"Echa tu pan sobre las aguas; porque después de muchos días lo hallarás. Reparte a siete, y aun a ocho; porque no sabes el mal que vendrá sobre la tierra".

(Salomón Jedidías ben David, Qohelet 11:1, 2).

sábado, 18 de junio de 2011

CAMINANTE (6): VIENTOS FAVORABLES


Capítulo 6
 
VIENTOS FAVORABLES


De Copiapó regresé a Antofagasta. Noté que mi recorrido por Chile había formado en mí un
poco más de conciencia moral. Lo noté, pues, al llegar a Antofagasta conocí a otros jóvenes
que viajaban como yo, y en ciertas ocasiones me vi compungido a compartir de los alimentos
conseguidos por mí. Algo no me permitía escabullirme. El ideal cristiano se afianzaba más y
más dentro de mi corazón.
 
Esta vez para hospedarme fui a una casa de beneficencia donde vivían niños. El director del
lugar me convidó una noche a salir con unos amigos a un bar de la ciudad llamado "El
Bucanero"; pero allí resultó que estos eran homosexuales. Una vez más tuve que lidiar con
esa clase de gente. ¡Y pensar que a su cargo estaban aquellos niños huérfanos o abandonados de aquella casa! El director me insistía que me acostase con él, pero yo le hablé de Jesús Cristo y el Señor me fortaleció de tal manera que aquel hombre tuvo que recapitular.
 
Entonces me fui a dormir tranquilamente a otra pieza donde me encerré hasta la mañana
siguiente y fui luego a comprar boleto en tren para la ciudad de Salta en Argentina.
En la plaza de Antofagasta conocí a dos muchachos argentinos, Manolo y Sergio. Ellos
pensaban viajar a Santiago y de allí pasar a Mendoza, pero al saber que la nieve había
bloqueado la frontera, entonces pensaron regresar a Salta aunque no tenían dinero para el
tren. Estuvimos hablando de Jesús Cristo y de la fe. Ellos aceptaron. Entonces les dije que por
fe se animaran a comprar pasaje hasta la próxima estación, que Dios proveería para el resto
del viaje. Creyeron y nos embarcamos rumbo a Salta. Y sucedió que a medida que avanzaba
el tren y nos hacíamos amigos de la gente que subía en las próximas estaciones, fue posible
conseguir el dinero suficiente, poco a poco, hasta completar el viaje.
 
Llegamos a Salta a medianoche y me hospedé en la casa de Manolo. Allí conocí a su madre,
doña Elvira Escudero de López, una mujer interesada en las cosas espirituales. Había
estudiado con los a sí llamados testigos de Jehová, pero se había retirado de ellos debido a
que les habían disciplinado porque su hija había ganado un concurso de belleza. Aunque ella
desesperaba de la misericordia de Dios, no obstante, perseveraba en su interés por las cosas
de Dios. Fue entonces que decidimos hacer algo para la gloria de Dios. Hablamos de que la
unción de Dios nos enseña todas las cosas, tal como lo había escrito el apóstol Juan. Tratamos acerca de la perpetuidad de la misericordia de Dios. Para ese tiempo yo tomaba aquellos versículos que hablan de que la misericordia de Dios es para siempre, y con ellos pretendía decir que el infierno no era algo eterno. Si mi doctrina estaba equivocada, por lomenos sirvió para consolar a doña Elvira y para que ella volviera a tomar ánimo y creyendo en la misericordia de Dios volviese a seguir el camino del Señor. Si no volvía a aquella congregación, por lo menos tenía el consuelo de que la unción misma nos enseñaría todas las cosas. Así que entre nosotros mismos podríamos ponernos a hacer alguna cosa.
 
Entonces les conté de mi deseo que había tenido aquella noche en Los Andes de escribir
carteles con versículos bíblicos y colocarlos en aquellos lugares donde acontecía precisamente lo contrario de lo que estaba escrito. A ellos les gustó la idea. Entonces se compró papeles y crayolas en colores y nos dedicamos a escoger versículos y agruparlos por temas, haciendo carteles con ellos. Por la noche salíamos en la camioneta del padre de Sergio y colocábamos con engrudo tales carteles en las paredes. En forma humorística le llamamos a nuestro grupo "el comando Sofonías". En las paredes de los bancos colocábamos letreros como éste: "19No os hagáis tesoros en la tierra, donde la polilla y el orín corrompen, y donde los ladrones minan y hurtan; 20sino haceos tesoros en el cielo".8 A la entrada de las confiterías, donde iba la gente a comentar de su prójimo, colocábamos un cartel como este: "No juzguéis, y no seréis juzgados, porque con la misma medida con que medís se os volverá a medir".9 En la casa arzobispal colocamos uno así: "El que dice que permanece en Cristo, debe andar como Él anduvo". Y así por el estilo. El "comando Sofonías" salía de noche a empapelar templos, comercios, paradas de ómnibus, etc. Durante el día estábamos en casa preparando los carteles.
 
Muchos días me detuve en Salta. En ese tiempo yo tenía el cabello largo; entonces me
hacía una trenza. Era un hippie místico. De Salta salimos Manolo, Sergio y yo a recorrer
Argentina, pero en el camino a Tucumán, Manolo se embarcó en un vehículo y no pudimos
encontrarnos. Sergio entonces se devolvió a Salta. Yo llegué a Córdoba y busqué la
dirección de unos hippies. Estaban escuchando música de Pink Floyd. Hablamos de Dios, y
uno de ellos me dijo que unos adventistas les visitaban, pero sostenían que el pueblo de Dios
eran ellos exclusivamente. Yo pensaba que no podíamos excluir a otros creyentes y que el
Espíritu Santo podía tratar con nosotros directamente sin necesidad de pertenecer a ninguna
organización humana. Mientras hablábamos y sonaba la música, uno de los hippies tomó una jeringa y se inyectó en las venas. Los demás rehusamos todos y hablamos de dejar las drogas. El joven drogado entonces empezó a llorar bajo el efecto de la droga y nos dijo que nos veía llenos de luz y de amor. Éste me invitó a su casa a hospedarme. Fui con él, pero tuvimos que entrar en secreto a medianoche por la tapia del patio, porque el padre de este joven estaba enojado con él. Nos ubicamos en el suelo de la cocina. Pero, a la madrugada siguiente, cuando su padre se levantó temprano para ir a su trabajo, nos encontró durmiendo en el piso; entonces nos echó bruscamente y tuvimos que salir corriendo y saltar de nuevo la tapia del patio. El muchacho regresó luego a su casa cuando su padre ya se había ido y me dio mi pequeño equipaje que por el apuro de esa madrugada no pude sacar.
 
Entonces tomé rumbo hacia Buenos Aires. En el camino me acerqué a un restaurante y pedí
una ensalada. Luego salí de noche y me ubiqué a la intemperie entre unos matorrales.
Mientras dormía, antes de amanecer comenzó a lloviznar, y tuve que levantarme y salir a la
carretera donde encontré un acoplado de camión estacionado. Dormí allí debajo mientras el
agua corría por los costados.
 
 Una camioneta me recogió y me llevó hasta Buenos Aires. Me encontré allí solo en esa
ciudad monstruosa. Estaba escaso de dinero y por la ciudad caminaba pasando por junto a los
edificios sin encontrar un lugar privado para poder descansar y meditar. El viaje se hacía duro. Conocía a alguien con quien entablaba amistad por unos días, pero entonces tenía que
despedirme rumbo a ciudades desconocidas, sin dinero, sin gente amiga a donde llegar. Una
tristeza me invadía cada vez que tenía que despedirme, y eso se repetía muchas veces de
lugar en lugar. Junto a la tristeza se añadía la incertidumbre del futuro, aunque siempre había
esperanza; pero ésta se obscurecía en los momentos difíciles. La dependencia de otros se
volvía un hastío. Era entonces la hora para la fe. Yo creo que la mano de Dios me estaba
guiando al lugar de seguridad.
 
Hasta Buenos Aires yo era el dueño exclusivo de mi voluntad. Planeaba un rumbo y escogía
el camino. Ciertamente había descubierto en Jesús Cristo al maestro, pero todavía no al
Señor. Si Él era el Salvador, ¿cuál debía ser mi actitud? Ni siquiera sabía orar. Ya en Salta
algún instinto me había enseñado la forma, pero no se lograba esa comunicación perfecta.
Recuerdo que en algunas ocasiones en Salta nos encerrábamos en una pieza Manolo, Sergio,
la "gringa" hermana de Manolo y yo, y cada uno se acomodaba en un lugar, y uno por uno nos
concentrábamos en Dios y por turno hablábamos lo más sinceramente posible con Él en voz
alta. Pero sucedía que cuando una especie de burbujeante alegría parecía contestarme desde
las profundidades de las alturas en mi interior, yo me asustaba y paraba la oración. Me había
animado a hablar, pero no estaba listo para escuchar directamente a Dios. La "gringa" se
ponía a llorar. Comentábamos entre nosotros el curioso sentimiento que nos invadía en
aquellas cuasi oraciones. Sí, yo sabía de un Dios Supremo, de un Dios Altísimo, de la Fuente
Autoexistente de todo ser; sabía que Jesús Cristo era era un gran maestro, pero lo que
anhelaba, pero de lo que no me había aún persuadido era que ese Dios Altísimo tan Santo y
Sublime, estuviera dispuesto a hablar personalmente conmigo. Yo pensaba que ciertamente
Él lo sabía todo y que bien podría yo elevarle alguna que otra petición y hablarle como hacia el
cielo, pero lo que yo desconocía completamente era que Él estaba atento a mí personalmente
y muy dispuesto, no sólo a contestarme desde lejos mis oraciones, sino también a hablarme
intimísimamente y en forma muy particular y paternal. Sí, yo sabía que Dios era "El Padre",
pero no conocía su comportamiento como tal para conmigo. Yo no sabía hasta qué punto Él
estaba dispuesto a condescender para conmigo como para tomarse tiempo para arrullarme de
tal manera tan personalmente. Buenos Aires fue entonces para mí una etapa importante
preparatoria para ese gran encuentro.
 
Conocí a un amigo, Jorge Laplaza, nacido en la misma fecha que yo, pero unos años antes.
Este me llevó en su auto a una institución de beneficencia en Buenos Aires donde albergaban
por quince días a aquellos que llegaban a la gran ciudad para buscar trabajo. Allí se nos daba
desayuno y se nos despedía por la mañana para que saliéramos a buscar empleo. Allí me
hospedé. A la noche venía para dormir. Uno de los beneficiarios de la institución, al saber que
yo me interesaba en la Biblia, me dijo que había una iglesia adventista donde regalaban
Biblias. Me dio la dirección y allá me fui para que me regalaran una y para ver cómo fuese
esa gente que andaba con la Biblia tal como yo mismo había comenzado a hacerlo.
Llegué a la salida de la reunión. Lloviznaba un poco. Yo observaba a la gente descender las
escalinatas saliendo del salón. Quería mirar qué pudiera tener de especial esta gente que
estudiaba la Biblia. Desde la intensidad de mis lecturas yo había deseado encontrar aquella
iglesia que fuera como la primitiva de la cual yo leía en el Nuevo Testamento. Esa fue la razón
que me hizo acercarme a observar el movimiento de los distintos grupos denominados
cristianos y que profesaban como yo creer en la Biblia.
 
Una vez en La Serena, Chile, yo me había acercado a pedir ayuda a una iglesia
presbiteriana, pero el pastor me insultó. Yo pensé: ¿qué clase de pastor es este? Pero esta
vez en Buenos Aires, sin embargo, a la salida de aquella reunión de adventistas, me fijé en un
hombre de edad que me observaba con mirada inteligente y condescendiente. Mi aspecto de
hippie no era el más apropiado para conseguir condescendencia; sin embargo este hombre, a
quien yo veía despedirse de los demás con mucho afecto, con un rostro que expresaba
bondad, me observaba. Seguramente vio que yo indagaba, entonces me llamó y me preguntó
en que podía servirme. Le contesté que me habían dicho que allí regalaban Biblias y que yo
quería una. Me dijo que en ese momento no tenían Biblias, pero que me daría una serie de
unos estudios bíblicos que ellos publican en hojitas para los nuevos. Que los estudiara, me
pidió. Su rostro me impresionó por su altruismo desinteresado. Estuvo también dispuesto a
quitarse su impermeable y dármelo por causa de la llovizna, pero no acepté. Entonces me
invitó a su casa. Era un médico. Cuando llegué a su casa una mañana a las ocho, me regaló
un libro de Elena G. de White: "El Camino a Cristo", y una bolsita con alimentos, manzanas y
otras cosas.