"Echa tu pan sobre las aguas; porque después de muchos días lo hallarás. Reparte a siete, y aun a ocho; porque no sabes el mal que vendrá sobre la tierra".

(Salomón Jedidías ben David, Qohelet 11:1, 2).

sábado, 18 de junio de 2011

CAMINANTE (1): VISLUMBRE EN AGUAS AGITADAS

Capítulo 1
 
VISLUMBRE EN AGUAS AGITADAS

Corrían los años 1969 y 1970. Yo estaba en los primeros años de estudio de la Psicología, en
la Universidad Nacional de Colombia. Recuerdo que por aquella época yo era un gran devorador de libros. Leía casi un libro diario; algunas veces varias obras si estas eran cortas. Tenía mis favoritos, aunque leía de todo lo que fuera de algún escritor significativo.
En la biblioteca de la facultad de filosofía y en la central de la universidad, obtenía prestadas
obras de Nietzsche, una que otra de Sartre, las filosóficas; leía también sus novelas, y las de
Camus, de Kafka y otras. Era precisamente esa línea existencialista la que dominaba mi
pensamiento. Leía también psicoanálisis y psicología; principalmente a Freud, de quien tenía en mi biblioteca las obras completas, y a quien leía apasionadamente como a Nietzsche.
Mi aprovechamiento en las clases de psicoanálisis era bueno por causa de mis lecturas
asiduas. Nietzsche y Freud influían bastante en mi pensamiento; también From, de quien había leído entre otros "El Miedo a la Libertad" (a lo cual yo llamaría hoy: "la sospecha de un orden establecido"). Estos pensamientos me hacían despreciar la línea marxista. El Libro Rojo de Mao Tse Tung, que me prestó mi hermano Marcello, el cual creo que obtuvo del seminario, no me resultaba profundo. La política no me interesaba.
 
Recuerdo que antes de todo esto, cuando apenas estudiaba primaria en un colegio de curas
católicos, se infiltraron algunos profesores comunistas los cuales nos enseñaban
solapadamente en clase las corrientes del materialismo dialéctico en forma rudimentaria.
Hablaban también de la plusvalía, del salario real y aquellas cosas. Mi mente juvenil, apenas
adolescente, no se interesaba por aquello. Yo tenía otro tipo de inquietudes, primeramente
religiosas, y entonces filosóficas. Aquellos profesores fueron echados del colegio cuando se
descubrió su trama.
 
Hasta el segundo año de bachillerato yo había querido ser un santo, y me lo propuse
esforzándome en mi conducta. Pensaba que mis padres y profesores se darían cuenta y me
alabarían. Yo deseaba que ellos hablasen bien de mí. Poco a poco vi que mis esfuerzos por
santificarme eran grandes, y sin embargo a nadie parecía importarle.
Me habían comentado que cierto muchacho del cuarto curso, alumno muy estudioso y
aprovechado, era un santo. Yo estaba en tercero. Le miraba en el recreo, como espiándole
para ver cómo era que él era santo, pues aquel comentario acerca de su persona me hacía
admirarle. Pero un día escuché de su boca una mala palabra y me escandalicé. Pensaba yo
también que a nuestro profesor de religión, un sacerdote católico de apellido García, y al papa
Juan XXIII, podrían canonizarlos.
 
En clase de historia sagrada se nos enseñaba acerca de los concilios ecuménicos, acerca del
avance del papado y del cambio de nombres que se daba entre estos últimos. Entonces, en el
grupito de mis amigos adolescentes, como cierto aspecto de nuestra "barra", organicé una
especie de departamento en el que íbamos a practicar la santidad. Nos levantábamos de
madrugada para ir a misa, repartíamos a los pobres alimentos sacados y hasta robados de
nuestra propia casa, y también de nuestras ropas, por lo que éramos reprendidos. Nos
encerrábamos en una alcoba para flagelarnos a nosotros mismos con cinturones pretendiendo
ser ascetas y mártires. Nombrábamos entre nosotros a un jefecillo que se colocaba un nombre
nuevo así como hacían los papas. Mi influencia hacía que yo resultase el líder, y por eso para
cada período soñaba con el nombre de Domingo I en honor a Domingo Savio, o entonces
Domingo II, o Martín I, según la época esperada de actividades.

Lo curioso es que también dentro de nuestra misma barra llamada "Ases", teníamos otra
especie de departamento, llamada "los cruzdiablos", y vestidos de antifaces salíamos a robar
zanahorias y ciruelas de la huerta de la facultad de agronomía que quedaba cerca de casa.
Aquella fue mi adolescencia, hasta que desanimado ya después de terminar mi segundo año de bachillerato a la edad de 12 años, hubo, principalmente en vacaciones, un cambio de rumbo en mi pensamiento.
 
Efectivamente, me fui de vacaciones a la ciudad de Manizales, y allí entablé amistad con mi
prima Gloria Zapata, la primera chica de la cual me enamoré. Ella había dicho que los anteojos
oscuros me quedaban muy bien; así que desde allí en adelante comencé a interesarme en ella;
o sería mejor decir que comencé a interesarme en el interés que yo pudiera despertar en ella.
Así, pues, que me enamoré. Aprendí a escuchar a los Beatles. Acompañé a mi prima a comprar el segundo long-play de los Speakers, y así la música moderna comenzó a gustarme juntamente con mi prima. Íbamos a las discotecas durante las ferias de Manizales acompañados por mamá. Mi prima era una gran bailarina. Yo, en cambio, era terriblemente tímido. Nunca bailé una piez completa. Un pedacito de una fue todo mi intento alguna vez y fracasé. Me sentía ridículo bailando; por eso en las fiestas prefería arrinconarme a charlar o a escuchar música. Solamente después de conocer a Cristo conocí lo que era danzar con toda libertad delante de la presencia de Dios.
 
Fue a partir de aquellas vacaciones en Manizales que cuando regresé a Bogotá para mi tercer
curso de bachillerato me interesé por otras cosas. Mi prima me había dado un golpe sentimental cuando en una ocasión simplemente quise acomodarle un mechón de su cabello; entonces ella me rechazó con un ajá; además también supe que le gustaba un muchacho de Medellín.
 
Regresé a Bogotá y comenzó mi época de rebelión juvenil. De la religión pasé a interesarme por la filosofía. Me fui entonces a la biblioteca Luis Ángel Arango de Bogotá y me enfrasqué en el libro de Jean Paul Sartre: "El Ser y la Nada". Realmente a mis 15 años no fue mucho lo que entendí, pero me entró realmente la curiosidad por tratar de entender lo que fuera el ser. Este asunto del ser y la nada comenzó a inquietarme. Entonces decidí encerrarme en mi alcoba para tratar de descubrir que fuese el ser y poder definirlo. La filosofía y la psicología fueron, pues, mis intereses a la edad de 15 años. Esas llegaron a ser mis clases favoritas. Encerrado en mi alcoba, sentado en la cama, y con la cabeza entre las manos, me concentraba profundamente para ver que pudiera ser el ser. Vislumbré entonces una primera tentativa de solución; concluí que el ser era aquello que podía tener continuidad; aquello que continuaba. El ser es lo que continúa. Entonces tomé una hoja de papel cuadriculado y comencé a escribir mi primera conclusión con sus explicaciones y derivaciones. Pero al avanzar descubrí la relación de Dios con el ser, y en mis cavilaciones tropecé también con el concepto de otras dimensiones.
 
En aquella adolescencia inmediatamente anterior a mi primera época de grandes lecturas,
todavía no leía mucho, pero cuando otra prima ya mayor, simpatizante de la reflexología, nos
visitó en casa una noche, yo me puse a discutir con ella y entonces ella comentó con mamá que
se veía que yo leía mucho. Realmente todavía no leía mucho, pero desde entonces comencé a
leer intensamente. Lo que puede hacer uno u otro simple comentario.
 
Las noticias del hippismo me llegaron a través de revistas y entonces me identifiqué con aquel
movimiento y la Generación de los '60s. Discutía mis utopías de amor libre con mi primo Alvaro Villegas que se interesaba más bien en la parapsicología. Yolanda, otra prima mayor, me hablóde los libros de Lobsang Rampa. Fue entonces que además de la filosofía y la psicología se añadió a mis inquietudes la mística. Leí y practiqué yoga. Tuve contactos con la secta khrisna; pero mientras ellos bailaban ante ídolos y fotos de santones y me daban una flauta para acompañarlos, mi interior completamente repudiaba aquellas prácticas. Mi corazón se encontraba cerrado para aquella influencia gracias a una misteriosa intuición. Algo dentro de mí me hacía sospechar de aquellos caminos. He pedido perdón al Señor por aquellos flirteos. Creo firmemente que fue Dios mismo el que me comunicó aquella extraña desconfianza.
 
Pero entonces, por otra parte, en variadas ocasiones experimenté con alucinógenos. No
buscaba meras diversiones, sino experiencias en profundidad. Más de una docena de veces
experimenté con marihuana y en una ocasión ingerí de una vez 5 hongos alucinógenos. Recibí
impresiones muy fuertes, como si se tratase de otras vidas, de otros mundos y de otros estados. Aprecié la relatividad del tiempo y la sensación de la eternidad. Pensaba yo que me había encontrado con Dios mismo y lo había conocido. Eso me volvió un místico buscador de Dios. Me pareció tener una especie de muerte clínica. Luchaba con la muerte hasta que tuve que aceptarla; entonces descansé y pasé a esa dimensión misteriosa donde creí conocer a Dios, la gloria, la eternidad, el amor eterno, la aceptación divina y la comisión de regresar para amar en silencio reconciliándome con todos aquellos con quienes tenía dificultades, especialmente con mi madre. En aquellos viajes alucinógenos conocí también la sensación profunda del absurdo, la resignación, la percepción extrasensorial, el abismo y el terror, y otras varias experiencias, sentimientos y pensamientos. Yo sentía por aquellos años que vivía muy intensamente.
 
Por causa de las muchas experiencias y lecturas de filosofía, psicología, literatura,
especialmente la moderna, y demás, a los 19 años ya me sentía viejo. Ese era mi sentimiento
normal; como si cargara sobre mis espaldas el peso de los grandes problemas de los hombres;
mis hombros se encurvaban. No se trataba de mis alucinaciones, sino de mi normalidad. Llegué a ser fatalista, visionario del caos. Me sentía viejo y buscando un algo que no sabía qué.
Recuerdo que en una ocasión escribí algo como esto : "Me parece que debiera pertenecerle a
alguien". Había querido ser dueño de mi mismo y lo había intentado con todo mi corazón
luchando en contra de cualquier convencionalismo; pero al sentirme dueño de mi mismo, esto
me resultaba completamente absurdo. Y aquellos sentimientos se intensificaban bajo el efecto
de la marihuana. ¡Oh, qué inmensa soledad era aquella! Sin embargo, allá en lo profundo
abrigaba una secreta esperanza que me animaba en la búsqueda. Pero no podía definirla;
estaba embotado. ¿Por qué tengo esperanza? ¿de qué? ¿de parte de quién? ¿Estaría
esperando acaso el amor de una mujer? Lo dudaba. Sospechaba que se trataba de algo más
que eso. No obstante, me deslizaba como a través de una niebla espesa.
 
Fue en ese vértigo que ingresé a la universidad para estudiar psicología. Con Nietzsche,
Freud, Sartre, Camus, Kafka y demás, el caos aumentó como también el intento de justificar el
libertinaje y la independencia total respecto de los valores establecidos. Había buscado el
dominio de sí, pero también me asustaba el absurdo del para qué y la pregunta del por qué. La inmensa fragilidad del ser humano me desconcertaba. Cuan desilusionado estaba de todo.
Observaba al psiquiatra que era mi profesor de psicofarmacología, y a la doctora que era mi
profesora de psicoanálisis, y no podía encontrar en ellos nada especial que justificara la
continuación de mis estudios para llegar a ser alguien como ellos. Entonces me entró el deseo
de conocer todos los países y culturas del mundo y quizás después morirme de una sobredosis
de LSD. Lo conversaba con mis amigos Richard Tovar y Jairo. En el apartamento de este último nos reuníamos a escuchar música clásica y a hablar de intelectualismos. Veíamos películas de Bergman, Fellini, Antonioni y otros nombres aureolados de la edad moderna. No encontraba nada, pero hablábamos y hablábamos. ¡Qué inmensa búsqueda y qué terrible desilusión! No sé como era que se escondía una esperanza recóndita e indefinida dentro de mí.
Cuando escuchaba la música de Juan Sebastián Bach, hervía dentro de mí la sospecha de
un algo muy sublime que yo desconocía. Fue entonces que después de las experiencias
negativas con marihuana que aumentaban el absurdo del existencialismo, que hacia el final de
este período tuve las experiencias con hongos alucinógenos que describí y que me llamaron la
atención sobre Dios y me recordaron la relación de Dios con el ser y otras dimensiones. La
mística ancló en mi alma y me dediqué a indagar más profundamente primero en el orientalismo.
 
Me llamó entonces más la atención el Bagabadgita, el Yoga, la historia de Sidharta Gautama
Buda. Fue por medio del yoga que la figura de Jesús comenzó de nuevo a cobrar interés para mí que había estado debajo de los prejuicios anticristianos principalmente de Nietzsche y Freud. Por ese tiempo llegué a considerar a Jesús como uno de los místicos, uno entre varios, uno de los maestros yoga. Fue también entonces que Dios hizo que la Biblia comenzara a entrar poco a poco en mi vida.
 
Corrían, pues, entonces los años 1969 y 1970. Un hombre de apellido Ruiz, de la secta o
denominación de los a sí mismos llamados testigos de Jehová, llegó a casa y golpeó a la puerta.
Mamá le abrió, pero lo dejó conmigo. Yo descendí las escaleras para atenderlo. Entonces
comenzó a hablarme del Reino de Dios y del fin del mundo; de las profecías de la Biblia. Le invité a pasar a la sala y le escuché con interés. Después de todo yo era un investigador, un buscador; si leía tantos libros, ¿por qué no comenzar también con la Biblia? Comencé a leerla como si fuese uno más de entre tantísimos otros libros.
 
Por intermedio del sr. Ruiz comencé a descubrir algo acerca del valor de este singular Libro.
Era interesante ver cumplirse al pie de la letra las profecías contenidas en él. Por otra parte, el sr. Ruiz refutaba varias de las doctrinas católico-romanas, y aunque yo no era católico-romano, me resultó curioso oír otra campana diferente a la que había oído desde chico en cuanto a ciertos respectos. La picardía de querer refutar a los católico-romanos con aquel pequeño tizne de teología, se apoderó de mí un poquito y comencé a conversar con mis amigos de juventud que tampoco sabían nada acerca de lo que los a sí llamados testigos de Jehová presentaban diferente a los católico-romanos. Como generalmente hacen los miembros de esa corriente al vender su literatura, me ofrecieron unos estudios bíblicos semanales en mi propia casa. Los recibí durante un año, a veces acompañado de un muy querido amigo mio: Ernesto Zerda. Estudié con el sr. Ruiz los libros "Cosas en las cuales es imposible que Dios mienta" y "La verdad que lleva a vida eterna". A Ernesto le destruyeron los libros en su casa y le prohibieron asistir más a las reuniones. El sr. Ruiz me parecía un buen hombre. Mamá nos servía café mientras estudiábamos.


 No obstante, algunas de las interpretaciones de ellos tampoco cuajaban en mi corazón. Me
lucían acomodadas, bastante humanas, y quizá forzadas. Sin embargo agradezco a Dios que de
todo aquello me quedó por lo menos el interés por la Biblia.
Entonces, con un amigo llamado Benigno Galvis, comenzamos a leerla por nuestra propia
cuenta. Charlábamos de asuntos místicos. Yo mezclaba todavía con los asuntos aquel viejo
fardo de experiencias y de lecturas pasadas. No obstante, la Biblia y la figura de Jesús Cristo
comenzaron a gravitar poco a poco más y más dentro de mí. Una cosa llegué a creer
claramente: que verdaderamente nos encontramos cerca del fin de los tiempos. Hay veracidad
en cuanto a que estamos en la cercanía del fin. El cumplimiento de las expectativas bíblicas nos
señala lo acertado del calendario profético.
Dios mismo, entonces, apareció en el mismo centro de mis inquietudes. El asunto era
precisamente por allí. Se definía y perfilaba el norte de la búsqueda. Recuerdo que después de
aquella experiencia alucinógena con hongos hacia el fin de este período compuse aquella
canción que dice: http://www.4shared.com/audio/1nQpGknN/givopus_002_Naturaleza_sonrien.html?
Voy a volver a Ti, Dios mío.
Voy a beber de Ti, Señor.
Tu naturaleza me sonríe.
Naturaleza sonriente. ¡Aleluya!
La canté con todo mi corazón y algo se estremeció dentro de mí en aquel jardín de la carrera
42 en Bogotá. Subimos entonces al cuarto de Benigno como acostumbrábamos hacerlo para
nuestras tertulias, pero esta vez me escondí debajo de su cama, y mientras los demás hacían
otra cosa, lloré. Lloré aquella canción: voy a volver a Ti, Dios mio; voy a beber de Ti, Señor. Lloré
porque ahora ya sabía definitivamente por dónde debería encaminar mi búsqueda. Ya no se
trataría de mera filosofía, ni de mera psicología, ni de mera literatura, ni de cine, ni de arte, ni de
ninguna otra cosa, sino del mismísimo Dios.
Benigno se dio cuenta de mis sentimientos. Algo muy pequeño le hice saber. Pero él me dijo:
-¡Yo no quisiera sentirme así!- Me pareció extraña su expresión. Pensé que quizá no
comprendía de lo que se trataba. Pero entonces, al observarlo detenidamente, vislumbré algo
acerca del problema del hombre, que es el mismo problema del diablo: quiere ser adorado;
quiere ocupar el lugar de Dios. Nuestra afinidad con Benigno se diluyó.
Comencé verdaderamente a querer ser un gran místico. Anhelé la paz; ser un hombre de paz,
un hombre de amor, un hombre de mansedumbre, un hombre de dulzura, un hombre de
sabiduría; algo así como un santón, como un Jesús Cristo o alguien así. Todavía yo no entendía
bien en ese tiempo la singularidad de Jesús Cristo, pero Él era mi modelo.
Entonces constantemente me apartaba a meditar. Me iba a los jardines, bosques y laderas del
Parque Nacional de Bogotá y mientras observaba las flores procuraba meditar según la tradición
yoga. Buscaba en las lomas y en los bosques lugares tranquilos y claros, dejando el bullicio de la
ciudad abajo. Me colocaba en la posición de loto para meditar. También leía atentamente los
salmos y otras partes de la Biblia en aquellos retiros de meditación. Practicaba pranayanas de
respiración, relajación y hasta yoga. Saboreaba lentamente las comidas, las zanahorias de la
sopa, o crudas, y buscaba una superconciencia y dominio propio. Leía y leía la Biblia; de los
pasajes proféticos identificaba a Israel con la gente de Dios, y a Babilonia, Asiria o Nínive con la
gente despreciadora, los rechazadores o los ignorantes de la Luz Divina.
Eso, la luz interior, era la experiencia deseada, porque, ¿qué era la resaca de la filosofía
pasada? ¡el vacío interior! Ahora buscaba más bien la luz interior y el asunto era con Dios
mismo. Por allí vislumbré la verdadera relación con la verdadera filosofía, con lo verdadero
acerca del ser y de la nada, lo verdadero acerca de la luz y del vacío, lo verdadero acerca de la
ubicación y del absurdo, lo verdadero acerca del cielo y del infierno.