse de Dios es morir. El relato del Génesis nos
describe la caída del hombre: "17Mas del árbol del conocimiento del bien y del mal no comerás;
porque el día que de él comieres, ciertamente morirás../.... 17Por cuanto obedeciste a la voz de tu
mujer, y comiste del árbol de que te mandé diciendo: No comerás de él; maldita será la tierra por
tu causa; con dolor comerás de ella todos los días de tu vida. 18Espinos y cardos te producirá; y
comerás plantas del campo. 19Con el sudor de tu rostro comerás el pan hasta que vuelvas a la
tierra, porque de ella fuiste tomado; pues polvo eres, y al polvo volverás" (Gé. 2:17; 3:17-l9). He
aquí hoy en nosotros y a nuestro alrededor el verdadero cumplimiento de esta sentencia
verdadera dada al hombre, que locamente pretendió independizarse de Dios: ¡la muerte!
Pero no se nos dejó sin esperanza; he aquí que la Simiente de la mujer aplastará la cabeza de
la serpiente (Gé. 3:15); "He aquí que la virgen concebirá, y dará a luz un hijo, y se llamará su
nombre Emanuel" (Is. 7:14). Dios con nosotros, tomando humanidad de la mujer, la virgen
María, aplastó la cabeza de la serpiente antigua, al instigador y emperador de la muerte. Por no
pecar, Jesús no se separó del Padre, y tras su muerte por nosotros, Dios lo resucitó testificando
de Su filiación y santidad; entonces nos lo dio por vida, resurrección y gloria. La resurrección fue,
pues, la muerte de la muerte. En vivir por Su resurrección, en la ley del Espíritu de vida en Cristo
Jesús, consiste la libertad, la dignidad y la restauración; lo cual operando desde lo íntimo de
nuestro espíritu ahora regenerado cual hijos de Dios, convierte nuestra alma y domina nuestro
cuerpo, sujetándonos a la voluntad del Padre, en maravillosa alianza que nos da al Espíritu
Santo cual primicias y anticipo, desde aquí en la tierra, creciendo en nosotros y fortaleciéndonos
hasta la estatura que ocupará en el Reino venidero.
La resurrección de Jesucristo es, pues, ¡fundamento esencialísimo! Sin precursor no hay precursados. ¡Nos consta, pues, que Él resucitó! primero, por el testimonio cierto y válido del
Espíritu Santo y de los testigos; y también, por el efecto de Su operación actual en nuestras
vidas. Testigos de primera magnitud, tales son sus apóstoles como: Pedro, Juan, Santiago,
Mateo, Judas Tadeo Lebeo, que comieron con Él después que resucitó de los muertos, de
quienes cuyas palabras y escritos nos ha conservado la Providencia Divina; además, Pablo,
también Silvano, Lucas, Marcos, y toda la pléyade de los que recibieron el testimonio directo de
los mismos testigos oculares y escribieron, con lo cual se robusteció la tradición ininterrumpida
hasta nuestros días. Los doce apóstoles y más de quinientos hermanos testificaron haberle visto
vivo después de padecer; también Pablo, y no faltan testigos posteriores.
Testigos de Su operación actual son todos los cristianos verdaderamente regenerados, que
por virtud de Él han sido liberados de una vida de pecado, y viven hoy en verdadera santidad.
Enfatizamos, pues, la perfecta y completa resurrección de Jesucristo.
Se nos hace necesario en nuestros días estar avisados contra ciertas personas que niegan la
resurrección corporal del Señor; incluso religiosos. Por ejemplo, los russelistas para justificar
una supuesta venida invisible de Cristo en 1914, "celestializada", niegan su resurrección
corporal. Por esta causa nos detenemos en señalar como de capital importancia el
reconocimiento de Su resurrección corporal. Pablo escribía a los romanos: "Si confesares con tu
boca que Jesús es el Señor, y creyeres en tu corazón que Dios le levantó de los muertos, serás
salvo" (Rm. 10:9). Se enfatiza la Persona y la obra. La salvación está implicada profundamente
en lo relativo a la resurrección del Señor Jesús, pues, como dice Pablo, si Cristo no resucitó,
somos los más dignos de conmiseración de todos los hombres (1 Co. 15:12-20). Mas, Su
resurrección es la que da sentido escatológico a toda nuestra vida.
En cuanto a que fue corporal Su resurrección, nos lo atestigua también Juan al referirse a su
cuerpo en el siguiente pasaje: "20Dijeron luego los judíos: En cuarenta y seis años fue edificado
este templo, ¿y tú en tres días lo levantarás? 21Mas él hablaba del templo de su cuerpo. 22Por
tanto, cuando resucitó de entre los muertos, sus discípulos se acordaron que había dicho esto; y
creyeron la Escritura y la palabra que Jesús había dicho" (Jn. 2:20-22). Y efectivamente,
también Pedro, testificando de la resurrección, cita la Escritura: "26Y aún mi carne descansará en
esperanza; 27porque no dejarás mi alma en el Hades, ni permitirás que tu Santo vea corrupción"
(Salmo 16:9,10; Hch. 2:26,27). Y Pedro, en casa de Cornelio, con las llaves del Reino les abría
también a los gentiles las puertas testificando: "40A éste (a Jesús) levantó Dios al tercer día, e
hizo que se manifestase; 41no a todo el pueblo, sino a los testigos que Dios había ordenado de
antemano, a nosotros que comimos y bebimos con él después que resucitó de los muertos"
(Hch. 10:40,41). Es por la corporalidad de Su resurrección que también Lucas en tal contexto
registra con todo detalle:
"36Mientras ellos aún hablaban de estas cosas, Jesús se puso en medio de ellos, y les dijo:
Paz a vosotros. 37Entonces, espantados y atemorizados, pensaban que veían espíritu.
38Pero él les dijo: ¿Por qué estáis turbados, y vienen a vuestro corazón estos
pensamientos? 39Mirad mis manos y mis pies, que yo mismo soy; palpad, y ved; porque un
espíritu no tiene carne ni huesos como veis que yo tengo. 40Y diciendo esto, les mostró las
manos y los pies. 41Y como todavía ellos, de gozo, no lo creían, y estaban maravillados, les
dijo: ¿Tenéis aquí algo de comer? 42Entonces le dieron parte de un pez asado, y un panal
de miel. 43Y él lo tomó, y comió delante de ellos" (Lc. 24:36-43).
Juan narra además el incidente de Tomás, el cual fue expresamente invitado a meter su dedo
en la marca de los clavos, y la mano en el costado abierto por la lanza del centurión (Jn.
20:24-29) Por eso el apóstol Juan hablaba de “lo que hemos visto con nuestros ojos, lo que
hemos contemplado, y palparon nuestras manos" (1 Jn. 1:1). Así que Jesús levantó en tres días
su cuerpo, y su carne no vio corrupción, y resucitado así corporalmente comió y bebió, y fue
visto y palpado por testigos que dieron su vida por esta aseveración. Entonces ascendió y Él
mismo prometió volver. Y "si creemos que Jesús murió y resucitó, así también traerá Dios con
Jesús a los que durmieron en él” (1 Tes. 4:14).
¡Jesús está, pues, vivo! ¡Tratemos con Él!

X

PENTECOSTÉS: CRISTO GLORIFICADO

Juan 7:37-39 nos refiere: "37En el último y gran día de la fiesta, Jesús se puso de pie y alzó la
voz, diciendo: Si alguno tiene sed, venga a mí y beba. 38El que cree en mí, como dice la
Escritura, de su interior correrán ríos de agua viva. 39Esto dijo del Espíritu que habían de recibir
los que creyesen en él; pues aún no había venido el Espíritu Santo, porque Jesús no había sido
aún glorificado”.
De manera que era necesario que el Señor Jesús fuese glorificado para que el Espíritu Santo
pudiese ser derramado sobre toda carne. Y efectivamente, como dijo el apóstol Pedro: "32A este
Jesús resucitó Dios, de lo cual todos nosotros somos testigos. 33Así que, exaltado por la diestra
de Dios, y habiendo recibido del Padre la promesa del Espíritu Santo, ha derramado esto que
vosotros veis y oís" (Hch. 2:32-33), y en seguida les extiende a los presentes, a sus hijos, a
todos los que están lejos y a cuantos el Señor nuestro Dios llamare, el importante anuncio de la
promesa divina: el don del Espíritu Santo, para que todo aquel que creyendo en el Señor
Jesucristo como el Hijo de Dios, Señor y Cristo, le reciba arrepintiéndose y bautizándose (Hch.
2:38,39). Es por eso que el Señor Jesús dijo:
"7Os conviene que yo me vaya; porque si no me fuere, el Consolador no vendría a
vosotros; mas si me fuere, os lo enviaré. 8Y cuando él venga, convencerá al mundo de
pecado, de justicia y de juicio. 9De pecado, por cuanto no creen en mí; 10de justicia, por
cuanto voy al Padre, y no me veréis más; 11y de juicio, por cuanto el príncipe de este mundo
ha sido ya juzgado. 12Aún tengo muchas cosas que deciros, pero ahora no las podéis
sobrellevar. 13Pero cuando venga el Espíritu de verdad, él os guiará a toda la verdad; porque
no hablará por su propia cuenta, sino que hablará todo lo que oyere, y os hará saber las
cosas que habrán de venir. 14Él me glorificará; porque tomará de lo mío, y os lo hará saber.

15Todo lo que tiene el Padre es mío; por eso dije que tomará de lo mío, y os lo hará saber"
(Jn. 16:7b-15).
Así que es de fundamental importancia, ya que Jesús fue glorificado, beber de Su Espíritu
Santo derramado, pues aun cosas que Jesús no habló claramente a los discípulos mientras
estuvo en la tierra, prometió comunicarnos a través de Su Santo Espíritu; y lo hizo en la
revelación dada por medio de sus apóstoles, según consta y se conforma en el Nuevo
Testamento; pacto cuya vida íntima nos es comunicada en la virtud del Espíritu que nos es dado
para conocer lo profundo de Dios y lo que nos ha concedido (1 Co. 2:7-16).
Jesús se iba, pero eso nos convenía, pues así, tras su glorificación, vendría el Espíritu Santo a
tomar Su lugar dentro de cada uno de sus hijos. Dios está, pues, muy interesado en que seamos
y permanezcamos llenos de Su Santo Espíritu, pues es solamente por Su operación que
llegamos a entender y a ser partícipes de la obra de Dios por Cristo. El don del Espíritu Santo es
algo más que perdón y liberación; es vida y unción. La fiesta de Pentecostés, en cuyo día
descendió como un viento recio el Espíritu de Dios para capacitar a la Iglesia, nos señala este
sobresaliente aspecto de la obra de Cristo: Derramar, por Él, del Padre, al Espíritu Santo,
disponible para toda carne; es decir, dado a cualquier ser humano que lo solicite y por la fe lo
reciba obedeciendo, de modo que confiadamente pueda contar con Él, en todo lo que requiere el
camino de la buena voluntad de Dios, agradable y perfecta.
Dios quiere, pues, que sepamos, y nos lo señala con Pentecostés, que Su Hijo ha sido
glorificado, hecho Señor y Cristo, por lo cual ya no hace falta nada para que Su Espíritu opere en
nosotros Su redención; es decir, que ahora la plenitud de Su victoria puede ya sernos
participada. El Hijo, que vino en el nombre del Padre, ya murió por nosotros, y después de ser
sepultado resucitó corporalmente al tercer día en incorrupción; entonces ascendió para ser
glorificado, y por Su intermediación, obtener para nosotros la in-habitación de Dios, cuya vida
nos restaura y nos devuelve a Su imagen y semejanza profanada con la caída. También el
Espíritu que levantó a Jesús de los muertos, vivificará nuestros cuerpos mortales (Ro. 8:11)
fortaleciéndonos hoy, y resucitándonos cual a Jesús, en el día postrero, corporalmente también.
El Espíritu Santo está, pues, hoy con nosotros en el nombre de Cristo, tomando Su lugar, y es
fundamentalísima una estrecha relación con Él.
Por Su muerte en la cruz Cristo nos ha limpiado con Su sangre, perdonándonos, y nos ha
liberado al incorporarnos en Él a la crucifixión del viejo hombre; mediante Su resurrección ha
dado comienzo a una nueva creación, dentro de la cual somos regenerados; sí, justificados y
santificados en Él. Pero además ha enviado Su Santo Espíritu para ungirnos y capacitarnos, y
anticipar en nosotros los poderes del siglo venidero, de modo que le sirvamos hoy, cual Iglesia,
en la edificación de Su Cuerpo y promoción de Su Reino. ¡Qué importante es la labor del Espíritu
Santo! Al mundo convence de pecado, justicia y juicio, y lo guía al arrepentimiento; revela
además el Señorío de Cristo (1 Co. 12:3) y nos participa la obra de salvación; hace morar en
nosotros al Padre y al Hijo, y Él mismo nos unge para enseñamos todas las cosas y guiarnos a
toda verdad, recordarnos las enseñanzas de Cristo, hacer operar Su ley espiritual de vida que
nos libera del poder de la operación de la ley del pecado y de la muerte en nuestra carne y
naturaleza adámica, contraponiéndole en nuestro espíritu la victoria de Cristo; nos renueva
sujetando nuestros miembros a la disposición de la justicia; produce el fruto que es a la vez
amor, gozo, paz, benignidad, templanza, fe, mansedumbre, bondad, verdad, justicia; y nos
equipa además con dones espirituales; dirige también, en nombre de Cristo, la obra de Dios, y
nos sumerge en el cuerpo de Cristo que es uno; etc., etc. (Jn. 14:15-26; Ro. 8:1-17; 6:13; Tit.
3:5,6; Gá. 5:16-25;1 Co. 12:4-11; Ef. 5:9; Hch. 8:29;10:19; 13:2,4; 15:28; 20:22; 1 Ti. 4:1; 1 Pe.
1:10-12; 1 Jn. 2:20,27; Ap. 1:10; 1 Co. 12:13). Es, pues, de capital importancia recibir de Dios
por Cristo al Espíritu Santo.
El Espíritu Santo es Dios mismo; es el Espíritu de Dios que procede del Padre expirado a
manera de amor pleno y personal, ejecutor; es decir, es Dios que se entrega cual persona. El
Padre ama al Hijo, y el Hijo al Padre con este amor personal que es tal cual el Padre y el Hijo y
subsiste eternamente en la misma divina esencia. Por el Hijo, pues, nos es derramado del Padre
el Espíritu Santo para hacernos partícipes de la naturaleza divina; sí, mediante sus promesas,
entre las que es capital: el don del Espíritu Santo; y no hablo tan sólo de los dones del Espíritu,
sino del Espíritu mismo sin medida cual don (2 Pe. 1:4; Hch. 2:38,39). (Esto es para mucho más
que tan sólo hablar en otras lenguas o profetizar; es para que conozcamos que el Hijo está en el
Padre, y nosotros en el Hijo, y el Hijo en nosotros; y que el que tiene al Hijo tiene también al
Padre (Jn. 14:17-20). Tenemos, pues, por Cristo entrada por un mismo Espíritu al Padre,
llegando nosotros a conformar Su casa, el templo de Su plenitud, y Su familia (Ef. 2:18-22); y por
la asimilación de Cristo: hueso de sus huesos y carne de su carne (Ef. 5:30,32).
Y de la misma manera como el perdón y la liberación la recibimos por fe revelada, también por
esa fe se recibe al Espíritu Santo. "Esto dijo del Espíritu que habrían de recibir los que creyesen
en él" (Jn. 7:39); "Para que por la fe recibiésemos la promesa del Espíritu Santo" (Gá. 3:14).
Para Dios es importante, pues, y para nosotros, que al recibir a Cristo, confiemos además en
que podemos contar con Su Espíritu Santo también; y debemos recibirlo igualmente bebiendo
de Él por fe; los apóstoles solían imponer las manos después de orar por la recepción del
Espíritu por los nuevos convertidos. Él prometió bautizarnos con Espíritu Santo y fuego (Hch.
1:5; 11:16). Hay, pues, para la Iglesia, además de Pascua, también Pentecostés, pues Jesús ya
fue glorificado.

XI
TROMPETAS: CRISTO ANUNCIADO

Pero, ¿qué efecto experimentaríamos de la obra de Cristo si no la conocemos? ¿cómo
aprovecharla si no tenemos noticia de ella? ¿cómo confiar en Su obra y creer sus promesas, si
no hemos alcanzado la oportunidad de conocer y participar (que es el verdadero conocer) del
Evangelio de Jesucristo? Es por ello que también aspecto fundamental de Su obra es anunciar;
para esto el Padre envió al Hijo (Ef. 2:17), y Éste a la Iglesia una vez que esté ungida del
Espíritu. Así que, en la obra de Cristo, después de Su muerte, resurrección, ascensión y envío
del Espíritu Santo, sigue el imprescindible anuncio. Después de la fiesta de Pentecostés seguía
la fiesta de las Trompetas; y así también estableció Jesús: "Recibiréis poder, cuando haya
venido sobre vosotros el Espíritu Sunto, y me seréis testigos en Jerusalem, en toda Judea, en
Samaria, y hasta lo último de la tierra" (Hch. 1:8). Pentecostés, entonces Trompetas.
En el contexto bíblico, las trompetas sirven para anunciar, congregar, declarar juicio; y esto
precisamente es lo que hace el evangelio de Cristo: Le anuncia para congregar en Él a Su
pueblo, y para dejar sin excusa al mundo pecador (Jn. 15:22). Anunciar a Cristo es, pues,
importante, y es la razón de la comisión que recibió toda la Iglesia, según lo escribe el apóstol
Pedro: "Pueblo adquirido por Dios para que anunciéis las virtudes de aquel que os llamó de las
tinieblas a su luz admirable" (1 Pe. 2:9). Todo el pueblo de Dios debe anunciar el evangelio.
Veamos el ejemplo que de la iglesia primitiva nos quedó registrado en Hechos 11:19-21:
"19Ahora bien, los que habían sido esparcidos a causa de la persecución que hubo con motivo de
Esteban, pasaron hasta Fenicia, Chipre y Antioquía, no hablando a nadie la palabra, sino sólo a
los judíos. 20Pero había entre ellos unos varones de Chipre y de Cirene, los cuales cuando
entraron en Antioquia, hablaron también a los griegos, anunciando el evangelio del Señor
Jesús. 21Y la mano del Señor estaba con ellos, y gran número creyó y se convirtió al Señor".
Cada cual debe, pues, testificar a lo menos a los de su misma condición. Para la perfección de
tal ministerio de todos los santos, y no para anularlo ni monopolizarlo, fue que Cristo constituyó
apóstoles, profetas, evangelistas, pastores y maestros (Ef. 4:11,12), y esto hasta que todos
lleguemos a la unidad de la fe y del conocimiento del Hijo de Dios, a la estatura del varón
perfecto. Por esa razón, toda la iglesia local, al partir juntos el pan y bendecir juntos la copa,
anuncia la muerte del Señor hasta que Él venga (1 Co. 10:16,17; 11:26). Por eso también cada
uno tiene: o salmo, o doctrina, o revelación, o lengua, o interpretación (1 Co. 14:26), y cada uno
debe ministrar a los otros, como buen administrador, la gracia multiforme recibida según el don
de Dios (1 Pe. 4:10-11). Por esta razón también, había en Israel dos trompetas: una relacionada
al ministerio especial de los Ancianos; y otra relacionada a todo el pueblo.
Pero de cualquier manera, si Cristo era anunciado, Pablo se alegraba, como escribe a los
Filipenses: "15Algunos, a la verdad, predican a Cristo por envidia y contienda; pero otros de
buena voluntad. 16Los unos anuncian a Cristo por contención, no sinceramente, pensando
añadir aflicción a mis prisiones; 17pero los otros por amor, sabiendo que estoy puesto para la
defensa del evangelio. 18¿Qué pues? Que no obstante, de todas maneras, o por pretexto o por
verdad, Cristo es anunciado; y en esto me gozo, y me gozaré aún" (Fil.1:15-18).
He aquí, pues, el indiscutible y gran misterio de la piedad: "Fue manifestado en carne,
justificado en el Espíritu, visto de los ángeles, predicado a los gentiles, creído en el mundo,
recibido arriba en gloria" (1 Ti. 3:16b).
Que las trompetas den, pues, sonido certero (1 Co. 14:8) para que al anunciarse a Cristo, la
participación de la fe sea eficaz, en el conocimiento espiritual de todo el bien que está en
nosotros por Cristo Jesús (Flm. 1:6).

XII


EXPIACIÓN: CRISTO ABOGADO

Así como la pascua nos recuerda el sacrificio de Cristo hecho una vez para siempre por el cual
fuimos liberados del Egipto espiritual, es decir, salvados, así también esta fiesta de la expiación
nos presenta la aplicación permanente del precio pagado por Aquel que continuamente
intercede por nosotros. Cada año Israel debía colocarse bajo la protección de la expiación; lo
cual nos señala la necesidad de vivir cubiertos por la sangre del Cordero, para lo cual podemos
acudir a Dios mediante el único mediador entre Dios y los hombres: Jesucristo hombre. Este
aspecto de Cristo, cual abogado, mediador e intercesor, cual sacerdote perenne según el orden
de Melquisedec, es de fundamental importancia, pues, aunque ya hayamos sido salvos,
liberados y regenerados, y aunque ya hayamos recibido Su Espíritu Santo, e incluso estemos
sirviéndole al Señor, aún queda la posibilidad de fallar, de cometer un error involuntario, de
descuidarnos y desfallecer, es decir, caer; ante lo cual precisamos no quedarnos postrados y sin
esperanza, sino que habiéndonos arrepentido, acudamos a Dios por medio de nuestro
abogado intercesor, para recuperar nuestra comunión perdida. Por eso nos dice la carta a los
Hebreos: "1Ahora bien, el punto principal de lo que venimos diciendo es que tenemos tal sumo
sacerdote, el cual se sentó a la diestra del trono de la Majestad en los cielos, 2ministro del
Santuario, y de aquel verdadero tabernáculo que levantó el Señor, y no el hombre" (8:1,2). Y en
Hebreos 4:14-16 nos dice: “14Por tanto, teniendo un gran sumo sacerdote que traspasó los
cielos, Jesús el Hijo de Dios, retengamos nuestra profesión. 15Porque no tenemos un sumo
sacerdote que no pueda compadecerse de nuestras debilidades, sino uno que fue tentado en
todo según nuestra semejanza, pero sin pecado. 16Acerquémonos, pues, confiadamente al trono
de la gracia, para alcanzar misericordia y hallar gracia para el oportuno socorro”.
El apóstol Juan explica (1 Jn. 2:1,2): "1Hijitos míos, estas cosas os escribo para que no
pequéis; y si alguno hubiere pecado, abogado tenemos para con el Padre, a Jesucristo el justo.
2Y él es la propiciación por nuestros pecados; y no solamente por los nuestros, sino también por
los de todo el mundo".
El Verbo, pues, que en el principio estaba con Dios, y era Dios, se hizo carne, hombre
semejante a nosotros (Jn. l:1,2; Fil. 2:5-8), y fue tentado en todo conforme a nuestra semejanza
saliendo victorioso y aprendiendo la obediencia por el sufrimiento (He. 4:15; 5:8); como Verbo
hecho Hombre y cual hombre murió y resucitó y se sentó a la diestra de la Majestad como
mediador y abogado cual Hombre, además de Señor; sí, Jesucristo Hombre, hecho Sumo
Sacerdote para siempre según el orden de Melquisedec en el poder de una vida indestructible,
de modo que compadeciéndose de nuestras debilidades, habiendo sido Él también tentado,
puede interceder perpetuamente a nuestro favor; es por eso que Juan en su carta primera nos
escribe que "la sangre de Jesucristo su Hijo nos limpia de todo pecado" (2:7); es decir, que
mientras permanezcamos en la fe de Jesucristo y con la decisión de hacer la voluntad del Padre,
Dios nos mantiene cubiertos continuamente bajo la sangre del Cordero, viéndonos a través de
Su Hijo Jesucristo.
Ahora bien, ¿hasta cuándo durará esto así? es importante conocerlo, pues falsos profetas se
han levantado proclamando el fin de la gracia; pero, mientras la ofrenda esté en el santuario y la
sangre en el propiciatorio, el trono es de gracia y no de juicio. Esto en el caso de no afrentar al
Espíritu de Gracia. Y puesto que Jesús es esa ofrenda, en el Santísimo como nuestro
representante y precursor, y en nosotros por la vida de Su Espíritu, entonces, mientras Él esté
en el Santuario a la diestra del Padre, cual Hombre, la puerta de la gracia permanece abierta; y
Él está sentado allí hasta que todos sus enemigos, incluido el último, la muerte, sean puestos
bajo las plantas de sus pies. (ver Salmo 110:1; Mr. 16:19; Hch. 3:21). Dice Romanos 8:34:
"¿Quién es el que condenará? Cristo es el que murió, más aun, el que también resucitó, el que
además está a la diestra de Dios, el que también intercede por nosotros". (Ver 1 Co. 15:25-28;
Col. 3:1-4;1 Ti. 2:5; He. 10:12,13). Por lo tanto, recién en la hora en que los suyos seamos
transformados y resucitados venciendo al último enemigo, es el momento en que conste haber
dejado la diestra del Padre para venir como Dios y hombre en gloria y majestad, para dar
retribución. Hasta esa hora, la puerta de la gracia está abierta debido a la presencia del Cordero
expiatorio en el Santísimo. El es Sumo Sacerdote para siempre. (He. 7:21). Aún durante la Gran
Tribulación muchos lavarán sus vestiduras espirituales en la sangre del Cordero (Ap. 7:14).

XIII

TABERNÁCULOS: CRISTO ESPERADO

La fiesta de las cabañas o de los tabernáculos era la última del año, llena de regocijo, y se
llevaba a cabo después de la cosecha. Los israelitas dejaban sus casas habituales y moraban
en tabernáculos, señalando con eso su carácter de peregrinos. Fue en el último día de la fiesta
de los tabernáculos en que Jesús se puso de pie e invitó a Sí al pueblo. Con esta fiesta, la
séptima, se completa el círculo, y cual sombra de Cristo, nos lo señala a Éste regresando. La
segunda venida de Cristo es la que da sentido escatológico a todo el caminar cristiano. La
segunda venida de Cristo es la meta de nuestro peregrinar, pues allí nos encontraremos
definitivamente con Él para estar siempre a Su lado. Es, pues, tiempo de la cosecha y de gran
regocijo, cuando dejando nuestra morada terrestre, seremos transformados y trasladados.
También, si nuestra morada terrestre se deshiciere antes de aquel día, tenemos un tabernáculo
no hecho de manos, eterno en los cielos (2 Co. 5:1).
La fiesta de los tabernáculos apunta hacia el establecimiento definitivo del Reino; por eso
profetizó Zacarías: "Y todos los que sobrevivieren de las naciones que vinieren contra
Jerusalem, subirán de año en año para adorar al Rey, a Jehová de los ejércitos, y a celebrar la
fiesta de los tabernáculos" (14:16). El perder su vida en este mundo los cristianos, tiene el
sentido en el regreso de Cristo. Él prometió volver, y con esto da la razón de la conducta
cristiana. Su regreso es además el mayor estímulo. Así que la verdad acerca de la segunda
venida de nuestro Señor Jesucristo es de fundamental importancia. Debemos, pues, atesorar tal
esperanza y animarnos con la certeza de Su regreso próximo. Él lo prometió así:
"2Voy, pues, a preparar lugar para vosotros. 3Y si me fuere y os preparare lugar, vendré
otra vez, y os tomaré a mí mismo, para que donde yo estoy, vosotros también estéis" (Jn.
14:2b,3).
Aunque Él ya ha vuelto en Espíritu desde Pentecostés para unirnos con Él en lugares
celestiales, también regresará corporalmente en gloria y majestad.
Debemos asimismo comprender que es el mismísimo Verbo hecho carne cual Jesús de
Nazareth, el que regresará en gloria y majestad, con ese mismo cuerpo, ahora incorruptible y
glorificado, con el que fue crucificado y resucitado corporalmente, palpado así por sus
discípulos, y ascendido a la gloria. Cuando Él ascendió corporalmente a la vista de sus
discípulos, dos ángeles dijeron a éstos: "Varones galileos, ¿por qué estáis mirando al cielo?
Este mismo Jesús, que ha sido tomado de vosotros al cielo, así vendrá como le habéis visto ir al
cielo" (Hch. 1:11). En Su venida todo ojo le verá (Ap. 1:7), pues viene con poder y gloria en las
nubes (Mt. 24:30) para dar retribución (2 Tes. 1:7,8) y establecer definitivamente el Reino de los
cielos. Esto debería bastarnos para no dejarnos engañar por la multitud de falsos cristos, que en
cumplimiento a las profecías de Jesús acerca de falsos profetas y falsos mesías, han aparecido
últimamente alrededor del mundo engañando a muchos (Mt. 24:4,5,11,23-27; Marcos
13:5,6,21-23; Lucas 17:22-26; 21:8).
En Su venida en las nubes, nosotros los suyos que le esperamos, le recibiremos
transformados, junto con los resucitados justos, en el aire; y descenderemos juntos a juzgar y
reinar con Él (1 Tes. 4:15-17). Esta es, pues, la gran esperanza que Dios ha puesto delante de
nosotros, y por la cual luchamos. Con la segunda venida de Cristo, en las nubes, se termina el
curso de la historia universal en su modalidad humana; y entonces toma lugar la modalidad
divina la economía celestial. Enfaticemos, pues, todos estos aspectos de la obra de Cristo.