"Echa tu pan sobre las aguas; porque después de muchos días lo hallarás. Reparte a siete, y aun a ocho; porque no sabes el mal que vendrá sobre la tierra".

(Salomón Jedidías ben David, Qohelet 11:1, 2).

viernes, 1 de julio de 2011

V: LA UNIDAD DEL ESPÍRITU

PARTE V
"3Solícitos en guardar la unidad del Espíritu en el vínculo del la paz; 4un cuerpo, y un
Espíritu, como fuisteis también llamados en una misma esperanza de vuestra vocación;
5un Señor, una fe, un bautismo, 6un Dios y Padre de todos, el cual es sobre todos, y por
todos, y en todos".
Efesios 4:3-6.

XXV
LA UNIDAD DEL ESPÍRITU

"Solícitos en guardar la unidad del Espíritu en el vínculo de la paz" (Ef. 4:3). "Porque por un
sólo Espíritu fuimos todos bautizados en un cuerpo, sean judíos o griegos, sean esclavos o
libres; y a todos se nos dio a beber de un mismo Espíritu" (1 Co. 12:13; comparar con Gálatas
3:28; Col. 3:10,11). A todos, pues, los que hemos recibido a Cristo se nos suministra del mismo
Espíritu Santo, con lo cual se establece la base de la comunión. Se nos exhorta entonces a
guardar la unidad del Espíritu. Dice "guardar" puesto que la unidad del Espíritu es ya un hecho
dado. Todos los que personalmente, por la fe en Cristo, bebemos del Espíritu dado, somos
introducidos mediante Él en una comunión espiritual que se constituye en el terreno de una
única casa espiritual de Dios, que es la Iglesia, Cuerpo de Cristo. Es el Espíritu el que nos
introduce en el Cuerpo; por lo tanto, sin ese Espíritu se está fuera del Cuerpo; mas al beber del
Espíritu, Éste nos comunica en Sí con el resto de todos los suyos.
El terreno básico del compañerismo cristiano es esta comunión del Espíritu que se efectúa en
siete aspectos complementarios: Un Espíritu, un Cuerpo, una misma esperanza, un Señor,
una fe, un bautismo, un Dios y Padre (Cfr. Ef. 4:4-6). Quien no tiene el Espíritu de Cristo no es
de Él (Ro. 8:9), pero quien ha recibido a Cristo, tiene Su Espíritu morando dentro, y por lo tanto
participa del mismo Padre, sumergido en la misma identificación con Cristo, por la misma fe
básica y fundamental con la que se somete al mismo Señor, teniendo la misma vocación o
llamamiento, dentro del mismo Cuerpo. Por lo tanto, a todos los que estamos sobre esta misma
base se nos exhorta a "guardar" el hecho divino de la unidad del Espíritu. Es una comunión
espiritual que nosotros mismos no fabricamos, sino que de hecho existe, pero que si no
guardamos con solicitud, entonces perdemos parte de sus beneficios y colocamos estorbos al
plan divino.
Dios se ha propuesto reconciliar todas las cosas en Cristo (Ef. 1:10), por lo cual ha crucificado en Su cruz todo lo perteneciente a la carne y a la vieja creación, comenzando con la resurrección
del Hijo, una nueva creación reconciliada y en armonía perfecta con Dios y consigo misma, lo
cual nos es suministrado primeramente por la virtud del Espíritu Divino que toma lo del Padre y
el Hijo y nos lo participa (Jn. 16:15); de manera que en el Espíritu residen todos los valores de la
reconciliación perfecta, siendo el mismo Espíritu el amor personal del Padre y el Hijo. De modo
que quien tiene al Espíritu tiene al Hijo, y quien tiene al Hijo tiene al Padre, y esta naturaleza
divina que es puro amor es un hecho participado a cada renacido en Cristo; por lo cual se nos
exhorta, no a producir, sino a guardar con solicitud tal unidad del Espíritu.
De manera que la comunión cristiana está delimitada simplemente por la participación o no
con el Espíritu de Cristo. Debemos recibir a quien Cristo ha recibido, sobre la única base de la
común participación con el Espíritu de Cristo. Erigir carnalmente otros muros o requisitos es
levantar estorbos y defensas contra el propósito divino de reconciliación. Existen enemistades
en la carne que se han levantado para demarcar dentro del compañerismo cristiano un laberinto
de limitaciones, con exclusiones injustas, y con inclusiones ilegítimas. Todo esto se ha hecho
por no mantenerse en el terreno básico de la unidad del Espíritu. Solamente esta comunión del
Espíritu logra reunir en reconciliación a todos los hijos de Dios; por lo tanto, es escrituralmente
reprochable cualquier unificación basada en criterios carnales tales como raza, nacionalidad,
sexo, liderazgos, clase social, operaciones, dones, ministerios, sectas, etc. La base de la
comunión cristiana es únicamente la unidad del Espíritu evidenciada en la común participación
de un mismo cuerpo, Espíritu, esperanza, Señor, fe, bautismo y Dios Padre. Toda otra
delimitación queda prohibida. No podemos asociarnos en base a la raza fabricando sectarias
fraternidades negras, o blancas, o asiáticas, o indígenas, y pretendiendo para ellas la suficiencia
de "iglesia". ¡No! sino que todos, indígenas, asiáticos, blancos y negros, etc., judíos y gentiles,
todos somos uno si estamos en Cristo Jesús, y somos ya de hecho partícipes de la
comunión del Espíritu; por lo cual no debemos separarnos, sino guardar y manifestar la unidad
del Espíritu viviendo el Amor Divino de la reconciliación.
Tampoco podemos agrupamos por nacionalidades pretendiendo hacer supuestas "iglesias"
macá, o coreanas, o alemanas, o rusas, etc. ¡No! sino que todo lo que heredamos en Adán ha
sido crucificado con Cristo, y en Su resurrección ha surgido para nosotros una misma vida
por cuyo Espíritu somos todos los que vivimos por ella, uno; sin tener en cuenta la nacionalidad.
Los supuestos valores carnales del nacionalismo son infinitamente superados por los auténticos
y eternos valores cristianos de la comunión universal de los copartícipes con el Espíritu de
Cristo. La vida en el poder del Espíritu supera las rivalidades y orgullos nacionalistas y disipa las
enemistades. La comunión en el Espíritu nos obliga, pues, a recibirnos en Cristo plenamente
reconciliados.
De igual manera acontece en el ámbito de las diferencias de clase social y sexo. En Cristo no
hay varón ni mujer, siervo ni libre,6 sino que es el mismo Cristo viviendo por el mismo Espíritu y
operando en todos, hombres y mujeres, ricos y pobres, cultos e incultos, patrones y empleados,
reconciliando por la virtud de la comunión del Espíritu, a todos en la verdad, el amor y la justicia.
Asociarse con los humildes es, pues, lo normal para los ricos genuinamente cristianos. Trabajar
como para Cristo junto a sus patrones, es lo normal de los proletarios cristianos. Amarse y
encontrarse como hermanos, viendo cada uno por los intereses también del otro, es lo normal
de los contratos cristianos. Un nivel diferente no es aún verdaderamente cristiano.
Esta inefable alianza cristiana sólo se debe a la comunión del Espíritu, lo cual es un hecho
divino provisto ya en Cristo Jesús por el Espíritu; por lo tanto, con solicitud, y vinculados en la
paz de Cristo, debemos guardar tal unidad del Espíritu, extrayendo de Su virtud, el vigor de
nuestra reconciliación, y la realización consumada de ésta. Es, pues, imprescindible andar en el
Espíritu de Cristo para ser beneficiarios experimentados de la unidad del Espíritu.
---6Cfr. Colosenses 3:11---

En la Iglesia, tampoco podemos girar alrededor de líderes o ministerios. No podemos hacer a
Cefas el centro y la razón de nuestra comunión; tampoco a Pablo, ni tampoco a Apolo, ni
tampoco a nuestra independencia (1 Co. l:11-13; 3:3-8). Los nuestros son todos los de Cristo, y
no apenas los de Cefas. Cefas es nuestro y nosotros de Cefas en todo lo que compartimos de
Cristo. No más allá del Espíritu de Cristo, ni más acá, no podemos establecer límites de
comunión. La comunión se debe solamente a la unidad del Espíritu, y Éste ya mora en los que
Cristo ha recibido. Cristo ha recibido a quienes le han recibido a Él. Debemos recibir de Cristo a
todos sus miembros, y no hacer diferencia entre ellos por causa de líderes, ministerios,
operaciones, dones, funciones y actividades. No podemos, pues, tampoco girar alrededor de
misiones, u organizaciones, o denominaciones, o sectas, por más extensas que estas sean;
nunca igualarán al Cuerpo de Cristo, y por lo tanto las limitaciones que imponen son
inconvenientes. Debemos guardar la unidad del Espíritu dentro de un sólo Cuerpo valorándola
más que nuestras afinidades naturales y más que toda asociación que cierre su círculo en base
a requisitos ilegítimos de liderazgos, misiones, estatutos, etc. Solamente la completa y perfecta
comunión del Espíritu, cuya unidad es ya un hecho que guardar, está en sintonía con los planes
del propósito divino; no debemos, pues, enaltecer nuestras divisiones, sectarias y carnales, por
encima y en contra de la reconciliación divina de todos sus hijos dentro de un solo cuerpo.

XXVI

UN CUERPO

La Iglesia universal que es el Cuerpo de Cristo, puesto que Cristo no está dividido, es, pues,
una sola, de la que forman parte todos los hijos de Dios. No hay un sólo hijo de Dios que esté
fuera de Su Cuerpo, puesto que para ser hijo de Dios debe participar de la vida de Cristo, lo cual
se hace recibiéndole por fe. Si participa un hijo de Dios de la vida de Cristo, entonces es un
miembro de Su Cuerpo. Quien no tiene el Espíritu de Cristo no es de Él; y por el hecho de no
participar de Cristo, entonces ningún no-regenerado ajeno a la vida de Dios puede participar de
Su Cuerpo que está formado por tan sólo miembros de Cristo. El Cuerpo de Cristo está, pues,
formado por todos sus miembros, que son todas aquellas personas donde Cristo mora. Siendo,
pues, Cristo uno solo, Su Cuerpo es también uno solo; como está escrito: "Un cuerpo" (Ef. 4:4).
"Así nosotros, siendo muchos, somos un cuerpo en Cristo, y todos miembros los unos de
los otros" (Ro. 12:5).
"12Porque así como el cuerpo es uno, y tiene muchos miembros, pero todos los miembros
del cuerpo, siendo muchos, son un solo cuerpo, así también Cristo. 13Porque por un solo
Espíritu fuimos todos bautizados en un cuerpo..." (l Co. 12;12,13), "16Mediante la cruz
reconciliar a ambos en un solo cuerpo, matando en ella las enemistades. 21...un templo
santo en el Señor" (Ef. 2:16,21).
"La paz de Dios gobierne en vuestros corazones, a la que asimismo fuisteis llamados en
un solo cuerpo..." (Col. 3:15).
Este cuerpo único de Cristo formado de la suma de todos sus hijos en toda época y lugar, es la
Iglesia universal; y a ella pertenece por derecho propio y sin necesidad de otro "ingreso", toda
persona que se haya identificado con Cristo Jesús, siendo efectivamente renacida por la virtud
del Espíritu suyo. Una vez que Cristo haya recibido a una persona, esa persona queda incorporada a Él, y Cristo mora en ella haciéndole miembro Suyo. Todos Sus miembros, sin
faltar ni sobrar ninguno, formamos Su cuerpo, y somos de hecho y por derecho la Iglesia
universal.
Este cuerpo tiene una sola Cabeza y una sola Vida: Cristo Jesús. La autoridad dentro del
Cuerpo radica, pues, exclusivamente en la Cabeza, Cristo Jesús, y opera exclusivamente por
Su Espíritu, moviéndose a través de todos los miembros y delegando a cada cual un servicio en
el Espíritu. Este servicio en el Espíritu es una manifestación espiritual evidente por sí misma,
constituida directamente por la Cabeza y reconocida en la comunión del Espíritu por los
miembros del Cuerpo sujetos a la misma Cabeza.
Cada carisma tiene, pues, su propia autoridad delegada, la cual se mantiene viva una vez que
esté sostenida por el suministro del Espíritu y la autoridad de la Cabeza. Cristo no sólo dona
carismas, sino que además delega responsabilidades. Carisma y responsabilidad, aunque no
son lo mismo, están íntimamente relacionados, pues de cada talento debe rendirse cuentas. Sin
embargo, carisma y responsabilidad son diferentes; la autoridad del carisma es moral; en
cambio la autoridad del comisionado a una responsabilidad es además oficial. Cuando Cristo, la
Cabeza, encomienda una responsabilidad, obviamente otorga también el carisma necesario
para sobrellevarla. La encomienda es delegada con una autoridad oficial ungida con el carisma
de autoridad moral. Veamos un ejemplo para entender la diferencia entre autoridad oficial y
autoridad moral; las dos delegadas directamente de Dios: En la familia, el padre es el primer
responsable de su marcha, por lo cual se le debe sujeción; su autoridad es oficial. Si ese padre
vive sujeto a Cristo, posee además autoridad moral; pero si no, de todas maneras es el
responsable de su familia, por lo que dará cuentas; y por lo tanto sigue siendo suya la autoridad
oficial, aunque moralmente se haya deslizado de su dignidad. Y ya que fue Dios quien otorgó
esa autoridad oficial, por lo tanto merece respeto.
En el cuerpo de Cristo la Cabeza delega Su autoridad a quien quiere; a cada miembro una
jurisdicción; y ante Su tribunal se rendirá cuentas. La autoridad oficial en la obra del Señor la
tienen los apóstoles, y dentro de la iglesia local el presbiterio de ancianos, quienes son los
obispos de la ciudad. Autoridad moral tiene todo miembro sujeto a la Cabeza, pero los
comisionados tienen una responsabilidad especial por causa del encargo. Cualquier carpintero
puede hacer una mesa (autoridad moral), pero el responsable es aquel a quien se le contrató
para hacerla (autoridad oficial). El cuerpo está, pues, sujeto a Su Cabeza sometiéndose a Su
autoridad por el Espíritu Santo. Debemos, pues, someternos a la autoridad del Espíritu, que
delega autoridad moral y oficial en Sus miembros.
Aunque la Cabeza delega autoridad, no por eso se desliga del Cuerpo, sino que en sus manos
permanecen las riendas, y con cada miembro hay un contacto vivo; con la oración se apela a la
justicia de la Cabeza.
La cabeza es el único Coordinador suficiente de todos los miembros; y ya que Cristo es el
Coordinador (Ef. 2:21), no podemos encerrarnos en círculos denominacionales, sectarios o
estrictamente misionales, sino que debemos estar abiertos a la comunión con todos los
hermanos, permitiéndole a la Cabeza asociarnos, dirigirnos y complementarnos. Recordemos
que Cristo es nuestra paz, y que en Sí mismo ha hecho de muchos: Un solo y nuevo hombre.
Solo, porque Cristo es único; y nuevo, porque proviene de la virtud de la resurrección; un solo y
nuevo hombre: el Cuerpo de Cristo (Ef. 2:15,16).
No importa cuán multiforme aparezca la gracia, el Cuerpo es uno; no importa cuánta
diversidad haya entre funciones y actividades, ministerios, dones y operaciones, Dios es uno, el
Señor es uno, el Espíritu es uno, y entonces el Cuerpo es también uno. Nuestro deber es recibir
a todos los que Cristo ha recibido, de la misma manera como Él nos recibió a nosotros (Ro.
15:7). Somos aceptos en el Amado por las infinitas riquezas de Su gracia derramada en Cristo
para todos sin distinción.

XXVII

UN ESPÍRITU

Como ya vimos en el apartado XXV (La unidad del Espíritu), la comunión de los miembros del
Cuerpo de Cristo se debe fundamentalmente a la unidad del Espíritu, uno sólo, pues, es el
Espíritu el que debe operar en el Cuerpo: el Espíritu de Cristo. Con esto queremos señalar que
quedan completamente reprobadas todas las acciones que procedan de otra fuente distinta al
Espíritu Santo. Lo que es nacido de la carne es carne, lo cual para nada aprovecha, pues no
puede heredar el Reino (Jn. 3:6; 6:63; 1 Co. 15:50). Es recibida toda persona que tenga el
Espíritu de Cristo; y de tal persona se recibe toda acción nacida en el Espíritu. Y puesto que
existen otros espíritus que operan error, se hace necesario probar los espíritus, examinarlo todo
y retener lo bueno (1 Jn. 4:2; 1 Tes. 5:21). El Espíritu Santo se caracteriza por su confesión de
Cristo (1 Jn. 4:2,3), y por Su fruto (Gá. 5:22,23), pues el espíritu de la profecía es el testimonio de
Jesús (Ap. 19:10).
Esto no significa que una persona que posea el Espíritu de Cristo nunca vaya a cometer una
falta o error, pues la persona sigue siendo libre y es su deber someterse voluntariamente al
Espíritu Santo sin contristarlo, lo cual no siempre acontece. Pero sí significa que, aunque la
persona tenga el Espíritu de Cristo y sea miembro de Su Cuerpo, no por eso serán aprobadas
sus acciones nacidas de la carne y por la instigación tramposa de otros espíritus. Pablo escribía
a los gálatas:
"1¡Oh gálatas insensatos! ¿quién os fascinó para no obedecer a la verdad, a vosotros ante
cuyos ojos Jesucristo fue ya presentado claramente entre vosotros como crucificado? 2Esto
solo quiero saber de vosotros: ¿Recibisteis el Espíritu por las obras de la ley, o por el oír con
fe? 3¿Tan necios sois? ¿Habiendo comenzando por el Espíritu, ahora vais a acabar por la
carne?” (Gá. 3:1-3).
Vemos que aunque los gálatas habían recibido el Espíritu Santo que podía guiarlos a toda la
verdad, erraban en su niñez espiritual por no sujetarse a Él, sino más bien seguir obrando en la
carne. Tales gálatas eran aceptados como hermanos, ya que poseían el Espíritu de Cristo, pero
no eran aceptadas sus acciones en la came ni sus doctrinas fascinadas por error. Un concilio de
numerosas personas no representa en sí ninguna garantía si no está sujeto al Espíritu Santo. Es
muy posible, y sucedió varias veces en la historia, que sus conclusiones fueron apenas el
consenso mayoritario de una democracia carnal, o el eco sobornado y amedrentado de
poderosos intereses personales. No es la voz de la carnalidad de la mayoría la que gobierna en
el Cuerpo de Cristo, sino, siempre, Su Cabeza, Cristo Jesús, operando por medio del Espíritu
Santo que evidencia Su verdad, santidad, amor, poder, dominio propio, gloria, etc.
Reconocemos, pues, tan sólo a un Espíritu, el Espíritu Santo, Espíritu del Padre y del Hijo
(Mt.10:20; Jn. 15:26; Gá. 4:6), Espíritu de Cristo. Éste mora en todo el Cuerpo y se manifiesta a
través de cualquier miembro de Cristo que, dándole lugar, se someta a Él.
Además, el Espíritu Santo inspiró las Sagradas Escrituras y habla siempre en plena
concordancia con estas mismas Escrituras que Él mismo inspiró. Atendemos, pues, a la
naturaleza del Espíritu por su fruto, por su concordancia con la verdad de las Sagradas
Escrituras, y por el consenso de los miembros de Cristo sujetos al Espíritu. Este triple testimonio
concuerda, ya que es evidencia y fruto de la unidad del Espíritu. El Espíritu Santo es el Vicario
de Cristo que opera en Su nombre llevando adelante los intereses del Reino de Dios. Tal Reino
no es ahora de este mundo, y por lo tanto no se impone por la espada, ya que opera en el ámbito
de la verdad acatada en los corazones que están por ella, según lo testificó el Señor Jesús a
Pilato (Jn. 18:36,37). Para lo demás está el Estado. El que es de Dios, oye a los apóstoles de
Cristo cuya doctrina está en las Escrituras; capta además el Espíritu y penetra el evangelio
gracias a la iluminación de la revelación divina. El espíritu de error se conoce porque no oye a
los apóstoles de Cristo que hablan en perfecta armonía con las Sagradas Escrituras; además,
tampoco percibe la luz del evangelio, y su confesión del Cristo adolece de error y falta de
revelación (1 Jn. 4:1-6).
Un hijo de Dios puede errar, pero al ser corregido en el Espíritu Santo y con la verdad
apostólica escritural, reconocerá la voz de Dios, y seguirá al Buen Pastor, Cristo Jesús. Nadie lo
arrebatará de las manos del Padre y el Hijo, que operan a través del Espíritu Santo, ante cuya
obra de iluminación y revelación no puede prevalecer el Hades. Todos, pues, los que son
guiados por el Espíritu de Dios, son hijos de Dios (Ro. 8:14), y es una promesa que todos Sus
hijos serán enseñados por Jehová (Jn. 6:45; Is. 54:13). La unción del Espíritu Santo cumple la
promesa. El Nuevo Pacto con la Simiente de Abraham es nuestro en Cristo. Desde que
estamos, pues, en Cristo, a nadie conocemos según la carne (2 Co. 5:16). Todos los
participantes de este mismo Espíritu tenemos por Él entrada al Padre, y somos miembros de la
misma familia de Dios, conciudadanos de los santos. Somos, pues, hermanos, no importa los
medios o instrumentos usados por Dios para nuestra conversión y para hacer posible nuestra
regeneración en Cristo. Es este único Espíritu de Cristo el que compartido nos hermana; no es el
instrumento usado para nuestra pesca, sea misión, denominación, equipo, predicador, etc.
Pertenecemos a Dios y a toda su familia, y ella nos pertenece toda por el mismo Espíritu.

XXVIII
UNA MISMA ESPERANZA

"Un cuerpo, y un Espíritu, como fuisteis también llamados en una misma esperanza de
vuestra vocación" (Ef. 4:4 ).
"Cristo en vosotros, la esperanza de gloria'' (Col. 1:27).
Dios había prometido en el principio de la humanidad que la simiente de la mujer (Cristo
nacido de la virgen María) aplastaría la cabeza de la serpiente antigua, que es el diablo (Gé.
3:15; Ap. 12:9); de manera que el que tenía el imperio de la muerte sería quebrantado; con lo
cual sería posible la redención, que significaría un retorno a la gloria de Dios de la que por el
pecado fue destituido el hombre. Esta redención la llevaría a cabo la simiente de la mujer. Para
cumplir tal promesa, Dios separó a Abraham, asegurándole que en su simiente, la cual es Cristo,
bendeciría a todas la familias de la tierra, entregándole en herencia el mundo entero. Este
Heredero se sentaría en el trono de David para siempre señoreando desde Sion, y en Su luz
andarían también los gentiles; por lo cual, el Hijo de David, nuestro Señor Jesucristo, tomó
también, aparte de las ovejas perdidas de la casa de Israel, a sus otras ovejas, nosotros los
gentiles, y nos insertó en el tronco de su olivo, llevándonos a un solo redil y bajo un solo pastor,
Cristo, el David mayor. Por lo cual, Pablo, apóstol de Jesucristo para los gentiles, declaraba el
misterio revelado: que los gentiles son coherederos y miembros del mismo cuerpo, y
copartícipes de la promesa en Cristo Jesús por medio del evangelio (Ef. 3:5,6). De manera que
verdaderamente, como citábamos al principio, fuimos también llamados a una misma esperanza
que se alcanza y se consuma en Cristo para toda la humanidad: participar con Él de Su gloria,
como está escrito: "Os llamó mediante nuestro evangelio, para alcanzar la gloria de nuestro
Señor Jesucristo" (2 Tes. 2:14).
"20Mas no ruego solamente por éstos, sino también por los que han de creer en mí por la
palabra de ellos, 21para que todos sean uno; como tú, oh Padre, en mí, y yo en ti, que
también ellos sean uno en nosotros; para que el mundo crea que tú me enviaste. 22La gloria
que me diste, yo les he dado, para que sean uno, así como nosotros somos uno. 23Yo en
ellos, y tú en mí, para que sean perfectos en unidad, para que el mundo conozca que tú me
enviaste, y que los has amado a ellos como también a mí me has amado. 24Padre, aquellos
que me has dado, quiero que donde yo estoy, también ellos estén conmigo, para que vean
mi gloria que me has dado; porque me has amado desde antes de la fundación del mundo"
(Jn. 17:20-24).
"2Cuando él se manifieste, seremos semejantes a él, porque le veremos tal como él es. 3Y
todo aquel que tiene esta esperanza en él, se purifica a sí mismo, así como él es puro" (1 Jn.
3:2,3).
He aquí, pues, la esperanza que anida en todos nosotros los que tenemos Su mismo Espíritu,
siendo por tanto miembros del mismo Cuerpo y coherederos del mismo Reino.

XXIX

UN SEÑOR

He aquí un reconocimiento fundamental dentro de la comunión cristiana: "Para nosotros, sin
embargo, sólo hay un Dios, el Padre, del cual proceden todas las cosas, y nosotros somos para
él; y un Señor Jesucristo, por medio del cual son todas las cosas, y nosotros por medio de él" (1
Co. 8:6).
La verdad del Señorío de Jesucristo es fundamental a la fe cristiana: "A este Jesús a quien
vosotros crucificasteis, Dios le ha hecho Señor y Cristo" (Hch. 2:36b). Que Jesús es el Señor, es
la confesión insustituible que brota del corazón y los labios de los redimidos: "Si confesares con
tu boca que Jesús es el Señor, y creyeres en tu corazón que Dios le levantó de los muertos,
serás salvo" (Ro. 10:9). Era esta verdad la que con la vida y la palabra envolvía la predicación
apostólica, como está escrito por Pablo a los corintios: "Porque no nos predicamos a nosotros
mismos, sino a Jesucristo como Señor, y a nosotros como vuestros siervos por amor de Jesús"
(2 Co.4:5). Sí, lo que los apóstoles predican es a Jesucristo como Señor; para esto Él nos salvó:
“7Porque ninguno de nosotros vive para sí, y ninguno muere para sí.8Pues si vivimos, para el
Señor vivimos; y si morimos, para el Señor morimos. Así pues, sea que vivamos, o que
muramos, del Señor somos. 9Porque Cristo para esto murió y resucitó, y volvió a vivir, para ser
Señor así de los muertos como de los que viven'' (Ro. 14:7-9 ).
Efectivamente, Su sacrificio por nosotros tiene grandes implicaciones, pues nos reconcilia con
la voluntad del Padre. Reconocer a Jesús como el Señor significa, pues, vivir y morir para Él,
pues, “por todos murió, para que los que viven (es decir, los renacidos), ya no vivan para sí, sino
para aquel que murió y resucitó por ellos" (2 Co. 5:15).
Pero el Señorío de Cristo no se reduce tan sólo a los cristianos, pues con Su resurrección
recibió autoridad sobre toda potestad y carne (Mt. 28:18). No sólo por derechos de creación, ya
que el Padre todo lo hizo con el Verbo y por el Verbo y para el Verbo; sino que además, por
derechos de redención, por Su compra sacrificial que levantó el embargo del pecado, y por el
sustento nuevo de la resurrección. "9Por lo cual Dios también le exaltó hasta lo sumo, y le dio
un nombre que es sobre todo nombre, 10para que en el nombre de Jesús se doble toda rodilla de
los que están en los cielos, y en la tierra, y debajo de la tierra; 11y toda lengua confiese que
Jesucristo es el Señor, para gloria de Dios Padre" (Fil. 2:9-11). Toda criatura, tarde o temprano,
deberá, pues, reconocer la soberanía de Dios que ha hecho heredero de toda plenitud a
Jesucristo, el Hijo del Dios viviente.
Sólo bajo las plantas de Sus pies las cosas todas están en su debido lugar, pues sólo a Él
corresponde el legítimo derecho. Ser el Señor significa ser el Amo absoluto con pleno derecho.
Y Él es doblemente Señor: primero, por naturaleza, ya que en cuanto Verbo es Deidad creadora
y sustentatriz, además de ser la meta legítima de todas las cosas con su diseño. Segundo, es
también Señor por conquista, porque destronó al usurpador querúbico y venció a la muerte y
toda oposición, en sus pruebas humanas, recuperando así lo que había perdido. Es Señor de
señores y Rey de reyes, Soberano de los reyes de la tierra, y Cabeza de todo principado y
potestad, Heredero de todas las cosas; por lo tanto es Juez con poder de salvar y condenar.
Ante Él doblamos presurosos y contentos nuestras rodillas desde lo profundo de nuestros
corazones.
Quien tenga el Espíritu Santo no puede sino reconocer y confesar a Jesús como Señor, pues
gracias a Él ha sido trasladado al Reino del amado Hijo de Dios, donde la voluntad del Padre es
la perfecta directriz eterna con la que se nos concedió alianza. Estamos los cristianos aliados
con Dios y Su santa voluntad, por medio de la lealtad a Su Cristo, Su Ungido al que puso sobre
el trono altísimo. El cristiano debe, pues, reconocer que recibir a Jesús como Señor y Cristo,
implica otorgar la primera lealtad a los derechos de la corona de espinas del Redentor; Él,
primero, antes que nuestra propia vida, familia o propiedades.

XXX

UNA FE

La fe de los cristianos es, pues, la fe del Hijo de Dios; una fe que es don de gracia, nacida del
Espíritu cual iluminación de la revelación. Es la fe apostólica, básica y fundamental, es decir, la
fe esencial para salvación. No hablamos aquí de pormenores en la interpretación de doctrinas
menores que apenas afectarían el galardón y no la salvación, pero hablamos, sí, de la fe, la
única fe, la imprescindible para la salvación; aquella establecida bajo Cristo, apostólicamente:
"8Esta es la palabra de fe que predicamos: 9que si confesares con tu boca que Jesús es el
Señor, y creyeres en tu corazón que Dios le levantó de los muertos, serás salvo" (Ro. 10:8,9).
Esta es, pues, la fe apostólica: Jesucristo, el Hijo del Dios viviente, es el Señor, quien habiendo
muerto por nuestros pecados ha resucitado corporalmente en incorrupción, y está vivo cual
soberano Altísimo y cual Rey supremo a quien podemos invocar para salvación.
Por eso Pablo, antes de anunciar aquello a los corintios en su primera carta, antes de
establecer lo que constituía primeramente el evangelio de salvación, fe única, se expresa
escribiéndoles: "1Os declaro, hermanos, el evangelio que os he predicado, el cual también
recibisteis, en el cual también perseveráis; 2por el cual asimismo, si retenéis la palabra que os he
predicado, sois salvos, si no creísteis en vano" (1 Co. 15:1,2). Y entonces establece la persona,
la muerte y la resurrección de Cristo por nosotros como núcleo del evangelio de salvación, la fe
esencial. Sí, era una declaración apostólica y salvífica de descomunal importancia; la fe
apostólica, la fe recibida de los cristianos primitivos en los albores del cristianismo. Esta debe
ser, pues, la fe mínima que se debe imprescindiblemente exigir a un hombre para reconocerlo
cristiano; no podemos rebajar esta mínima exigencia. Está sobre el terreno básico de la
comunión cristiana solamente quien de todo corazón crea y confiese a Jesús como el Cristo,
como el Hijo del Dios viviente, como el Señor, muerto por nuestros pecados y resucitado. Sin
esta fe y confesión se está fuera del círculo de la unidad del Espíritu, con lo cual se demuestra
no tener el Espíritu de Cristo, que a Él glorifica; y por lo tanto, la tal persona no es aún de Cristo.
No basta reconocerle como mero profeta, un luminar más de entre otros en la humanidad. Es
preciso poseer la fe, una fe, la única. De allí brota y se establece el canon, la regla (ver
apartado XXII).

XXXI

UN BAUTISMO

Un cristiano debidamente establecido y fundamentado, es uno que necesariamente ha
pasado por la experiencia de identificación espiritual con Cristo. Este "un bautismo" es el
bautismo en Cristo con el que somos revestidos de Él (Gá. 3:27; Ro. 6:3). Una vez que por la
gracia de Dios hayamos podido reconocer en Jesús al Cristo, y a Su obra como la base de
nuestra salvación, entonces debemos voluntariamente identificamos con Él, en Su muerte y
resurrección, para perdón y liberación nuestra en Él, y para regeneración por Su Espíritu.
Para que fuese manifiesta tal identificación, tal toma de posición, el Señor estableció que la
confesáramos exteriormente por medio de la confesión pública y el bautismo en agua; de
manera que al consumar nuestra identificación de fe, aspirando a una buena conciencia,
garanticemos la certeza de nuestra salvación por la promesa de su palabra: "el que creyere y
fuere bautizado será salvo" (Mr. 16:16).
Estar bautizado en Cristo, es decir, debidamente identificado por fe con Él, habiéndole
invocado de corazón personalmente y de forma voluntaria, es requisito básico para ser hallado
dentro de la comunión cristiana y sobre el terreno de salvación. Ahora bien, y ¿qué es lo
imprescindible para tal bautismo en Cristo? primero: la fe auténtica y de corazón en Él y Su obra;
fe que entonces obedece invocándole, confesándole e identificándose con Él en Su muerte y
resurrección. Los que hacían esto en los tiempos bíblicos bajaban a las aguas para ser
bautizados en señal de la consumación de su identificación en fe con Cristo en Su muerte y
resurrección; así confesaban su nueva toma de posición, ahora en Cristo Jesús. Quien salva es,
pues, Cristo mismo que opera por Su Espíritu ministrando la salvación a través de la fe que
actúa identificándose con Él; con lo cual la persona es bautizada y revestida en y de Cristo. La fe
auténtica se apropia suficientemente de la provisión, y también se exhibe con confesión pública
que se gloría en la Gracia. No aconsejamos, pues, descuidar el descenso a las aguas.

XXXII
UN DIOS Y PADRE

Por último, anotamos como ingrediente fundamental de la unidad del Espíritu, el
reconocimiento del único Dios verdadero, Yahveh-Elohim, Padre de todos los regenerados en
Cristo: "4Un cuerpo, y un Espíritu..., una misma esperanza..., 5un Señor, una fe, un bautismo (y
por último entonces); 6un Dios y Padre de todos, el cual es sobre todos, y por todos, y en todos”
(Ef. 4:4-6).
Lo primero que en la declaración apostólica notamos es que Dios es uno. Solamente existe un
solo Dios verdadero, y fuera de Él no hay Dios. Monoteísmo es, pues, la religión del Espíritu. Lo
segundo que captamos es que este único Dios es efectivamente Dios, el único Dios. Deidad
es, pues, de lo que se habla aquí, con lo cual queda implicada la omnipotencia, omnisciencia y
omnipresencia del Ser Supremo, principio y fin de todas las cosas. Pero este único Dios, no es
apenas el elemento de un sistema filosófico; ¡No! sino que es el "Yo Soy el que Soy" que se ha
revelado a Si mismo en forma definida e histórica; Él es Yahveh Elohim; Él que es en Sí mismo
y se revela a Sí mismo. Es, pues, Un Dios Trascendente, distinto de su propia creación, pues es
"sobre todos". Todo lo ha creado de la nada y a todo le ha dado un propósito. Además
permanece inmanente también, a la par que trascendente, sosteniendo todas las cosas, pues Él
es "por todos", como dijera el apóstol Pablo: "27No está lejos de cada uno de nosotros. 28Porque
en él vivimos, y nos movemos, y somos" (Hch. 17:27b, 28a). Esta inmanencia Suya que sostiene
toda la creación, no es sin embargo panteísmo, puesto que Él es trascendente, Otro, aparte de
Su creación; Él es anterior a ella, causa y sentido de ella. Este único Dios es, pues, el Autor y
Dueño y el Proveedor.
Observando atentamente los Nombres Divinos podemos captar los atributos de Dios.
Sabemos que en el hebreo, y en muchas lenguas orientales, el nombre caracteriza a la persona;
es decir, que la realidad de sus atributos es pronunciada y queda, pues, caracterizada en su
nombre. Conozcamos, pues, a Dios en cada uno de Sus nombres. Él es ELOHIM, el
Todopoderoso (Gé. 1:1); muchos reconocen a Dios simplemente este aspecto: aceptan la
existencia de un Ser Supremo, pero no más. Sin embargo, además de: EL, ELAH, ELOHIM,
Dios es también ELYON, el Altísimo (Gé. 14:18); nadie sobre Él; Él es el más Alto y como tal
Poseedor de cielo y tierra; Él es quien reparte a las naciones su porción. Por lo tanto, Dios es
también ADONAI (Gé. 15:2), el Señor; ADON, ADONAI, Amo y Esposo. Pero hay más; Dios es
EL-SHADAI (Gé. 17:1), aquel pecho todo-suficiente que amamanta y sostiene sustentando para
hacer fructificar. Es EL-OLAM (Gé. 21:33), el Eterno que administra la eternidad; por lo cual es
también el Ayudador de Su pueblo, Jehová de los ejércitos, Yahveh-Sabaoth (1 S. 1:3), que
sirve en las batallas de Su pueblo.
Su nombre especial en relación a la redención es YAHVEH, en sus siete formas compuestas:
Jehová-JIREH, el Proveedor; Jehová- RAFAH, el Sanador; Jehová-NISSI, el estandarte de
nuestra vanguardia y victoria; Jehová-SALOM, nuestra Paz; Jehová-RAAH, nuestro
Apacentador y Pastor; Jehová-SIDKENU, nuestra justicia definitivamente establecida; y
Jehová-SAMA, el perennemente Presente en medio de los suyos (citas respectivas: Gé.
22:13,14; Ex. 15:26; 17:8-15; Jue. 6:24; Salmo 23; Jer. 23:6; Ez. 48:55).
¿Conocemos así a Dios? ¿Hemos experimentado que Él es todo eso para nosotros? Dios es,
pues, también Amor, Santidad, y Justicia, Suma de toda Belleza y Perfección. Pero no
solamente es nuestro Creador y Dios, sino que este mismo Dios, el único verdadero, es además
nuestro Padre. Por medio de Jesucristo hemos recibido vida eterna, llegando a ser partícipes
de la naturaleza divina por su Espíritu, que es garantía de sus promesas (2 Pe. 1:3-4). El único
Dios es, pues, también nuestro Padre, y cual hijos de Dios, testimonio de ser lo cual tenemos en
nuestro espíritu, podemos decirle: "Papá, Papito", "Abba, Padre". Dios ha puesto el Espíritu de
Su Hijo en nosotros para que seamos afiliados hijos suyos por Jesucristo, de manera que
sepamos que nos ha hecho coherederos con Cristo, y que nos ha amado también como a Él ha
amado (Jn. 17:23).
Por todo esto, además de estar Dios trascendente sobre todas las cosas, e inmanente por
La Unidad del Espíritu 101
todos, está también habitando, sí, morando, en todos los que hemos recibido el Espíritu de Su
Hijo; pues quien tiene al Hijo tiene también al Padre. "Yo en ellos y tú en mí. En aquel día
conoceréis que yo estoy en mi Padre, y vosotros en mi, y yo en vosotros" (Jn. 17:23a; 14:20; 1
Jn. 2:23; 2 Jn. 1:9).

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He aquí, pues, hasta aquí todo lo que se halla en la posesión común de los que partícipamos
de la unidad del Espíritu y el Cuerpo de Cristo. Estas son las únicas credenciales que podemos
exigir; quien las posea se halla sobre la misma base, y por lo cual, con toda solicitud, debemos
guardar con él la unidad ya establecida del Espíritu. El vinculo de la Paz se mantiene sobre este
único terreno; y una vez que nos hallemos sobre él, debemos mantener y acrecentar la
comunión con todos los hijos de Dios de todo lugar, y en armonía con los de toda época que de
hecho están fundados allí.
A partir de esta vida espiritual, el Señor usando de Su multiforme gracia, opera de distintas
maneras para llevar a estos, de la unidad del Espíritu ya hecha y por guardar, a la unidad de la fe
y del conocimiento del Hijo de Dios, hasta la estatura del varón perfecto en Cristo Jesús, por
alcanzar, ya no guardar. Guardamos la unidad del Espíritu, y alcanzamos la unidad de la fe y del
conocimiento del Hijo; para lo cual el Señor constituyó también el magisterio de la Iglesia (Ef.
4:3; 4:10-13). Hay una fe imprescindible que guardar mientras avanzamos a la fe madura por
alcanzar en la estatura y el conocimiento pleno de Cristo. Para esto último Dios preparó un
ministerio que es también fundamento y columna.