"Echa tu pan sobre las aguas; porque después de muchos días lo hallarás. Reparte a siete, y aun a ocho; porque no sabes el mal que vendrá sobre la tierra".

(Salomón Jedidías ben David, Qohelet 11:1, 2).

sábado, 18 de junio de 2011

CAMINANTE (4): UN NUEVO HORIZONTE


Capítulo 4
UN NUEVO HORIZONTE

A mediados de mayo de 1971 llegué por primera vez a la ciudad de Lima. Me hospedé en la
sede del APRA, una agrupación política liderada por Víctor Haya de la Torre, a quien conocí
personalmente. Tal partido mantenía un comedor popular donde por bajísimo costo daban de
comer al pueblo. Allí conseguí varias veces gratis mi sustento mientras estuve en Lima.

Yo recibía las contestaciones a mis cartas en los consulados colombianos de cada capital
visitada; pedía que me escribieran a la embajada del próximo país que pensaba visitar. Fue así
que en el consulado de Colombia conocí a un peruano dueño de un café-concert en uno de los
barrios adinerados de Lima, San Isidro, Miraflores. Allí tuve la oportunidad de presentarme conuna serie de mis canciones y conseguí algún dinero.
 
También en un diario de la ciudad, otros raidistas colombianos que conocí en Lima y yo,
pusimos un aviso solicitando apoyo como estudiantes raidistas. Entonces un residente
colombiano que pensaba volver a Colombia nos hizo llamar a su casa para ayudarnos. Fuimos
dos de nosotros. Allí nos regaló una carpa de playa, la cual dejé para mí; también nos dio un
arrume de revistas y un tocadiscos.
 
Entonces me fui a la plaza central de Lima, y a los pies del monumento al héroe, ya no
recuerdo si Bolívar o San Martín, coloqué las revistas en el suelo para que la gente que pasaba
las pudiese comprar. Se nos prohibió luego permanecer allí. Entonces nos trasladamos a una
esquina en el centro al lado de un banco, y vendíamos las revistas. Pero la esclavitud de tener
que atarme a esas revistas todo el tiempo para poder conseguir dinero me pareció una vida en
exceso limitada. Entonces nos arriesgamos a dejar las revistas con una simple cajita para el
dinero y un letrero que decía: "Lima ciudad honrada. Retire su revista y deposite $5 soles en la cajita." De esa manera dejamos las revistas y la cajita del dinero a merced del público y salimos a conocer mejor la ciudad con mayor desenvolvimiento y despreocupación. Si robaban que robasen, pero que no se nos robara la libertad de movimiento.
 
Cuando regresamos después a la esquina de las revistas, encontramos allí las revistas
restantes y el debido dinero de las que habían sido retiradas en la cajita allí. En el momento de
acercarnos al puesto vi a una señorita que quería una revista y no sabía donde pagar. Miró a
todos lados y no encontró a nadie. Nosotros a propósito, para observarla, nos hicimos de lejos
los desentendidos. Ella entonces abrió su cartera, sacó el dinero y lo puso en la cajita, y se llevó
su revista. El público resultó honrado.
 
Después llegó un policía de orden público y preguntó por el tocadiscos. Quería confiscárnoslo
porque no teníamos papeles de compra, pues nos lo había regalado aquel colombiano. Le
explicamos el asunto, pero el policía estaba interesado en el tocadiscos. Entonces nos puso en
un aprieto: o se lo vendíamos a un precio muy ínfimo que él propuso, o nos lo confiscaba. A
regañadientes se lo tuvimos que vender baratísimo para no perderlo del todo. Se montan
tremendos trámites burocráticos para evitar la ilegalidad, pero la gente honesta que escoge
andar legamente no necesita que se le someta a esos interminables trámites burocráticos; en
cambio, los que quieren vivir deshonestamente se aprovechan de la misma burocracia para
hacer sus trampas y cometer sus fraudes. Por eso sucederá lo que dice la Biblia: "Lo que tú
hiciste se hará contigo"; y también "Lo que el hombre sembrare, eso también segará";
además, "El que a espada mata a espada muere". Esa es la triste realidad de la sociedad
humana. ¡Cuán verdaderamente necesitada está de un civismo cristiano! ¿Será que la
civilización ha de esperar hasta el otro mundo? ¡Que la sal de los discípulos de Cristo no se haga insípida! ¡que fermente la masa en reconciliación por medio del amor y la verdad!

Una noche, andando por la ciudad de Lima con un chileno y un colombiano, íbamos a pie por
una avenida de Miraflores a medianoche, y estábamos lejos del lugar donde dormíamos.
Entonces pasó un hombre adinerado en un auto rojo deportivo y le hicimos señas para que nos
llevara hacia el centro para no tener que caminar tanto. El hombre nos recogió en el auto, pero
en lugar de llevarnos al centro, se dio vuelta y nos llevó a las afueras de la ciudad en busca de
prostíbulos. Mis acompañantes estaban muy entusiasmados, pero yo no quería hacerlo porque, en primer lugar, nunca lo había hecho y temía; segundo, mi fibra moral había comenzado a templarse desde que leía la Biblia. Me sentí llevado por necesidad donde no quería ir, pero sin el valor necesario para expresar mis sentimientos y desacuerdo. El hombre llegó a dos lugares, pero en ninguno de los dos encontró lugar para que pasáramos la noche. Gracias a Dios. Entonces, sin más ni más, el hombre nos dejó dormir en su auto deportivo en el garage de su casa. Fue una noche un poco incómoda. Al dia siguiente nos levantamos, nos invitó a desayunar y partimos.
 
Hubo un detalle que aprendí experimentalmente a todo lo largo del viaje. La gente pobre era
más amable conmigo y me ayudaba más aunque sus posibilidades eran inferiores. Los pobres
parecían darse más. Valoraban más al hombre y compartían con él de igual a igual, brindando
aun su propia cama, su comida, su amistad y más de su tiempo. Era difícil encontrar a un rico
que hiciera lo mismo. Estos eran como si celasen su pequeño paraíso de comodidades
materiales, escondiéndose y rehuyendo a los intrusos. Los pobres parecían orgullosos de poder brindar la excelencia y lo mejor de sus tesoros tan dificilmente conseguidos, pero tan fácilmente compartidos. Su paraíso, el de los pobres, era en el reino de lo más digno; el de los ricos en el reino de lo más bajo. El sentido común y su natural humanidad era suficiente para los pobres comprender sin cultura. La excesiva cultura, sin embargo, de algunos, los enajenaba de la vida normal y cotidiana. Lentamente, a lo largo del viaje, fui descubriendo el valor de la sencillez. El desprecio que los aristócratas sienten hacia la gente común, los ciega para ver las riquezas de la profunda humanidad que hay en el común. Tales riquezas les avergonzarían si las conocieran.
 
Yo sé que andando el tiempo, los despreciadores serán avergonzados y los despreciados serán
vindicados. Jesucristo se movió entre los hombres con una valoración excelente.
La verdadera comodidad está en lo familiar, en lo comprensible, en lo amable, en lo tolerante,
en lo más dignamente humano. Estos fueron los principales razgos del paraíso. ¡Cuánto gastan
los hombres para edificarse un pequeño paraíso rodeado de muros elegantes, pero cuán poco
comprenden cuáles son los ingredientes verdaderamente necesarios para el Edén! No hace
falta una piscina; están bien los arroyos, los ríos y las playas. No hace falta comer enlatados
exóticos e importados de extraño gusto y dudosa salubridad; basta con las abundantes frutas
baratas de la estación. No hace falta un modelo barroco para el lecho; basta un buen sueño bien merecido. No hace falta un pulido lenguaje técnico que nos hace difícil entendernos; basta con entendernos bien. No hace falta engalanarnos con la ceremonial máscara macabra que nos
haga respetar mediante títulos y distinciones honoríficas; basta una fibra moral digna para que los corazones honestos nos den testimonio. La fe nos dará todas estas cosas necesarias para el paraíso. El amor nos dispondrá el Edén. La dignidad abrirá las puertas. La paciencia y laesperanza aumentarán la gloria, sin dejar de decir que ellas mismas ya son una gloria. La gente común no se está engañando con un futuro feliz escatológico; el creyente es ya feliz desde este mundo. Su vivencia interior es más plena, más jubilosa, más agradecida; es, en definitiva, más feliz.
 
Desde Lima partimos un grupo de cinco, 4 colombianos y un peruano. Los conocí en Lima y
también estaban recorriendo Sudamérica. Subimos hasta la ciudad de Huancayo remontando la cordillera de los Andes. Uno de los colombianos habló con el dueño de un restaurante diciéndole que éramos estudiantes en viaje de conocimientos. Se nos brindó mesa gratis. Dormimos en el Centro Don Bosco de los salesianos. El paisaje comenzaba a cambiar de nuevo. Ahora se trataba de las altas montañas de los Andes, clima frío y una hermosísima música indígena que llegué a apreciar mucho. Las carreteras por los Andes eran peligrosas, angostas, rodeadas de precipicios, serpenteando ladera abajo. En una ocasión nos bajamos del camión y mientraseste continuaba con nuestro equipaje siguiendo la ruta que serpenteaba yendo y viniendo, nosotros bajamos a pie en línea recta descendiendo a lo largo del precipicio, y llegamos primero al lugar por el que debería pasar el camión que nos traía. Mientras el camión daba la vuelta, nosotros nos desentumimos haciendo un poco de ejercicio en el descenso.
 
En una localidad de nombre Andahuaylas me hospedé de nuevo en una comisaría policial
durmiendo en el suelo. La policía del Perú era muy atenta con los turistas. Todo el equipaje que yo llevaba comenzó a estorbarme. Me di cuenta de que no era necesario cargar con tanto. Con razón Jesús dijo a sus discípulos que no llevaran bolsa ni alforja. Son una gran molestia.
Entonces en Andahuaylas vendí la carpa y la marmita a un oficial de policía. Ya antes en
Guayaquil había regalado una manta por las mismas razones. Pero ahora, por causa del frío,
había comprado dos nuevas de lana en el Perú, las cuales me han acompañado desde Lima
hasta el día en que escribo esto.
 
En Ayacucho, otra ciudad andina, nos hospedamos en la residencia universitaria. Así, de esa
manera, viajando gratis en los omnibus y camiones, llegamos a la ciudad del Cuzco que tanto
deseaba conocer por guardarse en ella los restos de la antigua cultura de los Incas. En la plaza
del Cuzco me deshice de la mayor parte de las ropas vendiéndolas a las personas que se
acercaron y regalando otras. Así mi equipaje quedó más liviano. Me quedé con la ropa
puesta, una muda, la tula de mis mantas y documentos, la guitarra y la Biblia. Visité las ruinas de Sacsahuamán. El grupo se dividía de tanto en tanto para viajar mejor y encontrar más fácil
hospedaje. Nos encontrábamos más adelante.
 
Entonces tomé un tren y me fui a visitar la antigua ciudad en ruinas de los Incas que se había
hallado escondida en la selva sobre un monte. Se trataba de la ciudad de Machu-Pichu. Mientras tanto me alimentaba de maíz choclo y cuajada de queso. Recorrí el lugar maravillándome de la construcción y como internándome en el pasado remoto.
Era un ambiente propicio para la meditación. La música indígena de los Andes, el paisaje
desolado de las alturas, y el encuentro con el pasado entre las ruinas incaicas, sirvieron de
marco para profundizar mi sentimiento místico. Parecía eleverme a esa dimensión del hombre y descubrir un vasto terreno misterioso. Arriba en el altiplano me parecía estar cerca del cielo. El paisaje era hermosísimo; tan remoto y místico que hablaba profundamente a mi fibra religiosa en las profundidades; despertaba anhelos insospechados. Dios profundizó su atracción de mí enMachu-Pichu de una manera extraordinaria.
 
Al salir de Cuzco hacia Sicuani, la tula mía con ciertos documentos, el cartón de bachiller y los
certificados y notas de mis estudios universitarios, fueron llevados por mis camaradas y yo
quedé con algo del equipaje de ellos, pues nos dividimos apurados para ir unos en un camión y
otros después. Fue una equivocación. Cuando recién nos encontramos varios días después en
Bolivia, ellos se habían desecho de mis cargas y habían dejado mis documentos en el consulado
de Colombia en La Paz. De manera que el altiplano lo recorrí sin mayores cargas; pero llevaba
conmigo mi guitarra ecuatoriana desde Riobamba.
 
La planicie del altiplano era hermosa. Sus pastos secos, amarillos y espaciados; el sol estaba
más cerca, más grande, y quemaba con sus rayos sin calentar en aquel frío de las alturas. El
silencio y el viento, el altiplano y el firmamento, las llamas y vicuñas y las pocas nubes de aquel azul inmenso, todo me impresionaba como si se tratase del cielo. Estaba en el techo del mundo. Pensé que si yo filmaba una película, escogería aquel lugar para representar el cielo. ¡Oh, aquellas alturas místicas! parecían marcar en mi reloj la hora de remontarme. Mis anhelos espirituales se intensificaron en aquellos parajes.
 
Al llegar a la ciudad de Juliaca descubrí que el traqueteo del viaje había resquebrajado mi
guitarra. Entonces la recosté en la pared de un edificio y la dejé para siempre. Continué viaje
hacia la ciudad de Puno y me hospedé en las residencias universitarias. Escuchaba música
clásica en la plaza, pues el párroco de la catedral la emitía desde allí con alto parlante. Conocí
entonces el mítico Lago Titicaca.
 
A pesar de las diversas esporádicas compañías en distintos trechos del trayecto, yo andaba
principalmente solo. Los ocasionales acompañantes no llenaban mi necesidad de amistad.
Éramos tan solo conocidos de paso. Todo esto me comenzó a despertar a una nueva realidad:
la necesidad de la amistad; la amistad íntima y verdadera, profunda y desinteresa, la verdadera afinidad. En Bogotá yo había tenido amigos; algunos muy íntimos, muy queridos: Ricardo Torres y Ernesto Zerda. Ahora no tenía ninguno. Necesitaba esa comunión. No bastaba con algo circunstancial y superficial.
 
Sí, dos grandes necesidades fueron reveladas en lo profundo de mi ser en aquellas alturas
andinas; dos necesidades muy definidas: la satisfacción del anhelo místico, y la hermosura de la verdadera e íntima amistad. Sí, del bosque salí al desierto para despejarme y desintoxicarme; y desde este subí a las alturas para reencontrarme. ¿Cuáles eran las verdaderas necesidades? ¿cuál era la substancia de la demanda verdaderamente humana? Porque muchas cosas creemos necesitar sin necesitarlas verdaderamente; y otras necesitamos sin percibirlo con claridad, sin saberlo. Esto era necesario descubrirlo. ¡Que el alboroto de las ilusiones desaparezca! para que en el silencio de la soledad la realidad se asiente. Descubrí que todo aquel equipaje con que me había cargado para darme seguridad, era tan solo un bagaje inútil, en nada imprescindible, y más bien una molestia. Había sido el mayor estorbo. El hombre busca seguridad, pero no sabe a dónde acude para encontrarla y en esto se equivoca grandemente. Se aferra a la materia y a las figuraciones, pero no sabe que éstas le serán un gran tropiezo. La preocupación por las cosas materiales y el afán de aparecer subyugan al hombre sometiéndole a una loca y delirante carrera falaz. ¿Para llegar a dónde? ¡a la desilusión! El abismo sigue al acecho y el terror y la ansiedad siguen crispando.

Un amor profundo y eterno son el único lugar donde halla solaz el alma humana.
Yo quería un amigo; un verdadero amigo. Le pedí a Dios: Señor, dame un amigo; un
verdadero amigo. Ahora yo comenzaba a saber lo que necesitaba; necesitaba un amigo.
¿Cómo saber aún que este debía ser eterno?
 
En mi viaje al desaguadero por donde fluye el Titicaca, en la frontera entre Perú y Bolivia,
conocí a un joven sueco: Jan Allman de Upsala. El no hablaba castellano y yo no hablaba
sueco; pero los dos nos entendíamos en inglés. Me pareció un hombre sincero, un buen
hombre. Era viajero como yo. Pensé: ¿será este quien ha de ser mi amigo? Viajamos juntos
hasta La Paz, Bolivia. Él consiguió una dirección donde dormir; yo no conseguí la misma. A él
se le perdió su cámara fotográfica y yo la pude conseguir. Él tenía que viajar al Brasil para
volver a su tierra; yo en cambio seguiría a Chile. Nos habíamos ya despedido y él me había
dado su dirección en Upsala, Suecia. Ahora yo había encontrado su cámara fotográfica y
podría haberme quedado con ella; pero cuando fui al consulado de Colombia por mis
documentos de estudio que habían sido dejados allí, me encontré a Jan en el centro. Supe que
no debía dejarlo pasar sin que le dijese que yo había encontrado su cámara fotográfica.
Entonces se la entregué y él me lo agradeció. Pensaba que ya nunca la encontraría más. Nos
despedimos y hasta hoy no sé nada más de él.
 
En La Paz, la primera noche dormí sobre los pupitres de un salón de clases en la
universidad. Después hallé alojamiento en una institución de beneficencia del Ejército de
Salvación. En La Paz yo tenía dinero y me alimenté bien. Aún me sobraba del dinero
conseguido en Lima en el café-concert, y del dinero conseguido con la venta de las cosas,
revistas, tocadiscos, carpa, marmita y ropa. De mañana me acercaba a una casilla de
comestibles y me daba un buen desayuno: licuado de leche con banana y huevo, torta, zumo
de zanahoria.

Entonces decidí viajar inmediatamente para Chile. Compré un boleto para el tren desde la
Paz hasta Antofagasta, el cual pasaría por Oruro y Uyuní. Conocí, pues, durante este viaje las
salinas de Uyuní cerca de la frontera entre los dos paises. Al pagar la cena en el vagón
restaurante me cobraron un precio elevadísimo debido al cambio de moneda, de manera que
perdí mucho dinero. Así llegué a Chile.